Ernesto Bustos Garrido nos recomienda un libro de William Trevor, la colección de relatos Una relación perfecta, y nos da un fragmento del libro.
Sobre la escritura de William Trevor
El escritor irlandés William Trevor es por momentos, oscuro. Es oscuro en su forma de construir las historias de sus cuentos y relatos. Pero debería ser deliberado. Como si hubiese sido el alumno más aventajado de Gabriel García Márquez, nunca cuenta todo, y así envuelve en una suerte de tul o una gasa médica a sus personajes, no permitiéndoles mostrarse a rostro descubierto, para representarse tal cual son. Pero es su estilo.
Este cuento que ha bautizado como «Los niños», extraído de su libro Una relación perfecta, está dentro de su estándar neblinoso. Ha muerto la madre, y esposo e hija la despiden en el camposanto. Connie se ha quedado huérfana de madre y es todavía pequeña. Sin embargo, acusa una prematura madurez en ciertos asuntos. Cuando, pasado un tiempo desde la muerte de su madre, el padre inicia una relación con una mujer conocida de la familia, la chica toma una cierta distancia de su progenitor, la que se transforma en hosquedad al momento en que él le comunica a la familia que volverá a casarse. Y allí comienzan las oscuridades, porque nunca se ven con claridad los reparos o las razones por las cuales Connie rechaza a su futura madrastra. El padre entra en una fase de desconcierto y se alarma porque él siempre pensó que la chica iba a hacer buenas migas con la nueva dueña de casa.

El relato tiene aspectos destacables, pero lo que más resalta es la armonía de la escritura. Trevor puso mucho esmero en la construcción de cada frase del relato porque de allí fluyen las conjeturas de la historia y explican lo que por momento aparece como inexplicable.
William Trevor nació en Mitchelstown, condado de Cork, el 24 de mayo de 1928 y ddejó de existir en Dublín, el 20 de noviembre de 2016. Fue un historiador, novelista y dramaturgo irlandés de gran éxito. Su primera novela, A Standard of Behaviour, fue publicada en 1958, pero tuvo poca aceptación de la crítica. El libro que contiene el cuento «Los niños» se editó como «Cheating At Canasta» (Viking, 2007) y se tradujo como «Una relación perfecta» (Salamandra, 2012).
Ernesto Bustos Garrido
Los niños, un cuento de William Trevor (fragmento inicial)
–Tenemos que irnos –dijo el padre de Connie, y ella no dijo nada.
Los dos hombres se quedaron inmóviles con sus palas, vacilantes. Todos los demás, incluido el señor Crozier, que había oficiado la ceremonia fúnebre, se habían alejado de la tumba. Los coches se ponían en marcha o abandonaban ya el aparcamiento, junto al muro de la iglesia, en la estrecha calle.
–Debemos irnos, Connie –repitió su padre.
Connie se palpó el bolsillo del abrigo para buscar la arandela del pañuelo, y por un momento pensó que la había perdido, pero pronto notó el estrecho aro de plata. Sabía que no era de plata, pero siempre habían hecho como si lo fuera. Se inclinó para echarla sobre el féretro y cogió la mano que su padre le tendía.
Junto a la verja del camposanto alcanzaron a los últimos asistentes al funeral, la señora Archdale y los hermanos Dobbs, Arthur y James, ya ancianos.
–Vengan a casa –los invitó el padre por si no se les había transmitido la invitación.
Pero la gente ya lo sabía: los coches que se alejaban iban todos en la misma dirección, hacia la casa situada a cinco kilómetros y medio de allí, todavía dentro del término municipal de Fara, pero por muy poco.
Connie habría preferido algo distinto. La habría gustado que la casa estuviera en silencio, y había imaginado que esa tarde su padre y ella recogerían las pertenencias de su madre, las ordenarían según se ordenasen las cosas de los muertos, mientras su padre le explicaba cómo debía hacerse. Habría creído que los dos se quedarían solos después del entierro, haciendo esas cosas, porque era el momento de hacerlas, porque eso era lo que uno quería.
