Cómo contar una auténtica historia de guerra (relato de Tim O’Brien)

Tim O’Brien (1946) es un conocido escritor estadounidense muy celebrado por sus obras literarias centradas en la Guerra de Vietnam, donde él mismo combatió. Es autor de, entre otros libros, The Things They Carried (1990), una colección de relatos autobiográficos (publicado en España por Anagrama con el título Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, disponible en Amazon), y de la novela Going After Cacciato (1978), que da vida a la citada guerra de Vietnam y a los veteranos de posguerra.

Ya hemos leído algunos cuentos de Tim O’Brien en Narrativa Breve, léase “El hombre a quien maté” o “Medias”. Hoy os ofrecemos otra de sus historias cortas, “Cómo contar una auténtica historia de guerra”. La cosa comienza cuando un soldado le envía una carta emotiva a la hermana de su compañero, que ha caído en el frente, y no obtiene respuesta… Esto le da pie a O’Brien para disertar sobre el arte de contar una historia, sobre la vida y sobre la guerra…

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Cómo contar una auténtica historia de guerra (relato corto de Tim O’Brien)

Esto es auténtico.

Tuve un compañero en Vietnam. Se llamaba Bob Kiley, pero todos le llamaban el Rata.

Matan a un amigo suyo, así que, más o menos una semana después, el Rata se sienta y le escribe una carta a la hermana del amigo. El Rata cuenta qué gran hermano tenía, lo estupendo que era, un compañero y camarada de primera. Un verdadero ejemplo para los otros soldados, dice el Rata. Después le cuenta algunas historias para confirmarlo: cómo su hermano siempre se presentaba voluntario para misiones a las que nadie más se presentaría voluntario ni en un millón de años, misiones peligrosas, como salir de reconocimiento o ir en una de esas patrullas nocturnas en que te jugabas el pellejo. Tenía unos cojones como un toro, le asegura el Rata. Estaba un poco loco, desde luego, pero loco en el buen sentido de la palabra; era un verdadero temerario, pero le gustaba el desafío, le gustaba ponerse a prueba, luchar de hombre a asiático. Un tío estupendo, realmente estupendo, dice el Rata.

En todo caso, es una carta fantástica, muy personal y conmovedora. El Rata casi llora a moco tendido escribiéndola. Se le saltan las lágrimas contando los buenos momentos que pasaron juntos, cómo el hermano de la chica hizo que la guerra casi pareciera divertida, siempre matando a diestro y siniestro e incendiando aldeas y dejando humo como testimonio de su paso en todas direcciones. Y también tenía un gran sentido del humor. Como en aquella ocasión en que estaban a orillas de un río y se puso a pescar con una caja de jodidas granadas de mano. Probablemente fue lo más divertido en la historia del mundo, dice el Rata. ¡Vaya carnicería, alrededor de veinte trillones de peces asiáticos panza arriba! El hermano de la chica era capaz de adaptarse a las circunstancias. Sabía cómo pasárselo bien. La noche de Halloween, esa noche realmente tenebrosa, el hermano de la chica va y se pinta el cuerpo de distintos colores y se coloca una máscara rara y va hasta una aldea y empieza a asustar a la gente casi totalmente desnudo, enseñando las pelotas, sólo con las botas y un M-16. Un ser humano excepcional, dice el Rata. Bastante chiflado a veces, pero podías confiarle tu vida.

 Y entonces la carta se vuelve muy triste y grave. El Rata vuelca su corazón en lo que escribe. Dice que apreciaba sinceramente a aquel hombre. Dice que era el mejor amigo que tenía en el mundo. Eran como hermanos de sangre, dice, como gemelos o algo por el estilo, tenían mucho en común. Le dice a la hermana de su amigo que cuidará de ella cuando la guerra termine.

Y ¿qué pasa después?

El Rata envía la carta. Espera dos meses. Pero la mamona aquella no le contesta.

 Una auténtica historia de guerra nunca es moral. No instruye, ni alienta la virtud, ni sugiere modelos de comportamiento humano correcto, ni impide que los hombres hagan las cosas que los hombres siempre han hecho. Si una historia parece moral, no la creáis. Si al final de una historia de guerra os sentís edificados, o si sentís que una partícula de rectitud se ha salvado de la devastación a gran escala, entonces habéis sido víctimas de una mentira muy antigua y terrible. No hay la más mínima rectitud. No hay virtud. En consecuencia, la primera regla básica es que puedes distinguir una auténtica historia de guerra por su lealtad absoluta y sin concesiones a lo repugnante y lo soez. Escuchad al Rata Kiley. Mamona, dice. No dice puta. Y tampoco dice mujer ni muchacha. Dice mamona. Después escupe y se queda con la mirada fija. Tiene diecinueve años, lo que parece superior a sus fuerzas, así que te mira con sus grandes ojos tristes de asesino y dice mamona, algo increíblemente triste pero cierto: ella no le contestó.

