La escritora y periodista búlgara Rossi Vas nos ofrece dos relatos de su libro Historias que huelen a vinagre , una colección de 99 relatos cortos de misterio y terror, fantasía y drama.
Las dos narraciones que podéis leer a continuación tienen a chicos como protagonistas.
LA MORALEJA DE LOS ZAPATOS INVISIBLES
Pietro era un chico rebelde y curioso pero de buen corazón, que hacía las cosas de una manera diferente a los demás niños de su edad: ni mejor, ni peor, simplemente diferente. Esto definía su carácter e ímpetu en todo lo que debería y no aplicaba de los valores, que le inculcaba su madre. Ella era una trabajadora que se quedó viuda, cuando él todavía estaba en sus entrañas. A partir de entonces, le tocó cuidar sola de su hijo, quien no le hacía caso e iba a su bola. A menudo, los vecinos llamaban a su puerta para quejarse: o iba con el tirachinas detrás de los gorrioncillos, o rompía los cristales de los negocios. Cansada de la dura vida, ella le tiraba de las orejas. Castigado en un rincón, Pietro se arrodillaba sobre granos de maíz, con la mirada dirigida hacia el cielo infinito: pensaba en la libertad que le hubiera gustado tener para ingeniar tonterías, a las que orgullosamente llamaba “asuntos de hombres”. Su madre, con la espalda arqueada encima del barreño, le lavaba la camisa manchada de barro. Mientras la sacudía, le echaba miradas de enojo, a las que él respondía haciéndose el despistado, y levantaba los hombros: “¡Si no estoy haciendo nada, mamá!”
Pobre mujer, se fatigaba como una burra fregando las casas ajenas, con el único objetivo de sacarle adelante. Mientras tanto, este malhechor no paraba de idear cosas, después de las cuales volvería a arrodillarse sobre las vainas de maíz. “¿No te cansas de ponerme en evidencia?”, le reprochaba ansiosa. Pietro interpretaba la pregunta textualmente y se defendía con unas réplicas ridículas, que la volvían aún más furiosa. Después de la bronca, siempre proseguía un descanso. A pesar de todo, el rato en el que se quedaba quieto no duraba mucho, porque su cabeza era capaz de fantasear fechorías justo cuando estaba castigado: para que este momento no fuera tan duro, comenzó a comerse los granos crudos del maíz para verificar qué le pasaría. Por supuesto, no le pasaba nada, pero cuando su madre le descubrió, con los brazos levantados hacia el cielo lloró: “Dios, ¡llévame contigo!”. Esto no le asustó, aunque la amargura se le quedó en la garganta. A partir de aquel momento, prometió tirar el tirachinas y convertirse en un chico ejemplar. Para darle peso a su promesa, exclamó que si no rectificaba, ¡que se lo llevara el Diablo! Ella era creyente y no quiso discutir, solamente contestó: “Escucha bien lo que te voy a decir… Cada vez que cuentes hasta sesenta, en alguna parte del mundo muere un niño por explotación infantil. Así que tienes suerte”. Dijo eso sacudiendo el índice levantado para darle importancia a sus palabras. Él se quedó reflexionando por un rato, pero como lo de pensar no era lo suyo, se lanzó a la calle para averiguar esa información.
Empezando por que todos sus amiguitos ayudaban a sus padres en los negocios aunque desganados, la primera puerta a la que llegó, fue la del zapatero del pueblo. Éste provenía de una familia humilde, en la que el oficio se heredaba desde hacía generaciones. El pequeño saltamontes entró por la puerta y sin saludar ni al padre ni al hijo rodeados de herramientas, preguntó:
–¿Cuánto valdría la reparación de mis zapatos?
Conociéndole, el hombre tardó en contestar. Le miró los pies descalzos, que deambulaban dejando su huella en el polvoriento camino. Debería inventar algo divertido para ese pícaro, no simplemente soltar una respuesta precipitada. Dijo pensativo:
–Depende. Si los zapatos invisibles que llevas puestos son nuevos, valdría menos que si ya los has desgastado corriendo por la calle con tu tirachinas.
A esta lección, el mocoso no le hizo ni caso. El otro niño tampoco la entendió y levantó los hombros, como diciendo: “Y a mí qué me cuentas”. Pietro, decidido a descifrar el enigma, gritó:
–¡Que sepas que si me los repara tu hijo es explotación infantil! Cada vez que cuentes hasta sesenta, en alguna parte del mundo muere un niño. Tú verás lo que haces con tu conciencia.
