Tras publicar hace unos días el relato «El guardavía», de Charles Dickens, recordé que yo mismo había publicado, hace bastantes años, en el libro Un elefante en Harrods (De la Luna Libros), un cuento de temática similar (aunque muy diferente, a la larga, de la propuesta de Dickens).
El cuento se llama «Los trenes fantasma», y lo comparto hoy con vosotros.
LOS TRENES FANTASMA (relato de Francisco Rodríguez Criado)
Cada tarde, al salir del colegio, mis compañeros y yo echábamos a correr en dirección a la estación de ferrocarril, que estaba en las afueras, muy cerca del barrio de los mineros. Allí fue donde empezamos a fumar a hurtadillas los primeros cigarrillos. Nos gustaba poner monedas sobre la vía a la espera de que el tren las deformara a su paso. El guardabarreras siempre nos regañaba, por el asunto de las monedas y por otras travesuras, y como le hacíamos burla acabó por tomarnos ojeriza. Por suerte teníamos buenas piernas y nunca nos pillaba a la carrera.
Pasábamos las horas muertas en la estación, ese mundo nuevo para nosotros donde la gente iba y venía con sus maletas y sus sueños, y donde las parejas se escondían tras el muro del deseo para que nadie pudiera sorprenderlas mientras se besaban.
Era como el cine. Un cine sin taquilla, sin butacas, sin acomodador, un cine al aire libre.
En mi afán por contribuir al séptimo arte, imaginaba que cuando fuese mayor tendría una novia rubia muy guapa, de piel blanquecina, los ojos claros, una de esas extranjeras del Este que te miran desde las alturas… cuando te miran. Mi extranjera vendría y se iría en tren, claro. Para que pudiéramos llenar unos minutos del metraje con ventanas, despedidas y besos.
Volviendo a la realidad, la estación era nuestra segunda casa. Y la de aquellos hombres olvidados, de mediana edad, que se agrupaban en el andén o a la puerta de la cafetería para hablar de sus cosas. Hombres como otros cualesquiera, sombras de sí mismos, hombres descoloridos y un poco agrietados, siempre con los zapatos zurcidos por el pasado y los ojos nublados por la desidia.
Pero ocurrió que un día los trenes comenzaron a llegar vacíos. Nosotros nos empinábamos para mirar por las ventanillas tratando de averiguar qué ocurría en su interior… Nunca conseguimos ver a un solo pasajero. Tampoco al conductor, cuya cabina estaba igualmente vacía. ¿Quién se encargaba, pues, de conducir aquellas máquinas? Nadie lo sabía.
En el ayuntamiento se celebró un pleno para tratar la cuestión. El partido gobernante dijo que no tenía sentido permitir la entrada en la estación de trenes fantasma. Querían derribar la estación porque “se había quedado obsoleta”. “Es un gasto innecesario –añadían–. Podríamos hacer un jardín botánico que ocupara su lugar”. Pero la oposición, como corresponde, se negó en rotundo. Los trenes vacíos, obstinados, continuaron bramando desde el horizonte.
Ante la falta de clientela se cerró la cafetería y el quiosco de las revistas, y se trasladó la parada de taxis al centro urbano.
Los chicos dejamos de ir a la estación.
Yo soy el único que se atrevería, muchos años después, a subir a uno de aquellos trenes. “Ahora sabremos qué demonios pasa”, me dije. Convoqué a los periodistas. Los curiosos se apelotonaron en el andén, ansiosos de conocer mi veredicto tras la ronda de reconocimiento. Abrí la puerta con mucho esfuerzo. Y con miedo… ¿Y qué había allí? Nada. Nadie. Polvo. Olvido. Ventanas empañadas de ausencia durante años.
El aire era turbio y olía a perros muertos.
Una triste imagen, aquella.
Al bajar, todos me abordaron con agitación.
–¿Qué has visto?
–¿Es cierto que está vacío?
–¿Quién lo conduce?
–¿Adónde se dirige?
Aseguré con desparpajo que aquellos vagones estaban atestados de pasajeros: artistas, cantantes, músicos, pintores, escultores, empresarios… E incluso había una princesa muy elegante que fumaba cigarrillos largos y cubría sus finas manos en guantes rojos de seda.
–¿No habéis escuchado la música de la orquesta? Tienen un violinista francés muy bueno –añadí–. Según me ha contado el revisor, es famoso en el mundo entero.
Se sintieron felices al escuchar mi crónica.
Desde aquella tarde la cafetería y los taxistas de la estación no dan abasto en atender las demandas de los numerosos pasajeros que nuevamente bajan y suben al tren. Cada tarde los observo con fruición mientras, sentado en un banco del andén, espero la llegada de mi rubia del Este.
«Los trenes fantasma», Francisco Rodríguez Criado, Un elefante en Harrods
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