Albert Lumbroso revisa las intimidades de la vida de Guy de Maupassant. Lumbroso fue un cronista, escritor y ensayista francés, autor del libro Souvenirs de Maupassant. La última enfermedad. Su muerte.
Se trata de un conjunto de crónicas que dan cuenta de algunos aspectos de la vida del famoso periodista, cuentista y novelista, discípulo de Flaubert y nacido en Dieppe. En el libro, Lumbroso revela detalles del origen del cuento «Bola de Sebo». Guy de Maupassant escribió el cuento basado en un hecho real, cuya protagonista se llamaba Adrienne Legay, nacida en el año 1848, en los alrededores de la ciudad de Ruán o Rouen.
Esta obra de Albert Lumbroso es muy escasa y llega a venderse en 100 euros y más. Lumbroso nació el 1 de octubre de 1872 y dejó de existir el 8 de mayo de 1942. Otras de sus obras son: Catalogue d’Estampes Anciennes, Portraits, École Française Xviiie Siècle, Pièces En Couleur: Livres À Figures. Vente, 26-28 Mai 1862.
El libro sobre Maupassant es de antes de 1923. Al parecer Lumbroso lo escribió alrededor de 1902.
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Souvenirs de Maupassant. Su última enfermedad. Su muerte
Por Albert Lumbroso
Sea cual sea el origen de cada uno de sus cuentos, se sabe que le hubiese sido posible a Maupassant inscribir al margen (de sus originales) el nombre exacto de la mayoría de sus personajes con el de su aldea, burgo, o teatro de acción. Sus modelos han vivido; algunos todavía existen hoy. A éstos últimos sería prematuro levantarles las máscaras, pero con el tiempo cumplido, podemos hablar de aquella que fue Bola de Sebo1.
Bola de Sebo era el apodo que unos adoradores decepcionados habían dado a una mujer de costumbres galantes llamada Adrienne Legay2. Nacida en 1848, en Életot, un municipio de 850 habitantes del cantón de Valmont, a 8 kilómetros de Fécamp, había ido a Ruán buscando fortuna.
A los veinte años se la encuentra siendo amante de un oficial de caballería que pronto dejará por un negociante, hoy desaparecido, a consecuencia de malos negocios, pero que, en aquella época, gracias al crédito de un predecesor que le había dejado sus fondos, tenía un cierto estatus en el mundo de la mercería y de las confecciones de algodón a granel.

El amante se mostraba generoso, Adrienne no estaba desprovista de inteligencia; la pareja se amaba. Cuando fue declarada la guerra francoalemana, el negociante llamado entre los movilizados, tuvo que ir destinado al Havre. Adrienne quedó sola en Ruán. Sin embargo, no se habían dicho adiós, y, puesto que estaba prohibido al soldado regresar de permiso, Adrienne iba a verlo frecuentemente. Esto le proporcionaba incluso la ocasión de servir a los compañeros del movilizado, encargándose de informar de viva voz a sus familias de las novedades que éstos le confiaban.
Fue en el transcurso de uno de estos viajes cuando ocurrió el episodio integrado en Las Veladas de Médan. Todos lo hemos leído: el jefe de un destacamento, apostado por el invasor en un albergue, se opone a la partida de una diligencia, a menos que una mujer que él ha observado cuando controlaba los pasaportes no consienta en entregarse a él. Los viajeros, en una idéntica iniciativa de egoísmo, presionan a la pobre muchacha para que se avenga. Ella se niega, ellos insisten. Cansada de luchar, cede, pagando el tributo de la caravana que, una vez liberada, le volverá la espalda, abandonándola a su vergüenza.
Ese es el tema que Maupassant ha desarrollado. ¿Debemos aceptarlo sin restricciones? La protagonista, Adrienne Legay, no cesó de protestar contra el desenlace: «¡Eso es falso!, decía. Es una venganza del Sr. Guy porque me he negado a escucharlo. Él no me gustaba, y además…. ¿cómo podría yo saber que se volvería un hombre célebre?».