Puedes distinguir una auténtica historia de guerra si te desconcierta. Si no te atrae lo soez, no te atrae lo verdadero; si no te atrae lo verdadero, vigila a quién votas. Cuando envían a los hombres a la guerra, vuelven a casa diciendo palabrotas.

Escuchad al Rata: «¡Joder, tío! Le escribo esta hermosa y jodida carta, me rompo los cuernos escribiéndola, y ¿qué pasa? ¡Que la mamona esa ni me contesta!»

El muerto se llamaba Curt Lemon. Lo que pasó fue que cruzamos un río cenagoso y marchamos en dirección oeste hacia las montañas, y al tercer día hicimos un descanso en un cruce de senderos en lo más profundo de la jungla. En seguida Lemon y el Rata Kiley empezaron a juguetear. Aquello no les parecía tan terrible. Eran unos críos; sencillamente, no lo sabían. Era un paseo por la naturaleza, pensaban, no una guerra, así que buscaron la sombra de unos árboles gigantescos, los cuales formaban una especie de cuádruple dosel que no dejaba pasar la luz del sol, y soltaban risitas y se llamaban mutuamente gallina mientras se dedicaban a un juego tonto que habían inventado. En aquel juego intervenían los botes de humo, que eran inofensivos a menos que hicieras tonterías, y lo que hacían era quitarle el seguro a un bote, apartarse unos pasos y jugar a pelota con él bajo la sombra de aquellos árboles enormes. El primero que se acobardaba era un gallina. Y si ninguno de los dos se acobardaba, lo habitual era que el bote emitiera un leve sonido seco y quedaran envueltos en humo, y se reían y bailaban dando vueltas y volvían a hacerlo.

 Todo esto es absolutamente cierto.

 Me ocurrió, a mí, hace casi veinte años, y aún recuerdo el cruce de senderos y aquellos árboles gigantescos y el suave sonido del agua que goteaba en algún sitio más allá de los árboles. Recuerdo el olor del musgo. En lo alto del dosel había pequeños capullos blancos, pero no entraba ni una partícula de luz solar, y recuerdo las sombras que se desplegaban bajo los árboles donde Curt Lemon y el Rata Kiley jugaban con los botes de humo. Mitchell Sanders estaba sentado lanzando hábilmente su yoyó. Norman Bowker y, Kiowa y Dave Jensen estaban adormilados, o medio adormilados, y rodeándonos por entero estaban aquellas montañas verdes.

 Salvo las risas, todo estaba inmóvil.

 En cierto momento, recuerdo que Mitchell Sanders se volvió y me miró a punto de decir algo, como para advertirme, como si ya lo supiera, y después de un momento enrolló el yo-yo y se apartó.

 Es difícil contar lo que pasó a continuación.

 Sólo estaban jugueteando. Se oyó un ruido, supongo, que debió de haber sido la espoleta, así que volví la cabeza para mirar y contemplé cómo Lemon daba un paso desde la sombra hasta la brillante luz del sol. Su cara apareció de pronto, bronceada y brillante. Un chico apuesto, realmente. Ojos grises cortantes, delgado y de cintura estrecha, y su muerte fue algo casi hermoso, por el modo en que la luz del sol lo rodeó y lo alzó como si lo sorbiera hacia un árbol lleno de musgo y enredaderas y capullos blancos.

 En cualquier historia de guerra, pero sobre todo en una auténtica, es difícil separar lo que pasó de lo que pareció pasar. Lo que pareció pasar se convierte en un acontecimiento en sí mismo y tiene que ser contado de ese modo. Los ángulos de visión se desvían. Cuando estalla una trampa, cierras los ojos y te tiras al suelo y flotas fuera de ti mismo. Cuando muere un hombre, como Curt Lemon, apartas los ojos y después vuelves a mirar por un instante y vuelves a apartar los ojos. Las imágenes se embrollan; tiendes a perderte muchas. Y después, cuando la cuentas, siempre hay esa semejanza surreal que hace que la historia parezca falsa, pero que en realidad representa la verdad pura y exacta tal como pareció ocurrir.

