Su cara desairada, casi santa
–como de Cristo santa es la madera–,
tallada con pincel, es tan severa
que de solo mirarla ya me espanta.
Mientras manda callar, la cruz levanta
la venerada madre misionera.
Y torna su apariencia más austera
el tosco manto, pues parece manta.
No es natural la luz, es luz sagrada
la que alumbra sus manos –santa y culta–:
triunfo de una paleta consumada.
Pero ese feroz gesto que no oculta
la amenaza de un golpe al no creyente,
no parece devoto ni indulgente.
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