¿Cuál es la verdad?
El autor, al no tener la intención de realizar una obra histórica, no tenía que preocuparse más que de la forma; una mujer sacrificándose por la tranquilad de sus compañeros de viaje que a continuación reniegan de ella era de un efecto de había contraste que el escritor podía imaginarse en caso de necesidad.
En cuanto a los testigos citados, la mayoría, como el conde Hubert de Bréville, el mercader de vinos Loiseau, el hilandero Carré-Lamadou, no existen. Se tendría el recurso de interrogar al bravo Cornudet, siempre fiel a sus principios humanitarios, y que es fácil de reconocer bajo su transparente pseudónimo; pero dudamos mucho que se preste a tal entrevista, estando, a este respecto, precisamente, peleado con Guy de Maupassant, siendo ambos parientes. ¿Por lo demás, era un viaje? Pues no hay que olvidar que el autor era un excelente observador, describiendo los tipos, a derecha y a izquierda y situándoles según éstos pudiesen interpretar tal o cual escena de la que él había tomado el motivo en otra parte.

Queda pues la palabra de Adrienne. Conociendo el sentimiento público al día siguiente de la invasión, fue imprudente al confesar unas relaciones con un prusiano. Sin embargo, nada autoriza a concluirse contra ella, si se cree su conducta durante la ocupación en Ruán. Al anunciarse que el príncipe heredero Federico-Guillermo se proponía hacer una entrada solemne en la ciudad, numerosos habitantes habían adornado con banderas negras y lazos de duelo sus ventanas. Esta 241 manifestación fue el pretexto de la publicación de un cartel que lo alemanes pegaron en todas las paredes:
El bando prusiano
– «El comandante en jefe ruega a la comandatura real que dé parte a la alcaldía de que, por el hecho de engalanarse con banderas negras, se desprende claramente cuantas casas en Ruán están aún libres para el alojamiento militar, y que aproximadamente 10.000 hombres podrían encontrar allí plaza.
«Para ahorrar caminatas a las tropas de los alrededores de Ruán, está previsto que varios batallones entren en la ciudad mañana. «Esas tropas se alojarán en su mayor parte donde están desplegadas las banderas negras. No harán falta pues billetes de alojamiento.
«Ruán, 10 de marzo de 1871.
«Por el comandante en jefe, el lugarteniente-coronel, jefe del estado mayor «Firmado: Von Burg».
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El resultado de esta amenaza fue arrastrar a aquellos que vacilaban, Adrienne Legay como los demás. Ella poseía un viejo chal negro, e hizo de él un emblema. La respuesta no tardó. El mismo día recibía doce soldados en su vivienda. Pero tomó una decisión inmediata… Puso la llave bajo la puerta y cambió de domicilio.
Si el relato de Maupassant es discutible en algunos puntos, una cosa, sin embargo, es incuestionable: la generosidad de Bola de Sebo. Tenía un buen corazón. La siguiente historia bastará para probarlo.
Una de sus compañeras festivas había tenido un hijo que educaba ella misma. Un día, abatida por la tuberculosis, tuvo que guardar cama. Adrienne se instaló a su cabecera y la cuidó como una hermana de la caridad. Fue en vano, ya que los remedios fueron ineficaces. No había esperanza: – ¿Y mi hijo?, dijo la madre. Yo lo tomaré conmigo, respondió Adrienne. La pobre mujer murió, y la amiga llevó el niño a su casa y lo crio.
Cuando fue creciendo, ella le compró buenas ropas y lo matriculó en la escuela de formación profesional de la ciudad. Los días de vacaciones, ella lo llevaba a pasear, a los conciertos, al teatro, donde asistía al espectáculo en su palco, de tal modo que muchos los tomaban por madre e hijo.
