Patrick Senécal y la literatura de horror

Un crítico literario afirmó que literatura de terror y literatura de horror no son conceptos sinónimos. Terror es la obra de Bram Stocker. Es el creador de Drácula. También escribió terror H. P. Lovecraft. Y si seguimos, encontramos a Peter Straub y su novela Fantasmas. Edgar Allan Poe los inventó a todos. Patrick Senécal, de quien vamos a hablar, es un representante de la literatura de horror, aquella que causa espanto y un miedo de hospital psiquiátrico.

Patrick Senécal nació en 1967 en Drummondville, Quebec, Canadá, y comenzó a escribir cuando estaba en la escuela secundaria. Se autopublicó su ficción corta, mientras estaba allí. En 1994 publicó su primera novela, 5150 Rue des Ormes, a la que han seguido decenas de otras obras, algunas de las cuales han disfrutado de interesantes adaptaciones televisivas y cinematográficas. Ha sido denominado como el “Stephen King europeo”, pues sus novelas derraman un innegable oscurantismo con ciertos toques vandálicos. Ha publicado nueve novelas y un buen número de cuentos que utiliza para sus obras de teatro. Ganador del premio Boréal en 2001, su obra El umbral  ha sido adaptada al cine. En ella narra la historia de un escritor famoso, Thomas Roy, que llega a un hospital para enfermos mentales, con los diez dedos de sus manos amputados.

Ernesto Bustos Garrido

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El umbral, de Patrick Senécal (fragmento)

Ahora se podía afirmar con certeza que había matado a once niños.

Es lo que decía la radio esta mañana. El día anterior, eran nueve, pero habían muerto dos más en el hospital. Un niño y una niña, ambos de ocho años. De hecho, las once víctimas tenían la misma edad porque participaban en las mismas colonias urbanas. Había veintiún niños en la acera de la calle Sherbrooke, bajo la mirada protectora de dos monitores, cuando el policía llegó.

Esta imagen del policía se impone con crueldad en mi mente y me subleva. Porque esto es lo más terrible: no se trataba de un tipo cualquiera, sino de un agente de policía. Un protector de la población. El que debería haber intervenido para impedir la matanza… Me imagino al agente saliendo del vehículo, mirando a los felices chiquillos ponerse en fila delante de la entrada del jardín botánico… Algunos seguramente le saludaron con la mano.

A continuación, los disparos.

Los testigos —hubo varios; el cruce de Pie-IX y Sherbrooke no es un sitio desierto— debieron de buscar durante un buen rato el lugar de donde provenían las detonaciones. Aunque divisaban al policía empuñando el arma, posiblemente pensaron que también intentaba localizar al tirador loco.

Al final, cuando vieron que los niños se desplomaban uno a uno, cuando se dieron cuenta de que el agente no se movía y que apuntaba precisamente con su revólver a los críos, los cuales huían en todas direcciones…, entonces sí, lo comprendieron. Comprendieron lo inadmisible.

En fin… Es una manera de hablar. En realidad, no podemos comprender esta clase de cosas. Mientras conduzco mi coche, en este martes, 13 de mayo de 1996, y escucho esta historia terrible que la radio cuenta por enésima vez, caigo en la tentación de plantearme la clásica pregunta: ¿Qué empuja a la gente a realizar tales actos?

Pero desecho esta cuestión. En mis casi veinticinco años de psiquiatra, nunca he encontrado la respuesta, ni siquiera después de haber tratado algunos casos abyectos, como el de un hombre que descuartizaba a sus víctimas antes de violarlas o el de una mujer que habían encontrado en su casa comiéndose tranquilamente a sus hijos. Ni siquiera después de haber estudiado de cerca a estos individuos, he avanzado un milímetro. La gente los llama «monstruos». Como psiquiatra, no puedo calificarlos de ese modo, pero no es por falta de ganas…

Lo más desconcertante es que estos «individuos peligrosos» (llamémoslos así) con frecuencia parecen cualquier cosa, menos monstruos. Apostaría a que ese tal Archambeault (es el apellido del policía loco, un patronímico bastante común) llevaba una vida tranquila y desempeñaba su trabajo desde hacía varios años con un sentido ejemplar de la disciplina. Se ha dicho incluso que es padre de dos niños y que su mujer, en este momento, se vuelve loca intentando comprender lo que ha podido pasar por la cabeza de su marido. Además, en los próximos días, los periódicos no se privarán de darnos este tipo de detalles. También nos preguntarán a los psiquiatras lo que pensamos sobre este tema. Y nosotros llegaremos a la siguiente conclusión: psicosis. De un día para otro. Así es. La víspera, era un padre amante de sus dos hijos. Al día siguiente, mató a once niños en plena calle. Es perfectamente posible. Sin duda, descubriremos que el asesino tenía problemas financieros, amorosos o de cualquier otro tipo. Pero ¿es suficiente?, ¿esto explica el horror de su gesto? Por supuesto que no.

Por esta razón, dejé el Instituto Léno hace cuatro años y pedí el traslado. No podía tratar a más «individuos peligrosos». Es cierto que en el Instituto Léno no hay sólo casos de este tipo, pero de éstos, hay muchos. Además, después de la historia de Jocelyn Boisvert, me resultaba imposible continuar allí. Tengo cincuenta y dos años y deseo terminar mi carrera profesional con tranquilidad. Aquí, en el Hospital Sainte-Croix, estoy mejor. Mis pequeños esquizofrénicos y mis amables PMD (psicóticos maníaco-depresivos) son menos inquietantes. Cuando tienen problemas, los internamos unos días o unas semanas, los atiborramos de medicamentos y los mantenemos bajo control; luego, si se encuentran mejor, vuelven a su casa o con su familia de acogida. Así, pueden funcionar durante meses, antes de volver a vernos. No los comprendemos, nunca los curaremos de verdad, pero al menos son inofensivos, o casi.

