Cada persona es un mundo, y nuestra gestión de la privacidad en las redes sociales es prueba de ello. En mi caso, por ejemplo, pagaría por proteger mi geolocalización, algo que muchas personas ofrecen día a día con exultante placer, y además gratis. Aunque mi vida es terriblemente aburrida, y estoy siempre en los mismos sitios en las mismas épocas del año, sigo siendo renuente a que el ancho mundo sepa dónde estoy en cada momento. Si hago un viaje personal, pongamos a Washington (donde, por cierto, no he estado nunca), no veo el menor interés en publicar fotos en las redes sociales explicando que en este momento estoy en el aeropuerto dispuesto a volar hacia Washington. (Preferiría publicar fotos “a toro pasado”).
Esa sobreexposición voluntaria pudiera tener sentido en algunos casos (si viviéramos por ejemplo de nuestra marca personal, o si fuéramos músicos y quisiéramos promocionar nuestros conciertos), pero en la mayoría de las ocasiones es… es otra cosa.
Aunque use las redes sociales (sobre todo Facebook), en la medida de lo posible pretendo seguir manteniendo algo parecido al nivel de privacidad que teníamos antaño, ese estar en el mundo sin que el ancho mundo sepa que estás en él. Con más o menos dificultades, eso se puede hacer si uno tiene claro qué quiere ofrecer y qué quiere retraer de sí mismo a esas personas que se asoman de vez en cuando a tu muro, muchas veces auténticos desconocidos. (Yo filtro poco a los amigos, precisamente porque filtro mucho lo que publico).
La cosa se complica cuando entran en juego otras personas que tienen una visión de la gestión de la privacidad diferente a la tuya. Por eso, cuando estoy en grupo y alguien propone hacer una foto, tiemblo. No es nada inusual que te hagan una foto y que a los pocos minutos, horas como mucho, aparezca tu careto en las redes sociales, adonde has ido a parar, a tu pesar, porque alguien de ese grupo piensa que todos hemos de compartir la misma pasión por narrar a tiempo real dónde y con quién estamos.
Y rara vez hay mala intención. Creo que todo se debe a que mucha gente opina –de manera inconsciente– que si ellos son paparazis de sí mismos, también has de serlo tú. Este es el motivo por el que tantas veces te meten en grupos de WhatsApp sin tu permiso. No alcanzan a comprender que no quieras estar en su grupo. (No es nada personal: yo odio todos los grupos de WhatApp –menos uno en el que estoy desde hace mucho por motivos justificados– tanto como las aceitunas o el queso curado… Con eso lo digo todo).
En fin. No es la primera vez que analizo la contradicción implícita en esa preocupación por las (malas) políticas de privacidad de las redes sociales, aunque de origen seamos nosotros mismos los primeros en ponérselo en bandeja a dichas redes.
Nota: Esto es más una observación social más que una crítica propiamente dicha. Que cada cual gestione su privacidad como le dé la gana, siempre y cuando no involucren a monjes de clausura como yo.
Francisco Rodríguez Criado, escritor, corrector de estilo, profesor de talleres literarios y creador del blog Narrativa Breve. Ha publicado novelas, libros de relatos, obras de teatro y ensayos novelados. Sus minificciones han sido incluidas en algunas de las mejores antologías de relatos y microrrelatos españolas: El cuarto género narrativo. Antología del microrrelato español (1906-2011). Ed. Irene Andrés-Suárez (Cátedra, Madrid, 2012),Velas al viento. Ed. Fernando Valls (Los cuadernos del vigía, Granada, 2010), La quinta dimensión (Universidad de Extremadura, Mérida, 2009), Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español. Ed. Fernando Valls (Páginas de Espuma, Madrid, 2008), Histerias breves (El problema de Yorick, Albacete, 2006), Relatos relámpago (ERE, Mérida, 2006), etcétera. Es autor de El Diario Down, donde narra en primera persona sus experiencias como padre de un bebé con el Síndrome de Down. Los zapatos de Knut Hamsun (De la Luna Libros, 2018) y Hombres, hombrinos, macacos y macaquinos (2020) son sus últimos libro de relatos.
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