El niño creció, y terminó sus estudios. Adrienne le consiguió un empleo en las oficinas de unos industriales que explotaban el tejido mecánico de las afueras de Ruán, los hermanos D…. Los sueldos al principio eran escasos y el empleado a menudo recurría al portamonedas de su protectora, que se lo permitía sin rechistar.
Sin embargo, él alcanza la veintena de años. Se reclaman los papeles en regla para inscribirlo en los listas del reemplazo. El joven, que hasta ese momento, no se había preocupado demasiado de su situación legal, exige explicaciones. Ha decidido rápidamente: Adrienne podría comprometer su porvenir y él rompe con ella. Él regresa sin decirle a dónde va ni el regimiento al que está adscrito. Una vez cumplido el servicio militar, se casa y ella no será informada de la boda más que por bocas ajenas. Ella le escribe, él rompe las cartas. Ella no lo volverá a ver, él no se acordará más de ella cuando, más tarde, sola se hundirá en la más negra miseria.
Adrienne tenía un buen corazón. Debía aun perder a su mejor… amigo, el doctor B…, que ella había recomendado a una enferma de sus conocidas. Ésta poseía unos cuarenta mil francos; el médico abandonó a la amante y se casó con la otra. Adrienne entonces compra un pequeño café en la calle National, famosa por ser donde Gustave Flaubert fija las citas de Madame Bovary, con el estudiante de derecho, Léon. La comerciante inexperta (en los negocios) no tiene mucho éxito. Al cabo de algunos meses, los muebles, las ropas, las joyas, todo fue embargado y vendido; era el comienzo de la debacle.
Adrienne comienza a errar de garito en garito, echando las cartas, «haciendo la calle», para no morir de hambre. En cuanto a procurarse morfina, por la que tenía pasión hasta el punto de inyectarse hasta en su palco del teatro, tuvo que renunciar a ella; y para engañar su adicción, se había limitado a llenar de agua fresca su jeringuilla de Pravaz. Finalmente, resolvió retirarse cerca de su hermano, en H…, una ciudad marítima del departamento de Calvados; antiguos amigos le procuran con qué pagar su billete de tren y el pasaje a bordo del barco, haciendo la travesía del estuario del Sena.
Su ausencia fue de corta duración; la nostalgia por el adoquín (por su oficio de callejera) la hizo regresar a Ruán, pero la miseria había dado cuenta de su belleza, y no se parecía ya al bonito el retrato que Maupassant había hecho de ella.
La cartomancia no estaba de moda, los clientes se hacían escasos. Adrienne trató de pedir trabajos de costurera, pero no lo consiguió. Una mañana, el jueves 18 de agosto de 1893, escribió dos cartas: una al comisario de policía del distrito, la otra a su propietario, excusándose por no poder pagar una suma de siete francos, debida por el alquiler del cuchitril que ocupaba; luego, cerrando puertas y ventanas a cal y canto, encendió dos calefactores y se acostó en la cama.
Fue así como unos vecinos la encontraron, tumbada, encogida sobre sí misma, presa de los esfuerzos de una asfixia muy lenta. Se la trasladó al Hospital Dieu; pero el abuso de la morfina había destruido el organismo. La infortunada moría el sábado siguiente, sin haber recuperado el conocimiento.
Su inhumación no tuvo lugar hasta tres días después, el 23 de agosto, el cadáver, que nadie había reclamado, probablemente estuvo conservado en el anfiteatro del hospital, para servir a demostraciones anatómicas.
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A estas informaciones proporcionadas por el Sr. Edmond Perée sobre el origen de los cuentos de Maupassant, la amistad del Sr. Robert Pinchon, me permito añadir algunas otras. Anteriormente he dicho que, según el Diario de los Goncourt, la idea de la Casa Tellier fue dada a Maupassant por Hector Malot. «Eso es un error», me escribe el Sr. Pinchon: «La idea fue dada a Guy por Charles Lapierre, director del Nouvelliste de Ruán, cuñado de la Señora Brainne, a la que Maupassant dedicó «Una Vida».