 En muchos casos una auténtica historia de guerra no puede creerse. Si la crees, sé escéptico. Es una cuestión de credibilidad.

 A menudo lo delirante es auténtico y lo que parece normal no, porque lo que parece normal es necesario para hacerte creer el delirio realmente increíble.

 En otros casos, ni siquiera te es posible contar una auténtica historia de guerra. A veces, simplemente, queda más allá de lo que se puede contar.

 Yo mismo oí ésta, por ejemplo, de boca de Mitchell Sanders. Era cerca del crepúsculo y estábamos sentados en mi pozo de tirador junto a un ancho río cenagoso, al norte de Quang Ngai. Recuerdo lo pacífica que era la luz del ocaso. Un tono rosado profundo se volcaba sobre el río, que corría silencioso, y a la mañana siguiente cruzaríamos ese río y marcharíamos en dirección oeste hacia las montañas. Era el momento adecuado para, una buena historia.

 —Lo juro por Dios —dijo Mitchell Sanders—. Una patrulla de seis hombres se mete en las montañas para una operación básica de escucha. La idea es pasar una semana allá arriba, quedarse quietos y escuchar los movimientos del enemigo. Llevan una radio, así que si oyen cualquier cosa sospechosa, cualquier cosa, se supone que llaman a la artillería o a la marina, lo que sea necesario. Por lo demás mantienen una estricta disciplina. Silencio absoluto. Sólo escuchan.

 Sanders me miró como para asegurarse de que yo tenía bien claro el escenario. Estaba jugando con el yoyó, lanzándolo con golpecitos breves y tensos de muñeca.

 La cara de Sanders era inexpresiva en el crepúsculo.

 —Hablamos de cumplir reglas estrictas, de manual. Los seis hombres no dicen ni mu durante una semana completa. No tienen lengua. Son todo oídos.

 —Ya veo —digo.

 —¿Me entiendes?

 —Invisibles.

 Sanders asintió.

 —Eso es —dijo—. Invisibles. Así que lo que pasa es que estos tipos se meten en lo más profundo de la selva, bien camuflados, y se tienden y esperan y eso es todo lo que hacen, nada más, se quedan tendidos allí siete días seguidos y sólo escuchan. Y es algo tenebroso, chico, te lo digo en serio. Estamos en la montaña. No sabes qué es tenebroso hasta que has estado allí. Una especie de jungla, salvo que metida en las nubes y siempre hay esa niebla… como lluvia, salvo que no está lloviendo: todo mojado y arremolinado y enredado y no puedes ver un cuerno, no puedes encontrar tu propio pito para mear. Como si ni siquiera tuvieras un cuerpo. Tenebroso en serio. Te disuelves con el vapor: es como si la niebla se te metiera dentro… ¡Y los ruidos, chico! Los ruidos no los olvidarás mientras vivas. Oyes cosas que nadie debería oír nunca.

 Sanders se quedó un instante en silencio, lanzando el yoyó, después me sonrió.

 —Así que después de un par de días los hombres empiezan a oír una música realmente suave, un poco rara. Ecos extraños y cosas así. Como una radio o algo por el estilo, pero no es una radio, es una música oriental extraña que sale directa de las rocas. Como lejana, pero a la vez cercana. Tratan de ignorarla. Pero es un puesto de escucha, ¿no? Así que escuchan. Y todas las noches oyen aquel enloquecedor concierto oriental. Todo tipo de campanillas y xilófonos. Quiero decir, estamos en terreno salvaje: no hay caso, no puede ser real… pero allí está, como si las montañas estuvieran sintonizando la podrida radio Hanoi. Como es natural, se ponen nerviosos. Un tío se mete zumo de fruta en los oídos. Otro casi se vuelve loco. El caso, sin embargo, es que no pueden informar de que oyen música. No pueden coger la radio y llamar a la base y decir: «Escuchad: necesitamos un poco de apoyo artillero, tenemos que hacer pedazos a una misteriosa banda de rock oriental.» No pueden hacerlo. No se lo creerían. Así que se quedan tendidos en la niebla y mantienen la boca cerrada. Y lo peor, ¿sabes?, es que los pobres soldados no pueden divertirse como de costumbre. No pueden gastarse bromas. Ni siquiera pueden hablar entre sí, salvo tal vez en susurros; han de mantener un silencio absoluto, y eso hace que se vuelvan medio locos. Todo lo que hacen es escuchar.

