En este relato corto, Rafael Garcés Robles desarrolla una narración echando mano del discurso monologado. Su personaje, Rufa, una anciana de ochenta años, comparte con nosotros la que ha sido su vida y cómo ha sido su proceder ante el deseo carnal, muy influido por las enseñanzas recibidas de su madre y su tía solterona.
Cuento de Rafael Garcés Robles: El monólogo de Rufa
Rufa se levantó más temprano que de costumbre, se sentó en la vieja silla compañera de los años, miró hacia las montañas, pero con la mente hendida en los recuerdos. “Hoy cumplo ochenta años”, murmuró desprevenidamente antes de echar a rodar la nostalgia por su madre y su tía solterona. “Mi madre apenas había cumplido los dieciséis años cuando me parió, aquel hombre que decían era mi padre, se perdió y nunca lo conocí. Bueno, nunca necesité de él, mi tía al referirse a él siempre le decía Diablo. En esos tiempos los hombres no tenían ni Dios ni ley, tentaban a las niñas, las perjudicaban, se burlaban de ellas y las dejaban tiradas como un trapo sucio, sin siquiera considerar a las inocentes criaturas ni su futuro”.
“¡Menos mal!” pensó con rabia o tal vez con consuelo, antes de volverse a sumergir en los recuerdos; “Mi tía Rosario me educó, así como ella fue educada, entregada a Cristo totalmente para cerrar las brechas por donde Lucifer entra a nuestro cuerpo para tentarnos con la pecaminosa carne. Mi tía también enderezó el camino de mi madre, ella nunca volvió a mirar a un hombre con los ojos del deseo. Toda mi vida he tenido presente que los principales enemigos de un fiel cristiano contra los que hay que luchar son la carne, el mundo y el diablo. ¡Ah! Y cada día de mi vida he leído el Versículo de Gálatas, 6: 19-21: “… las obras de la carne son evidentes, las cuales son inmoralidad, impureza, sensualidad, idolatría, hechicería, enemistad, pleitos, celos, enojos, rivalidades, sectarismos, envidias, borracheras, orgías… como ya los he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el Reino de Dios”.
“¡Bueno! ¡Bueno! También es cierto que alguna vez el hermoso padre Kike de mirada profunda y bella sonrisa, al colocar en mi blusa la medallita de la virgen del Carmen y al rozar con sus dedos el pezón de mi seno… sentí una sensación nunca experimentada. Salí confundida de la sacristía, corrí a mi casa, descubrí que ese era el pecado de la carne. Alguna vez me pregunté: ¿Por qué me llegó el diablo en los maravillosos dedos del padre Kike?”
“¡Oh! ¡Ja, ja, ja! Pero, tampoco puedo olvidar hoy que estoy de cumpleaños repasando mi vida virginal, a Edgar, un apuesto ayudante de construcción que trabajó durante quince días en la casa haciendo unas reparaciones; simulando leer la biblia, me sentaba justo donde pudiera mirarlo; en varias ocasiones me sorprendió embelesada recorriendo su atlético cuerpo. Una tarde, Edgar no perdió la oportunidad de entrar a mi aposento, so pretexto de preguntar acerca de mis lecturas; su proximidad me erizó la piel, ningún hombre había caminado rumbo a mi cuerpo, quedé sin voluntad cuando lo vi tan, tan cerca. Luego de posar sus manos sobre mi cintura, me besó; ese primero y último beso apasionado hizo olvidarme de los versículos, di rienda suelta al placer y deseé llegar hasta el fin de la impureza. ¡Sólo me apartó de ese pecado la mano invisible de mi ángel de la guarda o la mano inquisidora de la tía Rosario! ¡Y renuncié a ese anhelado sueño! El resto de la tarde y en la noche, abrazando a mi almohada tuve nuevas sensaciones y estremecimientos. Deseaba que Edgar estuviera allí, en lugar de la almohada, pero Edgar se perdió de mi vida. ¡Eso sí, cuando le confesé todo lo sucedido al padre Vicente, me puso en el infierno! ¡Luego de cincuenta Rosarios, de cien Padrenuestros, de doscientos Avemarías y de asistir a tres misas diarias durante tres meses, volvió el curita a subirme al cielo! ¡Además el curita me dio tres bendiciones para guiarme a un sincero arrepentimiento y a un propósito de la enmienda! ¡Ni siquiera quise volver a imaginar mi muerte teniendo un pecado mortal como pasaporte al infierno!”.
“¡Bueno! Hoy vivo feliz con la convicción de llegar a tener una vida eterna junto a mi madre y a la santa tía Rosario. Aunque, ahorita que recuerdo los mágicos dedos del padre Kike rozando mi pezón y ahora que pienso en Edgar con toda su pasión cerca de mi piel, me he atrevido a arrepentirme por no haber consumado el pecado y, a escondidas de los santos me he preguntado: ¿Y qué tal… si no hay infierno? ¡Ah!”.
Rafael Garcés Robles
Relato de Rafael Garcés Robles: Dominga, la curandera
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