Esto no impide que a veces me aburra. No de los horrores de este mundo (el horror nunca me producirá hastío) ni de la locura humana, sino de mi trabajo. Estoy harto de esta carrera que estoy condenado a perder paciente tras paciente. Al principio, la entendía como un desafío, pero luego llegó la frustración; después, la cólera, y al final, al cabo de unos años, la depre. El hecho de trabajar ahora con casos más sencillos no me satisface tanto. Quizás es menos complicado, pero el fracaso siempre está ahí. Conseguir calmar una crisis de esquizofrenia y enviar al paciente a la calle con una medicación más fuerte, para mí no es ningún éxito. Dentro de tres años, cuando me jubile, apenas sabré del ser humano un poco más que cuando entré en la universidad, hace un siglo. Esta constatación basta para que pierda todo el interés por mi trabajo, algo que me sucede desde hace varios años, mucho antes de dejar el Léno.

Por triste que sea esta decepción, sin embargo, es tranquilizadora. Aunque esté aburrido, aunque no crea en lo que hago, al menos he dejado de hacerme preguntas.

Sé que lo que digo es terrible. Un buen psiquiatra no tiene derecho a pensar de este modo, soy consciente de ello. Pero es que no me siento un buen psiquiatra. ¡Ni siquiera un psiquiatra a secas!

De manera que me preparaba para terminar mi carrera profesional con la certeza del fracaso cuando, aquella mañana, Thomas Roy apareció en mi vida.

Y lo trastocó todo. No me refiero sólo a que me devolvió la esperanza en la psiquiatría. Es mucho más complejo.

Thomas Roy me obligó a mantenerme en el umbral.

***

Salgo del ascensor y me dirijo hacia el ala de psiquiatría mientras repaso sin entusiasmo los pacientes que debo ver hoy. En la recepción, justo delante de la puerta de acceso a la unidad, Jeanne Marcoux charla con la recepcionista, café en mano, resplandeciente a pesar de sus ojos aún soñolientos. Es la única mañana de la semana que coincidimos en el hospital y, cada martes, ella me espera (siempre llega antes que yo) para que empecemos nuestra jornada juntos.

—¿La doctora Marcoux la está molestando, Jacqueline?

—En absoluto, doctor Lacasse. Me explicaba las alegrías de la maternidad y confieso que me dan ganas…

Observo burlón el vientre hinchado de Jeanne.

—No hay nada más pesado que una futura mamá, ¿verdad?

Jeanne me lanza una mirada cómplice, sonriente.

—Dentro de dos meses, no incordiaré a nadie, ¡lo prometo!

Nos damos un apretón de manos cariñoso. Cuando nos encontramos fuera, nos besamos en las mejillas, pero entre los muros de esta noble institución hay una ética que debemos respetar. Lo que resulta un fastidio, porque Jeanne Marcoux es más que una compañera, es una amiga. Trabajamos juntos desde hace un año y, a pesar de la diferencia de edad (ella tiene treinta y un años), nos hemos hecho amigos enseguida, sin ninguna intención oculta. Jeanne posee aún el celo y la pasión de los principiantes: cree que puede salvar el mundo, como en las películas. Desde luego, no seré yo quien la desilusione. Pronto lo estará. Además, es tan grato ver su pasión…

Nos volvemos hacia la puerta sobre la que está escrito: Sección de psiquiatría. Sólo personal autorizado.

—¿Una mañana dura? —me pregunta ella.

—Tengo que ver a siete pacientes. Parece que Simoneau ha pasado una mala semana. Sigue dando la tabarra a las enfermeras con sus historias de agentes secretos que lo buscan.

Entramos y nos encontramos con este decorado habitual: el centro del ala lo forma una gran estancia circular que, entre nosotros, llamamos Núcleo. Personalmente, siempre me ha parecido que el ala se parece más a un pulpo, con sus cuatro pasillos que se abren como una estrella. Tres de los tentáculos encierran las cuarenta camas disponibles, mientras que en el cuarto se sitúan el comedor, la sala de descanso, el taller de ergoterapia y la enfermería. El punto convergente de estos corredores-tentáculos lo constituye el despacho de la enfermera jefe, que también resultaría una hermosa cabeza de pulpo. Sin embargo, mi sentido de la metáfora no gustó a los empleados y todos rechazaron la alegoría de plano. Jeanne y yo cruzamos el «Núcleo» cuando distingo a Simone Chagnon, una de nuestras pacientes, una PMD que nos visita con regularidad desde hace unos diez años.

Patrick Senécal, literatura de horror

—Buenos días, señora Chagnon —la saluda Jeanne—. ¿Se encuentra bien esta mañana?

La señora Chagnon es paciente de Louis Levasseur, el tercer psiquiatra del departamento (con quien no coincido casi nunca porque él viene los lunes y los miércoles), pero ella sabe quiénes somos Jeanne y yo. Los pacientes que nos visitan con frecuencia acaban por conocernos a todos. Es el caso de la señora Chagnon, que asiente despacio, con una ligera sonrisa.

—Bah… Bah…

Tiene cuarenta y tantos años. Lleva el pelo entrecano recogido en un moño y el vestido, demasiado grande para ella, parece caerle pesadamente sobre sus hombros flacos. Su sonrisa desaparece; luego reaparece y vuelve a desaparecer.

—En cualquier caso, se la ve mejor que la semana pasada —añade Jeanne.