 Hubo otro momento de silencio mientras Mitchell Sanders miraba el río. Ahora la oscuridad caía con fuerza, y hacia el oeste pude ver las montañas recortándose en silueta, con todos los misterios y las cosas desconocidas.

 —Lo que sigue —dijo Sanders en voz baja— no lo vas a creer.

 —Es probable —dije.

 —No lo vas a creer. Y ¿sabes por qué? —Me dirigió una sonrisa larga, cansada—. Porque pasó. Porque cada palabra es total y absolutamente cierta.

 Sanders hizo un sonido con la garganta, una especie de suspiro, como para indicar que no le importaba que yo le creyera o no. Pero le importaba. Quería que yo sintiera la verdad, que creyera por la fuerza bruta del sentimiento. Parecía triste, en cierto sentido.

 —Los seis tíos —dijo— están medio idos a estas alturas, y una noche empiezan a oír voces. Como en un cóctel. A eso suena, a un espléndido cóctel oriental en algún lugar, lejos, en la niebla. Música y cháchara y cosas así. Es demencial, lo sé, pero oyen el corcho del champán. Oyen los vasos de los martinis. Todo muy chic, muy civilizado, salvo que no estamos en la civilización. Estamos en Vietnam.

 »De cualquier manera, los tíos tratan de no perder la chaveta. Se quedan tendidos y aguantan, pero después de un tiempo empiezan a oír… esto no vas a creerlo… a oír música de cámara. Oyen violines y cellos. Oyen a una fabulosa soprano mama-san.

 Y un momento después oyen ópera oriental y una coral y el Coro de Muchachos de Haifong y un cuarteto que canta canciones sentimentales y toda clase de canto raro y estilo Buda-Buda.

 Y todo el tiempo, de fondo, sigue el cóctel de antes. Todas aquellas voces distintas. No voces humanas, sin embargo. Porque estamos en las montañas. ¿Me sigues? La roca… habla. Y la niebla también, y la hierba, y las malditas mangostas. Todo habla, los árboles hablan de política, los monos hablan de religión. El país entero. Vietnam. Aquel lugar habla. ¡Habla! ¿Entiendes? ¡Todo Vietnam… realmente, habla!

 »Los hombres no pueden aguantar. Se rinden. Cogen la radio e informan de movimiento enemigo, un ejército entero, dicen, y ordenan abrir fuego. Consiguen apoyo artillero y de la marina. Piden que les envíen aviones. Y te digo una cosa, hacen pedazos aquel cóctel. Durante toda la noche incendian las montañas. Hacen polvo la jungla. Vuelan árboles y grupos corales y todo lo que hay por volar. Hora de quema. Riegan con napalm las lomas de arriba abajo. Traen los Cobras y los F-4. Usan los explosivos más potentes y bombas incendiarias. Todo es fuego, hacen arder las montañas.

 »Hacia el amanecer las cosas se aquietan por fin. Era como si nunca hubieses oído realmente el silencio. Uno de esos días densos, húmedos de verdad; sólo hay nubes y niebla en esa zona especial, y las montañas están en un silencio absoluto, definitivo. Vapor puro, ¿sabes? Todo está como absorbido por la niebla. No se oye ni un sonido, y sin embargo ellos aún los oyen.

 »Así que recogen sus cosas y las cargan. Bajan de la montaña, de vuelta al campamento base, y cuando llegan allí no dicen ni pío. No hablan. Ni una palabra, como si fueran sordomudos. Más tarde llega el gordo coronel, y pregunta qué ocurrió. ¿Por qué todo aquel fuego artillero? El hombre está irritado, dispuesto a apretarles los tornillos. Quiero decir que se gastaron seis trillones de dólares en explosivos, y el gordo coronel exige respuestas, necesita saber cuál es la jodida historia.

 »Pero los muchachos no abren la boca. Se quedan mirándolo un rato, entre asombrados y divertidos, y la guerra entera está ahí, en esa mirada. Dice todo lo que nunca puedes decir. Dice: hombre, tienes cerumen en los oídos. Dice: pobre desgraciado, nunca lo sabrás, tú giras en otra órbita, y ni siquiera te gustaría escuchar lo que te diríamos. Después saludan al coronel y se alejan caminando, porque ciertas historias son imposibles de contar.