Maupassant ha tenido sus razones para localizar la casa en Fécamp, pero realmente el hecho sucede en Ruán y la ceremonia de la primera comunión es en Bois Guillaume, un pueblo de los alrededores.
Como le decía, la historia le fue contada por Charles Lapierre, que le proporcionó también el tema de Ese Cerdo de Morín del que él había sido, según parece, el protagonista, no en el personaje de Morin, sino en el del joven que arregla el asunto. Lapierre era íntimo amigo de Flaubert. Era cuñado de la Señora Brainne, cuyo marido, Charles Brainne, era también un periodista y un escritor. Yo tengo en mi biblioteca una pequeña encuadernación de él: «Bañistas y Bebedores de agua», «Las Estaciones de Bade». Este volumen, aparecido en París en la Librería Nouvelle en 1860, ha sido impreso en Ruán en la editorial H. Rivoire. Charles Lapierre y Charles Brainne se habían casado con las dos hijas de ese impresor, Señoritas Rivoire. «Usted ha comentado en alguna ocasión la belleza de la Señora Brainne a la que Guy dedicó Una Vida. Su hermana no tenía que envidiarle en ese aspecto, como testimonia esta carta que Maupassant me escribió sin fecha como siempre:
Amigo: A la recepción de esta carta, puedes acercarte a la casa de la hermosa Señora Lapierre y anunciarle que ese mismo día yo apareceré en su casa hacia la una, saliendo de Étretat a las 8 de la mañana.
Le habría escrito directamente si hubiese recordado su dirección, que tengo en París en mi agenda, pero no en mi cabeza…. «Fue al hijo de la Señora Brainne, Henry Brainne, a quién dedicó «El Pan maldito» de la antología de relatos «Las hermanas Rondoli».
***
Siempre es el Sr. Robert Pinchon quien nos informa del origen de otros tres cuentos: “El crimen del tío Boniface”, “Boitelle” (dedicado al Sr. Robert Pinchon) y “El Conejo”. Estas tres historias ocurrieron en Longueville, cerca de Dieppe. Guy de Maupassant las obtuvo de uno de mis buenos amigos, el Sr. Joseph Aubourg, propietario cultivador, que yo le había presentado y que, a menudo, cenando juntos, le contaba las historias más divertidas de la región3.
Las notas:
1 Cuando Bola de Sebo, versionada por O. Méténier fue representada en Berlín en el Buntes Theater, el 23 de diciembre de 1902, la censura alemana suprimió a los prusianos que se habían convertido en die Feinde; se hizo del oficial prusiano un oficial austriaco, y el drama fue trasladado de 1870 a 1814. ¿Por qué no, entonces, a 1806, y en Alemania en lugar de en Francia? [A. L.]
2 Bola de Sebo apareció por primera vez en las Veladas de Médan de Zola, Céard, Alexis, etc. También se encuentra en los Cuentos y Relatos de Maupassant. Ese pequeño volumen, compuesto de relatos ya aparecidos en otras antologías, fue editado por Charpentier en 1885 con dos dibujos de Jeanniot, grabados al aguafuerte por Massé, para permitir a Maupassant hacer figurar en sus obras Bola de Sebo, tomada de las Veladas de Médan. [A.L.]
3 Boitelle figura en mitad de la antología de La Mano Izquierda y es la única, en ese volumen, dedicado a alguien. Por lo demás las dedicatorias de Maupassant no son numerosas y el Sr. Robert Pinchon es el único al que ha dedicado dos de sus obras, Boitelle en La Mano Izquierda y la Aventura de Walter Schnaffs en los Cuentos de la Becada, que es el libro preferidos de Ettore Della Porta, el espiritual redactor de la Scena Illustrata. Fue él quién ha aconsejado su lectura a Tina di Lorenzo, la famosa actriz italiana.