—Bah… Bah…

Sólo repite esta expresión, señal de que está más bien tranquila en este momento. La semana pasada se encontraba en plena crisis. Parece que los medicamentos la dejan bastante aturdida. Hasta su mirada, por lo general viva y algo inquietante, vaga en el vacío.—Me voy a desayunar —añade con voz apagada.

Y se aleja hacia el comedor. Jeanne se inclina hacia mí.

—Se la ve mejor. Seguramente, Louis la dejará salir la semana próxima.

«… y volverá dentro de seis meses», pienso.

—Doctor Lacasse, doctora Marcoux…

Es Nicole, la enfermera jefe, que camina hacia nosotros. Tan dulce, amable y sonriente como siempre. Nos comunica una noticia poco agradable.

—Tenemos un paciente nuevo que ha ingresado esta noche.

—¿Un paciente nuevo?

—Sí… Nunca ha estado hospitalizado en psiquiatría. Llegó a urgencias la noche del domingo al lunes, hacia las cuatro de la mañana. Lo tuvieron en observación durante veinticuatro horas y, esta noche, el psiquiatra de urgencias llamó para saber si disponíamos de una cama libre. Como quedaban algunas, lo subieron a las cinco de la mañana. Aquí tienen.

Y nos tiende un dossier con una sonrisa ligeramente divertida. Le dirijo una mirada sombría. Ella se divierte porque ve venir la clásica pelea entre Jeanne y yo. Una pelea no para determinar quién se ocupará de este nuevo caso, sino para saber el que no lo hará.

Mi compañera y yo nos miramos, incómodos. Aunque Jeanne es celosa de su trabajo, no es masoquista. Al final, sonríe mientras me pregunta con fingida ingenuidad:

—Tú tienes un cupo de casos muy bajo últimamente, ¿verdad?

—¿Me tomas por imbécil o qué?

Jeanne suelta una carcajada, encogiéndose de hombros. Yo suspiro al tiempo que me miro los pies. Luego me dirijo a Nicole. Ella nos tiende aún el dossier y su sonrisa, cada vez más radiante, indica que aprecia el espectáculo.

—¡Vaya, le provoca risa!

—En absoluto —miente sin el menor escrúpulo.

Jeanne señala su vientre con aire trágico.

—¡Me cogeré la baja maternal dentro de seis semanas, Paul!

¡Una buena razón!

—Esperen a saber de quién se trata —añade Nicole de pronto.

Nos volvemos hacia ella, vagamente intrigados. Es preciso aclarar que cada vez resulta más difícil despertar nuestra curiosidad ante un caso, pero cuando se trata de alguien conocido, eso nos anima un poco.

—¿Una personalidad? —pregunto.

—¡Desde luego! Lo crean o no, es Thomas Roy.

—¿Thomas Roy? —repite Jeanne—. ¿El escritor?

Hago una mueca, impresionado. Por supuesto que también conozco a Thomas Roy, el escritor más célebre de Quebec, conocido internacionalmente y traducido a una decena de idiomas. Incluso Hollywood ha producido varias películas basadas en sus novelas. Un caso único en nuestra literatura nacional.

—El mismo —responde Nicole.

Entonces oigo que mi joven compañera suelta una observación algo fuera de lugar.

—¡Vamos, no puede ser!

Digo «fuera de lugar» porque un psiquiatra no tiene la costumbre de sorprenderse hasta este punto ante un nuevo caso. Hace unos años, recuerdo que le comunicaron a Claude Letarte, un colega de entonces, que iba a ocuparse del caso de un político muy conocido (cuyo nombre omitiré) que acababa de tener un brote esquizofrénico. Letarte arqueó ligeramente las cejas y comentó con voz sobria: «¿De verdad? Quién lo hubiera creído…»; luego se dirigió con toda tranquilidad hacia la habitación de dicho paciente. Una actitud perfecta: serena, pausada…, en resumen, profesional. La reacción de Jeanne (que, en mi opinión, siempre actúa de forma profesional) me parece excesiva y poco objetiva.

La miro con extrañeza, pero ella aún tiene los ojos fijos en Nicole y, con el mismo aire de incredulidad, pregunta:

—¿Está segura de que es él?

—Por supuesto —responde la enfermera jefe, también sorprendida por la reacción de la doctora.

Jeanne se pasa una mano por su pelo corto, desconcertada. Si se hubiera enterado de que su amante es un cura que colgó los hábitos, habría reaccionado igual.

—¡Vaya! ¡No salgo de mi asombro!

Estoy a punto de preguntar las razones de su sorpresa cuando ella se vuelve hacia mí y casi me suplica:

—Paul, ¿me permites que me ocupe del caso?

Ahora me toca a mí quedarme atónito y suelto una carcajada:

—¡Por favor, Jeanne! Si insistes…

Me siento feliz de librarme del asunto con tanta facilidad. Jeanne coge el expediente de las manos de Nicole y lo hojea rápidamente. Luego arruga el ceño.

—¿No ha firmado la hoja de ingreso?

—No, se encontraba en estado catatónico. Además, aunque hubiera querido, no habría sido capaz de firmar nada.

—¿Por qué? —pregunta Jeanne sin levantar la vista del informe.

Nicole se aclara la voz antes de responder:

—Porque no tiene dedos.

Jeanne le lanza una mirada perpleja a la enfermera jefe.

—¿Cómo?

Confieso que el dato me intriga también y observo a Nicole, interesado. Ella se rasca la oreja y precisa:

—Le han cortado los diez dedos.

El expediente contiene una buena dosis de misterio. Conozco el contenido porque Jeanne ha insistido mucho en ello. «Tienes que leer esto», me ha dicho mientras me tendía la carpeta.