 Puedes distinguir una auténtica historia de guerra por el modo en que parece no terminar nunca. Ni entonces ni nunca. Ni cuando Mitchell Sanders se puso de pie y se alejó en la oscuridad.

 Todo aquello ocurrió.

 Incluso ahora, en este mismo instante, recuerdo aquel yo-yo. En cierto sentido, supongo, tenías que haber estado allí, tenías que haberlo oído, pero puedo asegurar que Sanders intentaba con auténtica desesperación que le creyera, y que se sentía frustrado por no comunicar bien los detalles, por no dejar asentada la verdad definitiva y final.

 Y recuerdo que aquella noche estaba sentado en mi pozo de tirador, contemplando las sombras de Quang Ngai, pensando en la llegada del día y en cómo cruzaríamos el río y marcharíamos en dirección oeste hacia las montañas, en todas las maneras como podía morir, en todas las cosas que no comprendía.

 Más tarde, entrada la noche, Mitchell Sanders me tocó el hombro.

 —Se me acaba de ocurrir —susurró—. La moraleja, quiero decir. Nadie escucha. Nadie oye nada. Como ese coronel de culo gordo. Los políticos, todos esos civiles. Tu novia. Mi novia. La dulce novia virgen de todos. Lo que necesitan es participar en una misión. Los vapores, chico. Los árboles y las rocas: tienes que escuchar a tu enemigo.

 Y por la mañana Sanders se me acercó de nuevo. El pelotón se preparaba para salir; los hombres revisaban las armas y realizaban los pequeños rituales que precedían a un día de marcha. La escuadra que abría camino ya había cruzado el río y avanzaba hacia el oeste.

 —Tengo que confesarte una cosa —dijo Sanders—. Anoche tuve que inventarme algunos detalles, chico.

 —Ya lo sé.

 —La coral. No hubo ninguna coral.

 —Bueno.

 —Ni ópera.

 —Olvídalo, lo entiendo.

 —Sí, pero escucha, sigue siendo cierto. Aquellos seis hombres oyeron sonidos malignos allá afuera. Oyeron sonidos que no podrías creer.

 Sanders se colocó la mochila, cerró los ojos por un instante. Después casi me sonrió. Ya sabía lo que vendría después.

 —De acuerdo —dije—, ¿cuál es la moraleja?

 —Olvídalo.

 —No, ¡venga, hombre!

 Se quedó en silencio un largo momento, con la mirada perdida a lo lejos, y el silencio se fue estirando hasta que resultó casi embarazoso. Después se encogió de hombros y me dirigió una mirada que duró todo el día.

 —¿Oyes esa quietud? —dijo—. Esa quietud: sólo escucha. Ésa es la moraleja.

En una auténtica historia de guerra, si hay alguna moraleja, es como el hilo que forma la tela. No puedes tirar de él. No puedes extraer el sentido sin deshacer el tejido de su significado más profundo. Y, después de todo, francamente, poco hay que decir acerca de una auténtica historia de guerra, salvo, tal vez, «¡Oh!».

 Las auténticas historias de guerra no generalizan. No se permiten el lujo de la abstracción o el análisis. Por ejemplo: la guerra es el infierno. Como declaración moral, esta perogrullada tradicional parece perfecta; y sin embargo, como no es más que una abstracción y una generalización, no la puedo creer con el estómago. No se me mete dentro.

 Todo se reduce al instinto de las entrañas. Una auténtica historia de guerra, si es contada con sinceridad, hace que el estómago la crea.

La siguiente historia lo logra en mi caso. La conté antes —muchas veces, en muchas ocasiones—, pero esto es lo que pasó realmente.

 Cruzamos aquel río y marchamos en dirección oeste hacia las montañas. Al tercer día, Curt Lemon pisó una trampa hecha con una granada de mortero. Jugaba con el Rata Kiley, la mar de alegre, y de repente estaba muerto. Los árboles eran densos; tardamos casi una hora en habilitar una pista de aterrizaje para el helicóptero.

 Más tarde, ya en lo alto de las montañas, nos encontramos con un pequeño búfalo vietcong. No sé qué estaría haciendo allí —no había granjas ni arrozales—, pero lo perseguimos y lo atamos con una cuerda y lo condujimos a una aldea abandonada donde nos dispusimos a pasar la noche. Después de cenar, el Rata Kiley se le acercó y le acarició el hocico.

Abrió una lata de raciones de campaña, cerdo con judías, pero el pequeño búfalo no se mostró interesado.

El Rata se encogió de hombros.