en Souvenirs de Maupassant
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Bola de sebo
Fragmento del cuento referido episodio del chantaje del oficial prusiano
Cerraba la noche. La oscuridad era cada vez más densa, y el frío, punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de Sebo, a pesar de su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla, cuyo carbón químico había sido renovado ya varias veces, y la moza se lo agredeció mucho, porque tenía los pies helados. Las señoras Carré-Lamdon y Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas. El mayoral había encendido los faroles, que alumbraban con vivo resplandor las ancas de los jamelgos, y uno y otro lado, la nieve del camino que parecía desarrollarse bajo los reflejos temblorosos. En el interior del coche nada se veía; pero de pronto se pudo notar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet, Loiseau, que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo apartaba rápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puño cerrado y certero. En el camino aparecieron unos puntos luminosos. Llegaban a Totes, por fin. Después de 14 horas de viaje, la diligencia se detuvo frente a la posada del Comercio. Abrieron la portezuela y algo terrible hizo estremecer a los viajeros: eran los tropezones de la vaina de un sable cencerreando contra las losas. Al punto se oyeron unas palabras dichas por el alemán. La diligencia se había parado y nadie se apeaba, como si temieran que los acuchillasen al salir. Se acercó a la portezuela el mayoral con un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró súbitamente las dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyos ojos turbios denotaban sopresa yespanto. Junto al mayoral, recibiendo también el chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven, excesivamente delgado y rubio, con el uniforme ajustado como un corsé, ladeada la gorra de plato que le daba el aspecto recadero de fonda inglesa. Muy largas y tiesas las guías del bigote —que disminuían indefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan delgado, que no era fácil ver dónde terminaba—, parecían tener las mejillas tirantes con su peso, violentando también las cisuras de la boca. En francés-alsaciano indicó a los viajeros que se apearan. Las dos monjitas, humildemente, obedecieron las primeras con una santa docilidad propia de las personas acostumbradas a la sumisión. Luego, el conde y la condesa; en seguida, el fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner los pies en tierra, dijo al oficial:
—Buenas noches, caballero.
El prusiano, insolente como todos los poderosos, no se dignó contestar.
Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se hallaban más próximos a la portezuela que todos los demás, se apearon los últimos, erguidos y altaneros en prescencia del enemigo. La moza trataba de contenerse y mostrarse tranquila; él revolucionario se resobaba la barba rubicunda con mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse dignos, imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan desagradables; y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de sus compañeros, la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro, decidido a dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómita resistencia que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minar caminos.
Entraron en la espaciosa cocina de la posada, y el prusiano, después de pedir el salvoconducto firmado por el general en jefe, donde constaban los nombres de todos los viajeros y se detallaba su profesión y estado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con las referencias escritas.
Luego dijo, en tono brusco: —Está bien. Y se retiró. Respiraron todos. Aún tenían hambre, pidieron de cenar. Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa,, y mientras las criadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las habitaciones que les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al extremo del cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa cuando se presentó el posadero. Era un antiguo chalán asmático y obeso que padecía constantes ahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre había heredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
—¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
—¿Qué ocurre?
—Señorita, el oficial prusiano quiere hablar con usted ahora mismo.
—¿Para qué?
—Lo ignoro, pero quiere hablarle.
—Es posible. Yo en cambio, no quiero hablar con él. Hubo un momento de preocupación; todos pretendían adivinar el motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
—Señorita, es necesario reprimir ciertos ímpetus. Una intemperancia por parte de usted podría originar trastornos graves. No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no revestirá importancia y , sin duda, tiene por objeto aclarar algún error deslizado en el documento.
Los demás se adhirieron a una opinión tan razonable; instaron,. suplicaron, sermonearon y, al fin la convencieron, porque todos temían las complicaciones que pudieran sobrevenir.
La moza dijo:
—Lo hago solamente por complacer a ustedes.
La condesa le estrechó la mano al decir:
—Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a servir la comida para cuando volviera.
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