Thomas Roy vive en un lujoso edificio del barrio de Outremont, en el tercer piso de un inmueble de la calle Hutchison. La noche del domingo al lunes, los vecinos oyeron unos ruidos terribles que procedían de la casa del escritor, como si hubiera una pelea. A continuación, un estrépito de cristales rotos y, luego, nada. Un inquilino llamó a la policía. Llegaron dos agentes y derribaron la puerta de Roy.

—¿Por qué la derribaron? —inquiero—. No tenían un mandamiento…

Jeanne se encoge de hombros y continúa con la lectura del informe. En el interior, los policías descubrieron al escritor atravesado en la ventana. La mitad inferior de su cuerpo estaba en el interior de la casa, pero la otra mitad colgaba en el vacío.

—Por eso los policías derribaron la puerta —explica mi compañera—. Segura-mente, vieron desde la calle el cuerpo que colgaba por la ventana.

Los agentes liberaron a Roy de su precaria posición: unos centímetros más y habría caído desde una altura de tres pisos. Al romper el cristal, el escritor había sufrido algunos cortes, pero nada serio. En cuanto a los dedos, la ventana no tenía nada que ver: los habían encontrado sobre su gran mesa de trabajo, justo al lado de una guillotina (esa clase de instrumentos provistos de una bandeja y una larga cuchilla que sirven para cortar cincuenta hojas a la vez).

No había nadie más en el apartamento y el ordenador de Roy estaba encendido. Condujeron al escritor al servicio de urgencias del Sainte-Croix; había perdido mucha sangre a causa de las amputaciones. Le curaron las heridas y recuperó la conciencia poco después, aunque se encerró en un mutismo total. Lo tuvieron veinticuatro horas en observación. Como es soltero y no tiene hijos, llamaron a su agente, pero no estaba. Dejaron un mensaje en su casa. Durante todo este tiempo, Roy no tuvo ninguna reacción, ni a las intervenciones de los médicos ni a las preguntas del psiquiatra de urgencias, a nada. Cuando lo ponían de pie, se quedaba inmóvil, sin pestañear. Catatonia. Una roca se habría mostrado más colaboradora. Esta mañana, sobre las cinco, lo subieron a psiquiatría.

—¡Te das cuenta, Paul! —me dice Jeanne con discreción mientras recoge el expediente—. ¡Esta historia es demencial! ¡Thomas Roy! ¡Es tan famoso como un actor o un cantante! ¡Salía en los programas de televisión, en los acontecimientos importantes, en todas partes!

Nos encontramos en la sala de personal, que a esta hora se halla desierta, por suerte. Podemos hablar sobre Roy sin problemas.

—No sigo su carrera de cerca, pero me parece que lleva un tiempo fuera de la circulación, ¿no?

Jeanne hace un gesto afirmativo y los ojos le brillan de excitación.

—¡En efecto! Desde hace unos seis meses, ni entrevistas ni apariciones en público ni un libro nuevo… Desde el punto de vista mediático, había desaparecido. Los periodistas sabían dónde vivía, pero Roy no recibía a nadie ni devolvía las llamadas. ¡Él, que siempre le había gustado ser una estrella! Eso intriga a la gente, compréndelo…

La miro, impresionado.

—¿Cómo sabes todo eso, Jeanne?

Ella suelta una risita, entre divertida e incómoda.

—¿Aún no te has dado cuenta de que soy una admiradora de Roy, una gran admiradora?

Efectivamente, lo había pensado.

—Escribe novelas de terror, ¿no? ¿Te gusta este tipo de literatura?

—¡Mucho!

Y continúa con pasión:

—La semana pasada, un periódico titulaba: «¿Por qué Thomas Roy ignora a su público desde hace seis meses?» ¡Y, mira por dónde, lo encuentran atravesado en la ventana de su apartamento, catatónico y con los diez dedos cortados!

Jeanne levanta los brazos y los deja caer, suspirando.

—No entiendo nada.

—Sí, creo que me he dado cuenta… Incluso lo demuestras en exceso…

Es evidente que no ha captado mi alusión, porque prosigue:

—Oye, es la habitación número nueve, voy a verlo enseguida… ¿Vienes?

—No, tengo que visitar a mis pacientes.

—¡Vamos, Paul, pásate dos minutos! Una celebridad aquí es poco frecuente, ¿no?

Tiene razón. Esta noche, estoy seguro de que sorprenderé a Hélène si le cuento que hoy he visto a Thomas Roy. Un poco de emociones fuertes en casa, para variar…

—Sí… Sí, ¿por qué no? Dos minutos pues…

Entramos en el pasillo número uno y nos dirigimos hacia la habitación número nueve. Por el camino, nos cruzamos con el señor Lavigueur, uno de nuestros esquizofrénicos regulares. Le doy los buenos días, pero Jeanne apenas lo mira, ella que siempre saluda a los pacientes. Por suerte, el señor Lavigueur no parece muy consciente de lo que le rodea…

Al llegar a la puerta nueve, Jeanne vacila; luego da dos ligeros golpes. Ninguna respuesta.

—Te recuerdo que sufre catatonia.

—Nunca se sabe.

Jeanne duda de nuevo y se muerde una uña. Parece un obispo joven que se dispone a encontrarse con el Papa. Su actitud de fan empieza a irritarme. Al final, abre la puerta y entramos.

La habitación nueve es como las otras treinta y nueve habitaciones de la planta: una mesa pequeña, dos sillas, unos estantes y una cama sencilla. Las paredes son de color azul pálido. Thomas Roy está sentado en la cama. Lleva una camiseta blanca y negra y un pantalón vaquero. Lo primero que veo son sus brazos, que reposan sobre los muslos. Las manos desaparecen bajo las vendas, pero observo que, efectivamente, se encuentran cortadas por la mitad. No tiene dedos.