Dio un paso atrás y le pegó un tiro que le atravesó la rodilla delantera derecha. El animal no emitió ningún sonido. Cayó pesadamente y volvió a levantarse, y el Rata apuntó con cuidado, disparó y le arrancó una oreja. Le disparó en los cuartos traseros y en la pequeña giba. Le pegó dos tiros en los flancos. No quería matarlo, sólo herirlo. Le apoyó el cañón del fusil contra la boca y la hizo desaparecer de un tiro. Nadie dijo nada. El pelotón entero lo estaba mirando, presa de sentimientos encontrados, pero nadie sentía demasiada piedad por el pequeño búfalo. Curt Lemon estaba muerto. El Rata Kiley había perdido al mejor amigo que tenía en el mundo. Más adelante, aquella misma semana, le escribiría una larga carta personal a la hermana del muerto, que no le contestaría, pero por el momento su problema era el dolor. Le cercenó la cola de un tiro. Le arrancó a balazos trozos de las faldas. Nos envolvía el olor del humo, de la sangre y de la jungla, y la noche era húmeda y muy cálida. El Rata puso el fusil en automático. Disparó al azar, como sin darse cuenta, rápidas ráfagas al vientre y los cuartos traseros del pequeño búfalo. Después cambió el cargador, se agachó, y le disparó en la rodilla delantera izquierda. El animal volvió a caer pesadamente y trató de levantarse, pero esta vez no pudo lograrlo. Se tambaleó y cayó de costado. El Rata le disparó en el hocico. Se inclinó hacia adelante y susurró algo, como si le hablara a un animal de compañía, después le disparó en la garganta. Durante todo el rato el pequeño búfalo permaneció en silencio, o casi en silencio, pues sólo emitía un leve sonido burbujeante por el sitio donde había estado su hocico. Se quedó tendido muy quieto. Sólo se movían sus ojos, que eran enormes y estúpidos, con las pupilas de color negro brillante.

El Rata Kiley estaba llorando. Trató de decir algo, pero cruzó el fusil sobre el pecho y se fue, solo.

Los demás formábamos un círculo indeciso alrededor del pequeño búfalo. Durante cierto tiempo nadie habló. Habíamos sido testigos de algo esencial, de algo insólito y profundamente significativo, algo nunca visto, y tan asombroso que aún no tenía nombre. Alguien pateó al pequeño búfalo.

Seguía vivo, aunque sólo lo demostraban sus ojos.

—Increíble —dijo Dave Jensen—. En toda mi vida nunca he visto algo así.

—¿Nunca?

—No. Ni nada que se le pareciera.

Kiowa y Mitchell Sanders cargaron al pequeño búfalo; Lo transportaron a través de la plaza abierta, lo levantaron en alto y lo tiraron al pozo de la aldea.

Después nos sentamos a esperar que el Rata se serenara y volviera.

—Increíble —seguía diciendo Dave Jensen—. Algo insólito.

Nunca había visto nada semejante.

Mitchell Sanders sacó el yo-yo.

—Bueno, así es Vietnam —dijo—. El jardín del mal. En este sitio, chico, cada pecado es realmente nuevo y original.

¿Cómo generalizas?

La guerra es el infierno, pero eso no significa ni la mitad de lo que es, porque la guerra es también misterio y terror, y aventura y valor, y descubrimiento y santidad, y lástima y desesperación, y ansiedad y amor. La guerra es asquerosa; la guerra es divertida. La guerra es excitante; la guerra es monótona. La guerra te convierte en hombre; la guerra te convierte en muerto.

Las verdades son contradictorias. Puede argumentarse, por ejemplo, que la guerra es grotesca. Pero a decir verdad la guerra también es bella. A pesar de su horror, no puedes menos que quedarte boquiabierto ante la horrible majestuosidad del combate. Sigues con la mirada las ráfagas de balas trazadoras, que se despliegan en la oscuridad como brillantes cintas rojas. Te agachas al acecho mientras una luna fría, impasible, se alza sobre los arrozales por la noche. Admiras las cambiantes simetrías de la tropa en movimiento, las armonías de sonido y forma y proporción, las grandes cortinas de fuego metálico que caen desde una nave de guerra, las bengalas de iluminación, el fósforo blanco, el resplandor anaranjado purpúreo del napalm, el intenso brillo rojo de un cohete. No es bonito, exactamente. Es asombroso. Te deja absorto. Se apodera de ti. Lo odias, sí, pero tus ojos no. Como un terrible incendio forestal, como el cáncer bajo el microscopio, cualquier batalla o incursión de bombardeo o descarga de artillería tiene la pureza estética de la indiferencia moral absoluta —una belleza poderosa, implacable—, y una auténtica historia de guerra te contará la verdad sobre esto, aunque la verdad sea horrible.