Su índice se irguió amenazador. El otro no aguantó la risa. Le cogió de los pies sucios con las uñas mal cortadas y le ordenó que saltara. El malhechor, atrapado entre sus brazos, intentó escapar. Se agitó hasta que logró liberarse. Una vez desecho del agarre, soltó un suspiro de alivio y le hizo una burla con la lengua. El zapatero se echó a reír a carcajadas.
–¿Ves cómo te has liberado cuando has querido? Esto vale para la esclavitud infantil.
Mientras corría, su risa le llegaba por detrás rompiéndose en ondas sonoras de unos significados, que el pequeño pícaro dudosamente comprendía. No obstante, sí comprendió lo último que le llegó a los oídos:
–¡Si lo que quiere tu madre, es que la ayudes!
GRANOS DE ARROZ PARA LOS POBRES
El paquete de arroz se desplomó en el recién fregado suelo, y sus granos, finos como unas lágrimas inocentes, se esparcieron por todas partes. La fragilidad de esa instantánea e inesperada caída fue potente como una ola marina de aquellas, que provocan ganas incontrolables de que uno se sumerja en el agua, pero a la vez, imponen un miedo racional frente a las consecuencias.
Las baldosas limpias del pasillo brillaban como nuevas, y los reflejos de las caras infantiles en sus rectángulos se movían, distorsionando sus sonrisas de burla. Un escupitajo se quedó pegado en los rizos de Mateo. Él se levantó indeciso y lentamente sacudió de sus pantalones las gotas del friegasuelos y los restos de arroz. Los índices de sus compañeros le estaban apuntando, con una malicia que era poco habitual para sus cabezas, mal peinadas, de diezañeros. Todos eran de su clase, hijos de familias humildes. Para sus padres, el colegio era algo sagrado, un templo de sabiduría a donde se iba para obedecer a los maestros, cosa que muchos de los alumnos no aplicaban.
Una niña bajita y rubia se atrevió a acercarse al niño caído, para intentar ayudarle a recoger lo que quedaba de su arroz, tirado en un rincón. Allí, unos robustos chicos daban fuertes golpes de rabia al paquete, que retumbaban lúgubres en las paredes olientes a moho. El chico alto, de cabeza rapada, la empujó en el suelo nada más viendo que tenía intención de ayudar a Mateo. Su mirada, llena de ira, la hizo pararse de miedo, y ella se quedó encogida en las baldosas. Ni siquiera se puso a llorar, solo se masajeaba la rodilla que sangraba con un fino chorrito. Los otros niños la rodearon, para que no se moviera de ahí.
–¡Silencio! ¿Qué está pasando aquí?
La repentina voz rigorosa de la directora hizo que todos se quedaran clavados en sus sitios. Tampoco se atrevió a moverse el alto niño de cabeza rapada, pero sus ojos miraban furiosamente por todos lados. Estaban todos firmes como soldados, en sus uniformes de color azul grisáceo. Solo una niña, la morena que no llevaba uniforme, se limpió ruidosamente la nariz con la manga. Luego otra vez volvió a reinar un profundo silencio. La directora se acercó a Mateo y le miró fijamente. Sus pantalones tenían unos grandes parches en las rodillas, de color rojo que destacaba en el uniforme.
Nadie tuvo el coraje de responder a la pregunta de la señora Lobo. La multitud había disminuido en un insignificante campo de arroz, donde los dispersos granos relumbraban como perlas. Los destellos relucían en las estremecidas caras de los alumnos y, solitarias, se difundían en los cristales de las ventanas.
En ese momento de incómodo y severo silencio, al final del pasillo se oyó el crujido de una puerta. Poco después, se vio la jorobada figura de una mujer vieja de pelo gris azulado como el hielo, bajo el pañuelo con rosas rojas grabadas, que era la única cosa bella y alegre en ella. Se acercaba lenta, como si no tuviera prisa por ir a ningún lado. Cuando al final llegó, dejó en el suelo el pesado saco con alimentos, que apoyaba encima de su joroba, y exclamó en voz alta:
–Mateo, hoy todos han aportado su grano de solidaridad hacia los pobres. ¡Solo tú no has traído nada!
Dicho eso, susurró algo al oído de la directora, mostrando con su mirada el suelo poblado de arroz. Aquella asintió con la cabeza. La anciana del pañuelo de rosas recogió su saco y se fue tal y como había aparecido. Solo su oscura joroba se quedó a tapar, por un largo rato, la luz de las ventanas. La señora Lobo dio la orden de que todos volvieran a clase, excepto Mateo, a quien señaló para que la acompañara a su despacho.
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