Por fin, examino el rostro del individuo. Desde luego, lo he visto varias veces en la televisión o en los carteles de las librerías, pero contemplar a una estrella en persona siempre supone descubrir una imagen diferente de la que suelen proyectar los medios de comunicación. En primer lugar, parece más viejo que en las fotos. Le echo cuarenta y cinco años, aunque cuando busco en mi memoria creo recordar que está al final de la treintena. Su cabello se está volviendo gris. Su cara es más bien larga y angulosa: mentón cuadrado, pómulos puntiagudos, nariz casi triangular y una boca extremadamente delgada. Surcan su piel pequeñas arrugas que huyen hacia la parte superior. Tiene barba de una semana y varios cortes que no revisten gravedad, causados por el cristal de la ventana, y que, además, no sangran. Está sentado, pero no me lo imagino muy alto. Es más bien delgado. En la tele, parecía más gordo…

Por supuesto, están sus ojos. Recuerdo que, en las fotos, su mirada era sorprendente: brillante, viva, llena de energía y sagacidad, unos ojos negros que destacaban sobre el resto de la cara, bastante corriente. Pero, en este momento, sus ojos no seducirían a nadie. Están ausentes, vacíos, sin emoción. Unos ojos que me resultan familiares, que he visto muchas veces en las personas catatónicas. Una mirada que la primera vez provoca un escalofrío en la espalda porque representa la nada.

En realidad, tengo la impresión de estar ante un «caso» como tantos otros, sin nada nuevo ni sorprendente. Salvo las manos. La ausencia de dedos me fascina.

Además, se trata de Thomas Roy en cualquier caso… Nunca habíamos recibido a un personaje famoso en el hospital. Y, digámoslo francamente, encontrarme frente a él, aunque jamás haya leído ninguno de sus libros, me produce cierto cosquilleo en el estómago. Pero nada comparable a la excitación de Jeanne.

Por fortuna se encuentra de repente más tranquila. Lo observa en silencio, minuciosamente. Ha recuperado su actitud profesional. Como prueba, pregunta con una voz serena y uniforme:

—Señor Roy, soy la doctora Marcoux. Éste es mi compañero, el doctor Lacasse. ¿Me comprende?

El escritor no reacciona. Sigue con la mirada fija en el vacío; la boca un poco abierta; el rostro desprovisto de emoción; los muñones vendados, apoyados dócilmente en los muslos…

Jeanne consulta el expediente y susurra:

—Ni una palabra desde que lo encontraron en su casa.

Lo observamos aún unos instantes. Roy permanece tan inmóvil que parece una estatua.

Me encojo de hombros y me dirijo hacia la puerta. Jeanne me sigue y, en el pasillo, me pregunta:

—¿Qué haces?

—¿Cómo que qué hago? ¡Me voy a trabajar! Roy es tu paciente, no el mío…

—Los dedos cortados… Es terrible, ¿verdad?

—Es impresionante, en efecto… Pero he visto personas en plena crisis psicótica infligirse mutilaciones mucho peores que cortarse los dedos…

Me aseguro de que el pasillo está vacío y le cuento:

—Hace diez años, en el Léno, una mujer fue al aseo y se puso a gritar como si la estuvieran matando. Cuando abrieron la puerta, se estaba desgarrando la vagina con las uñas. Decía que el diablo había entrado en ella por esa parte y que debía sacárselo. Había sangre por todas partes, Jeanne. La mujer se arrancaba el sexo con las dos manos y salpicaba las paredes.

El rostro de mi compañera se ensombrece. La historia es repugnante, cierto, pero la utilizo siempre para poner las cosas en su sitio.

—Estás empezando, Jeanne. Verás casos espantosos… Incluso aquí, en el Sainte-Croix, a veces nos pasan cosas poco agradables…

Mi pequeño sermón resulta paternal, pero no me importa. Lo digo como lo pienso.

—Eso si admitimos que Roy se ha cortado los dedos él mismo —observa ella.

—El informe de la policía nos lo dirá.

Miro de nuevo alrededor, incómodo por discutir sobre un caso en mitad del pasillo. Decido orientar el tema hacia algo menos confidencial.

—Yo no me sorprendo tanto como tú. ¡Y a ti te gustan las novelas de terror!

—Roy no escribe novelas de terror. ¡Escribe sobre el Horror con mayúsculas! Por esta razón, se le admira y se le traduce en todo el mundo. Por eso es el escritor más popular de la historia de Quebec. ¡Tiene una manera única de describir el horror! ¡Por Dios, Paul, te juro que sus novelas son terroríficas! ¡De verdad!

Se acerca un paso y pone cara de sincerarse.

—Aunque sea psiquiatra, aunque conozca los mecanismos de la mente humana, caigo en la trampa con cada uno de sus libros: me engancho hasta la última página, ¡como si tuviera dieciséis años! Te lo juro, soy incapaz de leer sus novelas de noche. ¡Incapaz! La última vez que lo intenté, me entró un miedo como nunca me había pasado… Posee la habilidad de introducirnos en cosas insoportables… Sus descripciones son tan detalladas… Y el ambiente, Paul, el ambiente de sus historias…

Jeanne reprime un escalofrío y concluye con toda la seriedad del mundo:

—Nunca había leído nada parecido.

Me limito a mover la cabeza algo desconcertado. En cualquier caso, ¡resulta sorprendente la fascinación que la gente siente por el terror! ¿Cómo puede alguien tener ganas de leer una novela que provoca un sentimiento que, de entrada, se debería querer evitar? Sin embargo, ahí están los hechos: Thomas Roy vende millones de libros en todo el mundo. Algo que me resulta incomprensible.