Generalizar sobre la guerra es como generalizar sobre la paz. Casi todo es cierto. Casi nada es cierto. En el fondo, quizá, la guerra no es más que otro nombre de la muerte, y, sin embargo, cualquier soldado te contará, si cuenta la verdad, que la cercanía de la muerte conlleva una correspondiente cercanía de la vida. Después de un intercambio de disparos, siempre se siente el placer inmenso de estar vivo. Los árboles están vivos. La hierba, el suelo: todo. Todo lo que te rodea está vivo, y tú también, y el hecho de estar vivo te hace temblar. Sientes una percepción intensa, extrasensorial, de ti mismo como ser viviente: de tu ser más auténtico, el ser humano que deseas ser y en el que te conviertes entonces a fuerza de desearlo. En medio del mal quieres ser un hombre bueno. Quieres la decencia. Quieres la justicia y la cortesía y la concordia entre los hombres, cosas que no sabías que querías. Existe una especie de generosidad en eso, una especie de santidad. Aunque parezca un contrasentido, nunca estás más vivo que cuando estás casi muerto. Te das cuenta de lo que es valioso. Como si fuera una novedad, como si acabaras de descubrirlo, amas lo mejor que hay en ti mismo y en el mundo, todo lo que podría perderse. Cuando cae el ocaso te sientas en tu pozo de tirador y contemplas el río ancho que se vuelve rojo rosado, y las montañas que están más allá, y a pesar de que por la mañana deberás cruzar el río y meterte en las montañas y hacer cosas terribles y tal vez morir, sin darte cuenta te abstraes en la contemplación de los espléndidos colores del río, sientes admiración y respetuoso asombro ante la puesta del sol, y estás inundado por un amor áspero, punzante, por el mundo como podría ser, y siempre debería ser, pero no es ahora.

Mitchell Sanders tenía razón. Al soldado común, al menos, la guerra le comunica la sensación —la textura espiritual— de una gran niebla fantasmal, densa y permanente. No hay claridad. Todo se arremolina. Las antiguas reglas ya no son válidas, las antiguas verdades ya no son ciertas. El bien se derrama sobre el mal. El orden se funde con el caos, el amor con el odio, la fealdad con la belleza, la ley con la anarquía, la civilización con el salvajismo. Los vapores te envuelven. No puedes distinguir dónde estás, o por qué estás allí, y la única certidumbre es una abrumadora ambigüedad.

En la guerra pierdes tu sentido de lo definido y, por lo tanto, tu propio sentido de lo que es verdad, y en consecuencia puede decirse sin titubear que en una auténtica historia de guerra nada es nunca absolutamente cierto.

A menudo, una auténtica historia de guerra ni siquiera tiene sentido, o no se lo encuentras hasta veinte años después, mientras duermes, y te despiertas y sacudes a tu esposa y empiezas a contarle la historia; pero resulta que cuando llegas al final has vuelto a olvidar su sentido. Y después te quedas tendido largo rato viendo la historia en tu cabeza. Escuchas la respiración de tu esposa. La guerra ha terminado. Cierras los ojos. Sonríes y piensas: ¡Diantre, no le veo el sentido!

Ésta me despierta:

En las montañas, aquel día, vi cómo Lemon se volvía de costado. Se reía y le decía algo al Rata Kiley. Después avanzó de un modo muy raro, pasando de la sombra a la luz refulgente del sol, y la granada de mortero puesta como trampa le hizo volar hacia un árbol. Sus restos quedaron colgados, así que a Dave Jensen y a mí nos ordenaron trepar y bajarlos del árbol. Recuerdo el hueso blanco de un brazo. Recuerdo fragmentos de piel y algo húmedo y amarillo que debían de ser los intestinos. Los restos ensangrentados eran horribles, y su recuerdo me acompaña. Pero lo que me despierta veinte años después es Dave Jensen cantando «Lemon Tree»[juego de palabras entre el apellido del soldado muerto y Lemon Tree (limonero)] mientras recogíamos los restos.

Puedes reconocer una auténtica historia de guerra por las preguntas que haces. Alguien cuenta una historia, digamos, y cuando termina preguntas: ¿Es auténtica?, y si la respuesta es importante, ya tienes tu respuesta.

