A los muertos no se les llora (historia corta de Sebastián Willis Ortiz)

Empezaba la lluvia, yo había regresado a la ciudad en busca de un asunto que tenía pendiente. Vestía de matices oscuros, caminaba sin que nadie me reconociera, caminaba como una sombra entre los desperdicios, como si fuera un extraño que nunca vivió aquí, que nunca creció aquí.

Iba a la casa de mi madre en la concurrida avenida Central. Apenas llegué, observé por la ventana a una pareja joven sentada en la mesa de la sala compartiendo la cena. Los niños corrían de un lado a otro. Toco la puerta:

–Buenas tardes, vengo a ver a mi madre, se llama Eleodora, ¿se encuentra aquí?

No andaba con prisa, así que esperé los segundos que la mujer, que me miraba perpleja, tardó en responder.

–La señora Eleodora no vive aquí, ella ya no vive aquí, desde que nos vendió esta casa nunca más supimos de ella.

Agaché la mirada, volteé con pasos apurados y me alejé lo más que pude. Aquella señorita era ahora una intrusa para mí.

La lluvia cesó. Caminaba dubitativo, nostálgico y desconcertado. Mamá no me dijo nada sobre la venta de la casa, ni mucho menos me informó de su nuevo paradero. Al cruzar la extensa avenida, paré cerca de una cafetería para prender un cigarrillo. Miraba a cualquier lado, pensando en mi presente incierto, y también pensaba en mamá. Luego de unos minutos salieron de la cafetería los señores Franklin. Los reconocí por su minuciosa forma de caminar. Pasaron sin levantar la mirada. Fueron muy amigos de la familia; iban cada fin de semana a la casa después de la misa del padre Manuel.

Seguía pensando mientras caía la colilla del cigarrillo. Seguía caminando en esas calles extensas, ojeaba a mis antiguos vecinos, algunos ya muy adultos y distintos. Después de unos largos minutos entre los ladridos de los perros y el sonido del viento, recordé el único lugar donde mi madre podría estar. Tomé enseguida el bus que me dejaría cerca de mi último paradero, donde encontraría mi regocijo.

El cielo se tornó de un color claro entre las nubes que se dispersaban y se perdían en su rumbo. Al momento de llegar, imaginé las lindas flores del mes pasado de parte de la tía Luisa, azuladas y amarillas como me gustaban a mí. Fue un bonito obsequio; lo recibí cerca de mi cumpleaños.

En la entrada veía a algunas floreras que empezaban a guardar sus cosas para el día de mañana. Caminé hacia un pequeño muro que dividía desde los más antiguos hasta los recién llegados. Seguí mi destino, tranquilo y a paso lento, sabía que estaba cerca del lugar, y sí lo estuve, hasta que, volteando en uno de los pabellones, observé a mi madre con un ramo de flores. Vestía un sastre negro. La vi sobria y elegante como siempre era costumbre en ella.

Fui acercándome cada vez más. Me senté a su costado. Ella dejó el ramo de flores en mi sepultura mientras sus lágrimas acariciaban la tersa piel de sus mejillas. No la pude consolar, ni abrazarla o acariciarla sin caer en la desgracia. Hoy cumplía tres años de ausencia terrenal y ella fue la única que se acordó de mí. Poco a poco, con dificultad para caminar, fue alejándose lentamente hasta desaparecer de mi vista. Fue la última vez que la volví a ver, y sabía que sería la última vez que mi madre me vendría a visitar.

El autor del cuento

Soy Sebastián Willis Ortiz, tengo 20 años, con residencia en Lima, Perú. Me dedico a la escritura desde hace tres años, escribo cuentos, novelas cortas y poemas. Publico concurrentemente en páginas literarias y actualmente me dedico a la investigación literaria y creación artística en mi universidad.

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