¡Y Jeanne! ¡Que la delicada y pacífica Jeanne lea eso!

—Entonces, ¿entiendes? —continúa ella—, encontrar al maestro del terror atravesado en una ventana, con los dedos cortados por una cizalla de oficina… Es algo especial…

—No más que si le hubiera sucedido a un mecánico, a un boxeador o a un parado, Jeanne. No más.

—Lo sé —admite ella con una ligera sonrisa—. Sólo me parecía una casualidad sorprendente. Pero no te preocupes, soy una admiradora, no una fanática…

Con un gesto le indico que se calle. Un paciente se acerca a nosotros.

—Doctor Lacasse…

Es el joven Édouard Villeneuve. Me mira con sus ojos eternamente inquietos.

—Se supone que hoy venía a verme, ¿eh, doctor Lacasse?

—Sí… Sí, Édouard, voy dentro de unos minutos…

Llevo seis años tratando a este muchacho. Estos últimos meses, vivía con su familia de acogida sin problemas. Pero luego, ¡paf!, volvió al hospital hace unos días, en plena crisis de paranoia. Una recaída catastrófica.

—No me olvide, ¿eh, doctor Lacasse?

Me vuelvo hacia Jeanne.

—Oye, tengo que hacer mi ronda… ¿Hablamos en otro momento?

Nos despedimos y me alejo en compañía de mi joven paciente.

Paso la mañana viendo a mis pacientes. Édouard aún tiene tendencias paranoicas agudas. Pienso en aumentarle la medicación. Seguramente, tendrá que quedarse unas semanas. Julie Marchand, otra joven de unos veinte años, sigue maquillándose de forma exagerada. Está convencida de que le van a ofrecer un papel en una película y me acusa de interponerme entre el productor y ella. Jean-Claude Simoneau tampoco va mejor. La semana pasada estaba tranquilo, pero ahora ha vuelto a entregar mensajes a las enfermeras para que los envíen en secreto a la Gendarmería Real de Canadá. Además, persiste en su idea de que Nathalie Girouard, nuestra ergoterapeuta, es una espía que se ha infiltrado en el hospital con intención de eliminarlo. Con él, he hablado más tiempo que con los demás, hasta que parecía algo más tranquilo. Pero al final, cuando me dirigía hacia la puerta, me ha deslizado un mensaje en la mano mientras murmuraba:

—Envíe esto rápidamente al Gobierno. Ellos lo entenderán.

 Los demás pacientes se encontraban estables. Hasta Louise Choquette, que me ignora casi siempre, me ha regalado una hermosa sonrisa y me ha preguntado qué tal estaba mi hijo (y por décima vez le he dicho que no tenía un chico, sino dos chicas). Incluso se veía más joven que sus cincuenta años. Alentador.

En resumen, mi ronda de rutina acaba hacia las once y media. Mientras subo a mi consulta, en la quinta planta, me digo que voy a pasar por la de Jeanne. Ella debe de haber terminado también su ronda y decido invitarla a comer.

Jeanne no está en su consulta. Le pregunto por ella a la secretaria.

—Sí, ha acabado su ronda —me responde—, pero estará ausente un par de horas. Si desea ponerse en contacto con ella, ha dicho que se encontraba en esta dirección.

Y la secretaria me tiende un papel donde leo: «3241 Hutchison, Outremont». Outremont, Hutchinson… ¿De qué me suena? De repente, lo comprendo: ¡esta pequeña descerebrada ha ido corriendo al apartamento de Roy! ¿Para hacer qué? ¡Sólo Dios lo sabe!

Jeanne se ha extralimitado. Enseguida, decido ir a buscarla para traerla inmedia-tamente, antes de que se ponga en ridículo.

Veinte minutos después, aparco delante de un lujoso edificio. Desde la acera, levanto la cabeza y veo una ventana rota: la del apartamento de Roy. Luego bajo los ojos hacia el asfalto, aproximadamente hasta el lugar donde el escritor se habría estrellado si hubiera atravesado la ventana por completo. Sin duda, se habría matado.

Entro en el inmueble. En la pequeña escalera bien conservada, me cruzo con dos policías que bajan hablando. Deduzco que la policía continúa con su investigación en el apartamento y que Jeanne ha venido a ver cómo iban las pesquisas. Suspiro cansado. Me la imagino presentándose a los policías: «Soy la psiquiatra de Thomas Roy y vengo a informarme». ¡Ridículo!

Llego a la puerta 3241.

Está abierta. Entro en un salón coqueto, decorado con profusión y buen gusto. Dos hombres de traje y corbata están hablando. Me acerco y me presento. Me miran durante un rato. Dos psiquiatras en el mismo día, ¡les va a dar un infarto! Me siento grotesco y mi enfado hacia Jeanne aumenta de forma considerable.

—Su colega está en el despacho, por allí… Coudon, esto de que los psiquiatras se desplacen es nuevo, ¿no?

Ignoro el comentario y paso a la habitación del fondo.

El salón del apartamento está limpio y ordenado, pero por el despacho parece que ha pasado un huracán. El suelo se halla cubierto de hojas, figuras decorativas y fragmentos de todas clases. En las paredes, todos los cuadros están torcidos. En un rincón, la biblioteca ha sido saqueada y casi todos los libros yacen en el suelo, en un estado lamentable. Arrimado contra una de las paredes laterales, el escritorio se encuentra repleto de hojas de papel, lápices y libros, formando todo ello un tremendo revoltijo. En medio de este batiburrillo, se alza el ordenador, milagrosamente intacto. Sigue encendido y, de lejos, distingo un texto en la pantalla. Hay cuatro personas más en el despacho. Dos recogen los fragmentos del suelo y los depositan en bolsas. Un tercer hombre, de unos cuarenta y tantos años, vestido con un traje de tres piezas, habla con Jeanne. Me acerco lo más discretamente posible, cojo a mi compañera del brazo y murmuro:

—Bueno, ¿ya ha visto bastante, doctora Marcoux? ¿Qué le parece si regresa al hospital conmigo y espera a que la policía nos envíe el informe?

