¿Qué pasó con Sterling? | Un relato de Rafael Garcés Robles Robles

Inconmensurable era la felicidad de levantarme temprano para ir a la escuela y encontrar a mis amigos, con quienes departía en clase y en los recreos; nuestras mayores motivaciones, sin duda alguna, eran: aprender a leer y a escribir y  jugar en los recreos; en épocas de invierno corríamos al barranco enfrente de nuestra aula, a cavar con un palo y ver brotar agua de la tierra, le hacíamos el lecho a la corriente y en seguida empezaba la competencia de barquitos de papel; en verano echábamos a volar nuestra fantasía con los aviones, también construíamos carreteras en ese mismo barranco para transportarnos en nuestros carritos de madera.

A comienzos de diciembre, cuando ya se sentía el ambiente navideño, llegó un nuevo compañero al grado primero; su nombre es “Esterling”, dijo el profesor al tiempo que lo escribía en el tablero; no profesor, le interrumpió el niño, mi nombre no tiene esa letra que está de primera; ¿así?, le preguntó el maestro mientras borraba la primera letra: “Sterling”; si maestro, así es; el maestro hizo pucheros e inclinó su cabeza, significando incredulidad. El maestro tenía razón, en un pueblo donde a los recién nacidos los bautizaban con los nombres de sus padres, de sus abuelos, de sus tíos, de sus difuntos parientes o del santo del día consultado en el Almanaque Bristol, era inconcebible, impensable, sorprendente que lo hubieran bautizado con ese extraño nombre. Enseguida, todos viramos las cabezas al tiempo para conocer a Sterling, un niño blanco, pecoso, con cabello desobediente que le cubría media frente y unos ojos azules impactantes que pocas veces se veían entre nuestras gentes mestizas; la profesora Tulia, de grado tercero, lo esperaba todos los días a su llegada para decirle que tenía los mismos ojos del Niño Dios.

Con el correr de los días y de la rutina escolar, Sterling pasaba desapercibido entre el grupo; mientras nosotros nos aglutinábamos para jugar o hacer trabajos, él se apartaba y se mantenía solitario; ante nuestras bullas permanentes, él era silente; las carreras afanosas y las risas sueltas no lo conmovían; y esos ojos cielo sólo sabían mirar al suelo y a lontananza; sus ojos de Niño Dios se perdían en sus miradas frías, lejanas y perdidas. Luego del receso de Semana Santa, Sterling no regresó a la escuela, ninguno de los compañeros dio razón de su destino, luego de unas pocas semanas nos percatamos de que las gomas de borrar, los lápices y las reglas no se volvieron a perder. De vez en cuando comentaban que lo veían con portacomidas por los caminos que conducen a las minas de oro y a las fincas cercanas al pueblo, pero como hizo el mismo Niño Jesús, durante muchos años no volvimos a saber de Sterling, hasta olvidarlo.

Una tarde cualquiera en el parque Central, de aquellas tardes en las cuales se saluda a tres o cuatro parroquianos y no hay más qué hacer, me encontré con Absalón, uno de mis viejos compañeros de escuela, quien, sin saludar, pero con señas y ademanes, me indicaba afanado que no me moviera y que escuchara con cuidado su tenue voz: –Mira con disimulo –me dijo, a la par que guiñaba el ojo izquierdo para direccionarme–. Mira al jinete que pasa frente al banco y que viene hacia acá. –Al cercano galopar del corcel, estando muy expectantes, sin la previa prudencia pactada con gestos, súbitamente giramos nuestras cabezas al tiempo y clavamos nuestras miradas en el chalán, él, con una mirada que parecía salir forzada del escondite de su sombrero alón, también nos clavó sus ojos azules profundos por un instante y siguió de largo–. Es Sterling, ¿lo recuerdas? El de los ojos del Niño Dios –me aclaró el amigo.

Mientras asentía con paciencia, metido en el túnel de mis recuerdos escolares, Absalón se marchó para su taller de carpintería y yo, luego de reaccionar, volví a mi oficina de escribiente en la alcaldía.

En las caminatas habituales de los fines de semana por el pueblo con mi familia o con Absalón u otros amigos, casualmente veíamos a Sterling montando un caballo castaño, que decían era un criollo colombiano, andaba siempre en compañía de un forastero con extremado acento paisa, también bien montado; algunos conocidos afirmaban que despilfarraban mucho dinero en las cantinas y en el prostíbulo de Carmen, donde eran bienvenidos por las damiselas que los rodeaban, los alardeaban y los consentían, no solo por sus atractivas pintas de vaqueros del viejo oeste, sino, más que todo, por sus caritativos bolsillos; aseveraban que Carmen se acercaba a ellos con esmerada cautela y se echaba al bolso sus dos revólveres. Uno que otro pueblerino se acercaba a su mesa para implorar un trago. Ellos no le negaban una bebida a nadie.

En las últimas dos semanas se rompió un récord importante: al escritorio de mi oficina llegaron de las veredas más de cincuenta memoriales, en los cuales denunciaban la pérdida de sus vaquitas, de sus marranos y de sus bestias; haciendo cuentas se contabilizaban en total ochenta y tres semovientes robados, además detallaban la presencia de encapuchados, que los amedrentaban con armas y tiros al aire durante sus incursiones. El informe de las denuncias se las reporté al señor alcalde, pero en realidad él estaba muy ocupado con la campaña de las próximas elecciones; la policía nada podía hacer, le correspondía patrullar el pueblo para unas votaciones en paz; y los carabineros que fungían de policía rural debían rondar a diario la hacienda del señor alcalde. Enfurecidos los líderes campesinos, se marcharon sin la atención debida, sin soluciones, sin respuestas, pero con la convicción firme de tomar sus propias decisiones.

Días después, en una mañana soleada, arribó a mi oficina el octogenario padre de Sterling con un memorial muy bien redactado, firmado por un prestigioso abogado de la capital, en el cual se reportaba la desaparición de Sterling y de su amigo paisa desde el pasado mes. Ante la cercana contienda electoral, no pudo hacerse ninguna averiguación al respecto; sin embargo, por las calles corrían rumores inverosímiles acerca de la suerte de Sterling y su compinche: que les hicieron puesto en el camino, los balearon y los enterraron en un lugar desconocido; que los arrestaron vivos y luego los ahorcaron y los dejaron colgados en una arboleda del cerro Pelao; y hasta afirmaron que durante la persecución los arrinconaron, los rodearon y les prendieron fuego, quedando sus cuerpos reducidos a cenizas. A ciencia cierta, y de lo que todos estamos seguros, es que nadie sabe qué pasó con Sterling.

El sábado pasado, día de mercado, estando en la esquina de la iglesia con mi amigo Absalón, vimos subir montado en su lenta mula de mercar a don Filiberto, el líder de la vereda Bajo Llano, y yo me atreví a preguntarle:

–Oiga compadre, ¿qué han sabido de Sterling?

Mirando de reojo y pasando de largo, con voz firme, pero con tono satírico, Filiberto respondió:

–¡Esperen! ¡Esperen! ¡Vea, señor escribiente de la alcaldía, para su tranquilidad otro Sterling llegará después de sus votaciones!

Rafael Garcés Robles

Imagen destacada: Pixabay

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