El argentino Javier Santos Rodríguez, de quien ya leímos el cuento «Pase al frente«, nos ofrece hoy el relato «Vitorino», una narración de personaje, como su propio nombre sugiere. Y para contarnos la historia de este personaje, Javier Santos Rodríguez echa mano más de las certezas sobre el tal Vitorino que sobre lo que se sabe de él, que no es mucho, por cierto.
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Cuento de Javier Santos Rodríguez: Vitorino
Su nombre era Vitorino; bah, se llamaba diferente, claro, pero poner su identidad a salvo es, creemos, el gesto más elogioso para un sujeto así; él lo habría querido de este modo: un homenaje desde lo anónimo, lo ambiguo y la duda.
Sabemos que fue siempre un ermitaño sin ermita. Peregrino de las calles del partido de San Isidro. Devoto de las noticias viejas que las páginas de los diarios sucios suelen derramar en cualquiera de las esquinas. Trotamundos sin pausa, sin prisa, de la zona norte del Gran Buenos Aires… Y del cosmos entero, por qué no.
Con votos de silencio y de pobreza, que es un decir (de indigencia quizás), rara vez se comunicaba con nosotros. Pero a diferencia de un fraile no obedecía ni a Dios, y no mendigaba en absoluto. Ni para comer. Era tan libre como un ave; tan enigmática su figura, que emanaba al pasar un aura de otro mundo.
Siempre los mismos zapatos rotos, el mismo saco mugriento, la barba entre rubia y blanca, crecida hasta el pecho, los pantalones viejos de tantos años de andar, el cabello revuelto por el tiempo y los soles.
Todo el mundo en Martínez lo conocía y lo respetaba como a un ángel caído, o como a un enviado místico y refulgente… Se lo podía ver también por Olivos, Boulogne, Villa Adelina, Vicente López: un luchador incansable contra la quietud.
Acerca de sus orígenes muchos han narrado leyendas variadas y diferentes. Algunos piensan que fue siempre, desde niño, un hombre enfermo. Otros en cambio aventuran una tradición más mítica y legendaria: que habría sido un médico cirujano, que al operar a su hija tuvo la desgraciada suerte de llevarla a morir, que enloqueció, que se dedicó a vagar sin rumbo, sin estrella. Hay otras tantas historias desatinadas también. Todas ellas relacionadas a la muerte, la enfermedad y demás falsedades inútiles. Ninguna de las versiones da en realidad con él, con quien fue este señor y ángel cimarrón.
Según algunos avezados habría sido por un tiempo catedrático profesor de filosofía en alguna prestigiosa universidad, puesto del que siempre renegó sin embargo; por su estado permanente de renegar contra el mundo mismo. Un buen día dijeron que vendió su biblioteca a un precio demasiado barato y se largó de todo.
Nosotros lo veíamos deambular. Jamás aceptaba dinero. Nunca una prenda de vestir. Iba en su ley sin jorobar a nadie; era una eminencia para algunos y un color local para los demás. Dormía cuando la noche y despertaba con el sol. Había renunciado a una vida de honores y tarimas porque creía que el mérito no estaba en las instituciones ni en los podios que estas suelen instituir. Suponemos que eso es cierto, aunque siempre hay noticias de lo contrario.
La última vez que se lo vio, contó algunas de esas cosas y otras tantas que evitaremos mencionar. Por respeto a sus silencios y a su amabilidad para contarnos y confesar sus más preciados secretos. Aquel día, fue hacia el lado del río y desapareció sin más. No lo volvimos a ver.
Algunos mentirosos aseguran que lo mataron unos borrachos porque simplemente no les gustó su presencia, su olor, y lo tiraron al río, despanzurrado y muerto; otros atestiguan una muerte natural sin encanto ni mito; nosotros, más poetas, suponemos que fue ascendido a un trono en el cielo nocturno, lejos de toda estrella pero muy cerca de la luna.
Desde entonces ha quedado escrito un epitafio que todos creen le pertenece. Está grabado en una esquina cercana a la estación Anchorena del Tren de la Costa. Y reza lo siguiente: “El éxito será siempre el mayor de tus fracasos”.
Javier Santos Rodríguez
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