La agonía de su madre y la muerte misma se habían desarrollado de una manera ordenada y previsible. Connie sabía desde hacía meses que ocurriría, sabía desde hacía semanas que echaría la arandela del pañuelo sobre el féretro en el último momento. «Em Brown Thomas», había contestado su madre cuando Connie le preguntó dónde la había comprado, y se la había dado porque ya no la quería. Esa tarde en el silencioso dormitorio, habría otras cosas: broches y pendientes conocidos, ropa y zapatos, claro está; objetos sueltos en los cajones. Pero su padre y ella estaban preparados.
–¿Estás bien Connie? –preguntó él, doblando a la izquierda en lugar de seguir por la carretera de Knocklofty, que era el camino más largo.
No había sufrido dolor; eso se había resuelto bien. Mientras estaba en el centro de cuidados paliativos, y cuando al final volvió a casa porque quiso regresar, se notó que no había sufrido dolor. «Porque rezamos para que así fuera, supongo”, había dicho Connie, cuando todo se acabó, y su padre coincidió con ella. Lo más importante era que no había sufrido dolor.
–Ah, sí estoy bien –contestó ella.
–Tienen que venir a casa. No se quedarán mucho rato.
–Lo sé.
–Me has dado fuerzas Connie.
Era sincero. Al principio, la fuente de la fuerza había sido él, y en esa etapa había velado por su hija antes de que ella empezara a corresponderlo.
–Ella querría que fuéramos hospitalarios –añadió innecesariamente, diciendo una obviedad.
–Sé que debemos serlo.
Connie contaba once años y tenía los ojos maternos, de un azul desvaído y el pelo del color de los tallos de maíz, también como su madre. Las pecas en la frente y el caballete de la nariz eran rasgos propios.
–Podemos ponernos a ello cuando se hayan ido –propuso ella mientras avanzaban dejando atrás las dos casas de campo donde ya no vivía nadie, cuesta abajo en el tramo que de pronto se oscurecía casi por completo bajo el ramaje entrelazado de las hayas.
A la señora Archdale la habían llevado los hermanos Dobbs, cuyo Ford Escort rojo ya estaba torciendo ante la verja. Por el desigual camino de acceso de otros vehículos avanzaban con cautela, observados por las ovejas cercadas a ambos lados.
–Pasen, pasen –invitó el padre de Connie a los asistentes al funeral, que ya habían bajado de sus coches y conversaban en voz queda en la grave frente a la casa. Era un hombre alto y delgado, ya algo canoso y facciones huesudas. Vestido ese día con colores lúgubres, resultaba considerablemente apuesto. Él sabía que su esposa moriría desde hacía mucho más tiempo que su hija, pero al principio siempre había habido cierta esperanza. A Connie se lo comunicó cuando ya no lo había.
La puerta de entrada no estaba cerrada con llave. La había dejado así, para que la gente entrara al llegar, pero nadie había entrado. La abrió y se hizo a un lado. Todos conocían el camino y la Señora O´Daly estaría adentro, con el té a punto.
William Trevor
Extraído del libro Una relación perfecta, William Trevor. Editorial Salamandra, Barcelona 2013. Tomado de la Biblioteca Viva – Plaza Egaña. Santiago–Chile

Ernesto Bustos Garrido (Santiago de Chile) es periodista de la Universidad de Chile, donde impartió clases así como en la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Diego Portales. Ha trabajado en diversos medios informativos, fundamentalmente en La Tercera de la Hora. Fue editor y propietario de las revistas Sólo Pesca y Cazar&Pescar.
Amante de los viajes y de la escritura, admira a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Nicanor Parra, Vicente Huidobro, Francisco Coloane, Ernest Hemingway, Cervantes, Vicente Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Ramiro Pinilla, Vargas Llosa, García Márquez, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo.
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