 Por ejemplo, todos hemos oído ésta: Cuatro soldados van por un sendero. Aparece una granada volando. Uno de ellos se lanza sobre la granada y «absorbe» la explosión, y salva a sus tres compañeros.

¿Es auténtica?

La respuesta es importante.

Te sentirías engañado si nunca hubiese ocurrido. Sin la base de la realidad, no es más que mera propaganda, Hollywood puro, falsa en el sentido en que todas esas historias son falsas. Sin embargo, aun cuando hubiese ocurrido —y tal vez ocurrió, todo es posible—, incluso entonces sabes que no puede ser auténtica, porque una auténtica historia de guerra no depende de ese tipo de verdad. Que haya ocurrido punto por punto es irrelevante. Una cosa puede ocurrir y ser pura mentira, o puede no ocurrir y ser más verdadera que la verdad. Por ejemplo: Cuatro hombres van por un sendero. Aparece una granada volando. Uno de ellos salta sobre la granada y «absorbe» la explosión, pero es una granada muy potente y todos mueren. Antes de morir, sin embargo, uno de los soldados dice: «¿Por qué lo hiciste?», y el que saltó dice: «Es la historia de mi vida, hombre», y el otro trata de sonreír, pero está muerto.

Ésa es una historia auténtica que nunca ocurrió.

Veinte años después, aún puedo ver la luz del sol sobre la cara de Lemon. Puedo verle volverse, mirar hacia atrás al Rata Kiley, reírse y avanzar de aquel modo tan raro desde la sombra a la luz del sol, con la cara de pronto bronceada y brillando, y en el instante en que bajó el pie, debió de pensar que era la luz del sol la que lo mataba. No fue la luz del sol. Fue una granada de mortero oculta. Pero si alguna vez yo pudiera atar todos los cabos de esa historia, cómo el sol pareció concentrarse alrededor de Curt Lemon y alzarlo en el aire y llevarlo a lo más alto del árbol, si pudiera recrear de algún modo la blancura fatal de aquella luz, el rápido fogonazo, la obvia relación de causa a efecto, entonces todos creerían la última cosa que Curt Lemon creyó, que para él tuvo que haber sido la verdad final.

A veces, cuando cuento esta historia, alguien se me acerca después y dice que le gustó. Siempre es una mujer. Por lo común, es una mujer mayor de temperamento bondadoso e ideas humanitarias. Me explica que, por principio, odia las historias de guerra; no puede comprender por qué la gente quiere revolcarse en lo sangriento y lo morboso. Pero ésta le gustó. El pobre búfalo pequeño la entristeció. A veces incluso derrama unas pocas lágrimas. Lo que yo debería hacer, me dice la mujer, es dejar todo eso atrás. Buscar nuevas historias que contar.

Esto no se lo diré, pero lo pensaré.

Recordaré la cara del Rata Kiley, su pena, y pensaré: Estúpida mamona.

Porque la mujer no había escuchado.

No era una historia de guerra. Era una historia de amor.

Pero no puedes decir eso. Todo lo que puedes hacer es contarla una vez más con paciencia, agregando y quitando, inventando algunas cosas para llegar a la verdad real. Mitchell Sanders no existió, le dices a la mujer. Ni Lemon, ni el Rata Kiley. Ni el cruce de senderos. Ni el búfalo pequeño. Ni las enredaderas ni el musgo ni los capullos blancos. Del principio al fin, le dirás a la mujer, todo es inventado. Hasta el último maldito detalle: las montañas y el río y, en especial, el estúpido búfalo pequeño. Nada de eso ocurrió. Nada de eso. Y aun cuando hubiera ocurrido, no ocurrió en las montañas, ocurrió en una aldehuela de la península de Batangan, y llovía a mares, y una noche un tío llamado Apestoso Harris despertó gritando con una sanguijuela prendida de la lengua. Puedes contar una auténtica historia de guerra si no paras de contarla.

Y en último extremo, desde luego, una auténtica historia de guerra nunca trata de la guerra. Trata de la luz del sol. Trata de ese modo tan especial con que el amanecer se despliega sobre un río cuando sabes que debes cruzar el río y marchar hacia las montañas y hacer cosas de las que tienes miedo. Trata del amor y la memoria. Trata de la pena. Trata de hermanas que no contestan las cartas y gente que no escucha.

Tim O’Brien

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