—¡Paul! —exclama Jeanne—, ¡has venido a buscarme! —hago una mueca; su discreción deja mucho que desear—. Te presento al sargento detective Goulet. Él se encarga de la investigación. Sargento, le presento a mi colega, el doctor Lacasse.

Goulet me tiende una mano, que yo estrecho de mala gana mientras le dirijo una mirada sombría a Jeanne.

—Investigación es mucho decir —precisa el hombre—. De hecho, tengo la sensación de que vamos a cerrar este expediente hoy y que el resto deberán descubrirlo ustedes.

Su comentario me intriga y, casi a mi pesar, le pregunto:

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, durante los dos últimos días hemos tomado huellas de todas partes. Las únicas que hemos encontrado han sido las de la víctima. Ninguna otra. Además, hay una cámara de vídeo en el portal del edificio. Hemos visto la cinta. En la noche del domingo al lunes, entre la medianoche y las seis de la mañana, nadie entró ni salió de la casa. A excepción de los agentes, por supuesto. El sargento Caron derribó la puerta del señor Roy. El cerrojo estaba echado por dentro y también la cadena de seguridad. En idéntica situación, se encontraba la puerta de cristal que da a la galería. ¿Cómo habría podido el agresor cerrar las dos puertas por dentro después de salir de la vivienda?

    —Entonces, sargento, ¿cuál es su conclusión? —le pregunta Jeanne, mirándome.

Está claro que ella conoce la respuesta, pero quiere que Goulet la repita para mí. No hace falta. Lo he comprendido perfectamente. No obstante, el sargento se encoge de hombros y dice:

—Bueno, todo indica que Roy quiso suicidarse.

—¿Y los dedos? —insiste mi compañera.

—Se los cortó antes de lanzarse contra la ventana.

—¿Está seguro?

—Venga a ver…

El sargento camina hacia la mesa de trabajo, seguido de Jeanne. Yo voy detrás, suspirando por dentro. En el punto en que nos encontramos, es mejor escuchar el razonamiento de Goulet hasta el final, pero en cuanto lleguemos al hospital… ¡Jeanne me va a oír!

Junto al ordenador, el policía nos muestra la guillotina. La gran cuchilla está bajada, contra la bandeja; hay mucha sangre alrededor. Goulet señala la parte delantera de la bandeja, donde se concentra más cantidad de sangre.

—Descubrimos los diez dedos aquí, justo delante de la cuchilla, ordenados en una fila.

Luego señala la palanca de la cuchilla.

—En la palanca, hay algunas huellas de la mano derecha de Roy. Y también algunas gotas de sangre. Sin embargo, no hay ninguna razón para que la sangre haya salpicado la palanca, que se encuentra detrás.

Goulet se mete las manos en los bolsillos y explica con el mismo aire indolente:

—Roy se cortó primero los dedos de la mano izquierda con ayuda de la mano derecha. A continuación, seccionó los dedos de la derecha utilizando la mano cortada para bajar la palanca.

Jeanne y yo nos quedamos mirando al sargento. Debemos de parecer un poco alelados. Aunque ya he visto varias automutilaciones, la interpretación de Goulet me impresiona un poco.

—Es la única explicación —añade el policía.

Mis ojos vuelven a posarse en la guillotina. Intento imaginar a Roy colocando los dedos de la mano izquierda debajo de la cuchilla, bajando la palanca de un golpe seco… y, luego, después de esta horrible mutilación, colocando la otra mano bajo la cuchilla y utilizando el muñón ensangrentado y dolorido para repetir este acto terrible. No puedo evitar un escalofrío.

—Además, con toda seguridad, se cortó los dedos después de haber destrozado todo lo que había en la habitación; si no, habríamos encontrado sangre en los libros y por las paredes. Localizamos una pequeña cantidad en el suelo, delante del ordenador, pero no en éste.

Goulet se cruza de brazos y, metódico, enumera los hechos:

—Por tanto, en orden cronológico, sucedió más o menos así: Roy estaba escribiendo en el ordenador, sufrió una crisis y rompió todo lo que tenía a su alcance; a continuación, se cortó los dedos; volvió al ordenador (para hacer qué, no lo sé) y, finalmente, se lanzó contra la ventana, con intención, imagino, de atravesarla, pero se quedó atrapado y perdió el conocimiento. Después, según me ha contado usted, doctora Marcoux, no ha dicho ni una palabra.

—Ni una.

—Entonces, ya está.

Jeanne mira de nuevo la cuchilla llena de sangre. De repente, palidece y se lleva las manos a su vientre abultado.

—Tengo que ir al cuarto de baño.

—¿La sangre la indispone, doctora?

Jeanne exhibe una ligera sonrisa de disculpa.

—Normalmente, no, pero digamos que mi metabolismo es menos tolerante desde que estoy embarazada…

Yo también esbozo una sonrisa mientras Goulet, con gesto comprensivo, la acompaña fuera de la habitación.

Solo, no sé muy bien qué hacer. Los otros dos individuos continúan con su trabajo, sin prestarme atención. De forma mecánica, echo un vistazo a la pantalla del ordenador, que muestra un texto. Me pongo las gafas y leo las dos últimas frases:

«Se dirigía a la última cita. Incluso con el revólver, pasaba desapercibido, gracias a su…»

La frase estaba inacabada.

Observo el teclado del ordenador. Me fijo en que hay pequeñas marcas negras en varias teclas, como rayas minúsculas. Del uso, supongo. Luego contemplo el desorden que rodea el aparato: los papeles, los disquetes… Un lápiz parece flotar en medio de toda esta confusión. Distraído (sin pensar en que la policía no estaría de acuerdo), lo cojo. Cerca del extremo donde se encuentra la goma de borrar, el lápiz está casi partido en dos. Lo examino de cerca: huellas de dientes. Sonrío. Otro que tiene la costumbre de morder los lápices. Aunque, en este caso, la verdad es que parece obra de un castor…

Cuando voy a depositar el lápiz en el escritorio, mi movimiento es detenido por alguien que me tira del brazo: Jeanne ha regresado y, aunque aún está un poco pálida, ha recuperado su interés.

—¿Qué piensas?

—Pienso que hablaremos de esto a solas y que deberíamos marcharnos de aquí enseguida.

Goulet se acerca con las manos en los bolsillos.

—De todas maneras, en lo que a nosotros respecta, la investigación ha terminado. No hay agresor, sólo un intento de suicidio. ¿Por qué sufrió una crisis? ¿Por qué se cortó los dedos? Su trabajo consiste en descubrirlo…

Luego señala el ordenador con el mentón.

—Por eso no hemos apagado aún el ordenador. Queremos grabar todo el texto en un disquete. Roy estaba escribiendo cuando quiso matarse… Tal vez tenga alguna relación y podría ayudarles a comprender mejor lo que ha pasado… Quiero decir, lo que ha pasado en su cabeza. Por lo demás, si necesitan ayuda…

Saca una tarjeta y nos la tiende. Le doy las gracias y la guardo en mi chaqueta. Entonces Goulet nos examina durante un par de segundos y algo parecido a la sorpresa cruza sus ojos sin brillo.

—Es la primera vez que veo a unos psiquiatras venir al lugar de la investigación… ¿Es un nuevo método?

—No, no… Es exceso de entusiasmo, simplemente —comento con frialdad mientras cojo a Jeanne del brazo—. Nos vamos. Gracias, sargento. Si necesitamos más información, nuestra trabajadora social se pondrá en contacto con usted…

Jeanne quiere replicar, pero, por mi expresión, comprende que ya ha hecho bastante y, sin decir una palabra, se deja conducir hacia la salida.

Bajamos los escalones en silencio. Fuera, ella echa un vistazo a la ventana rota; luego se dirige a su coche.

—Quiero verte en mi despacho —le digo—. Tengo que hablar contigo.

Ella no pone ninguna objeción. Creo que adivina perfectamente lo que la espera. Parece una niña pequeña que sabe que su padre la va a regañar.

Al montar en mi coche, me doy cuenta de que tengo todavía el lápiz que he cogido del escritorio de Roy. Se me ha olvidado dejarlo en su sitio. Lo guardo distraídamente en el bolsillo de la chaqueta y no pienso más en ello.

—¿Has perdido la cabeza, Jeanne Marcoux?

Apenas ha cruzado la puerta cuando le lanzo esta frase sin más miramientos. Yo estoy de pie, con los brazos cruzados, apoyado contra la mesa. No grito, por supuesto, pero mi tono es lo bastante duro y elevado como para que Jeanne me mire fijamente, sorprendida de verdad.

—Vamos, Paul, ¿por qué te…?

—Tu entusiasmo juvenil delante de Nicole y de mí puede pasar. ¡Pero ir al apartamento de Roy! ¡Por Dios, Jeanne, eres psiquiatra, no detective!

—El trabajo de campo para comprender el comportamiento de un paciente es algo que se hace, ¿no?

—Eso le corresponde a la trabajadora social, ¡lo sabes muy bien! ¡Podrías haber delegado esta tarea en Josée, que la habría realizado a la perfección!

Jeanne levanta los brazos y suspira, un poco exasperada.

—¡Vale, he obrado con exceso de celo! ¡Lo siento! No vamos a hacer un drama, ¿verdad, papá?

Me lanza una sonrisa maliciosa. Yo permanezco impasible, con las dos manos apoyadas en la mesa a mis espaldas.

—Es la primera vez que te veo actuar así, Jeanne.

—También es la primera vez que voy a tratar a Thomas Roy —se justifica sin convicción, como si supiera muy bien que no tiene excusa.

—Precisamente, has caído en la contratransferencia.

—¡Paul, por favor!

Levanto una mano y continúo más tranquilo:

—Admiras mucho a Thomas Roy y es evidente que esto te impide tomar la distancia necesaria para tratar el caso con total objetividad…

Ella me mira.

—Sabes que tengo razón, Jeanne. Tu comportamiento de esta mañana es bastante revelador al respecto.

Se muerde los labios, su cara está sonrojada. Abre la boca, pero yo levanto la mano.

—Antes de decir nada, piensa un segundo: no debe responder la admiradora, sino la psiquiatra.

Guarda silencio y reflexiona; abre la boca y la vuelve a cerrar haciendo una mueca. Adivino la clase de dilema al que se enfrenta y no sé si compadecerme de ella o divertirme con la situación.

Al final, lanza un suspiro, con gesto resignado y triste a la vez.

—¡Ah, mierda! Tienes razón, Paul, lo sé perfectamente… No puedo ocuparme de Roy, me… afecta demasiado.

Asiento satisfecho. De repente, me siento orgulloso de Jeanne. No esperaba menos de la profesional con quien me codeo desde hace año y medio.

—¿Lo coges tú o se lo pasas a Louis? —me pregunta, aún apesadumbrada.

Me encojo de hombros ….

Título original: Sur le seuil / Editorial Umbriel / Año 2010

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