Días atrás, cuando Miguel Bravo Vadillo me envió el soneto «El bufón Calabacilla», una de las veinte piezas poéticas que le ha dedicado al pintor Cervantes, le pregunté si en vez de Calabacilla (terminado en «a»), no sería «Calabacillas», terminando en «s», que es lo habitual.
Miguel me ha envió un largo email explicándome por qué ha elegido la grafía «Cabalacilla». Como su respuesta puede tener interés para los lectores de Narrativa Breve, le pedí permiso para publicarla. Y aquí la tenéis.
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Por qué «Calabacilla» y no «Calabacillas» | Miguel Bravo Vadillo
Me preguntas, mi buen amigo, si el nombre del bufón que retrata Velázquez no es Calabacillas en lugar de Calabacilla. Hay muchas y varias razones por las que he utilizado en mi soneto el término «Calabacilla». Todas ellas serían válidas por separado, pero más aún si las considero juntas. Estas razones debí de pensarlas en cuestión de minutos mientras componía dicho soneto (si bien ya me había documentado con anterioridad a la hora de enfrentar la composición), pero ahora que deseo exponerlas en este papel para dar respuesta a tu consulta, debo admitir que me ha llevado más tiempo y trabajo del que quisiera reconocer. No sabría ordenar dichas razones por orden de importancia, ni tengo ánimos siquiera para intentarlo; sí diré que creo haber colocado las razones de más peso al final. Por tanto, comenzaré por una cualquiera del resto.
Considero evidente que todo creador tiene potestad sobre cuanto a su obra se refiere y que, por tanto, bien puede y debe nombrar a una persona que aparezca en ella tal y como él decida, atendiendo incluso a su propio gusto y conveniencia si él mismo no hallara razones de más peso. Me explico: en una obra de creación podemos emplear un nombre distinto del suyo verdadero para designar a una persona real, aunque quizá, como en este caso, sea pertinente justificar dicha decisión. Sería más discutible, sin embargo, emplear otro nombre diferente del que empleó su creador para referirnos a un personaje de ficción (no sería lícito nombrar, ni siquiera en mi propia obra, a don Quijote, personaje de Cervantes, con otro nombre distinto del que su autor empleó). Felipe IV ha sido llamado por algunos «el Rey Planeta»; pero, si a mí no me gusta dicho apodo, ¿por qué no podría emplear otros en mi obra, tales como «el Rey Sosegado» o «el Rey Grave»? Con ello solo doy a entender que prefiero utilizar un apodo diferente al usual para designar a la misma persona. Y así, a Juan Calabazas lo llaman bufón Calabacillas, pero yo prefiero apodarlo bufón Calabacilla. Además, no se trata de un simple capricho, pues ya digo que tengo razones de peso para ello; y poca importancia puede tener que yo le cambie el apodo si, al fin y al cabo, puedo justificar dicho cambio.
En este caso concreto –el soneto que nos ocupa–, soy yo, como autor del mismo, y nadie más que yo quien decide cómo escribir el nombre del bufón retratado por Velázquez y comúnmente conocido por bufón Calabacillas: es mi privilegio como creador. Pero no por ello –de lo contrario no me hubiese atrevido a tal cosa– me muestro irrespetuoso con el pintor; y esto por dos razones: la primera porque él no nombró al bufón que retrata en su obra (ni siquiera puso nombre al cuadro en cuestión), solo lo retrató; y la segunda porque, como ya digo, si bien el cuadro no es de mi autoría, sí lo es el soneto. De hecho, creo nombrarlo «Calabacilla» con mucho más criterio que quien antaño lo nombró «Calabacillas» por razones muy distintas de las literarias o creativas; más aún si cabe suponer que la denominación de «Calabacillas» es, a mi entender, completamente errónea, como más adelante intentaré demostrar. En base a este privilegio que posee el poeta para nombrar cada cosa e incluso para cambiar de nombre a lo ya nombrado (si con ello no contraviene el privilegio de otro autor sobre su propia obra), no sería de extrañar que a partir de ahora todo el mundo conociera al susodicho bufón como «Calabacilla», y no «Calabacillas». Camus escribe en El hombre rebelde lo siguiente:
«…la unidad en arte surge al término de la transformación que el artista impone a lo real. (…). Esta corrección, que el artista opera con su lenguaje y con una redistribución de elementos sacados de lo real, se llama el estilo y da al universo recreado su unidad y sus límites. Apunta en todo rebelde, y logra en algunos genios, a dar su ley al mundo. “Los poetas –dice Shelley– son legisladores, no reconocidos, del mundo”».
Yo estoy muy lejos de ser un genio, obviamente; pero sí creo que tengo algo de poeta, de artista, y quizás también un poco de rebelde.
Pero, aunque bastara con decir que escribo «Calabacilla» porque me da la gana, no hay necesidad de ir tan lejos. Supongamos, como así se cree, que ya en la corte de Felipe IV se conociera al tal bufón por el apodo de «Calabacillas», y preguntémonos cuántas personas pronunciarían, realmente, «Calabacillas» en lugar de «Calabacilla». Muy pocos, creo yo, habrían de pronunciar esa «s» final, y eso ya me daría pie para optar por escribir dicho apodo de cualquiera de las dos formas: con una «s» final o sin ella. De un extraño individuo tengo conocimiento que fue apodado El tío cajillas a causa de su prominente mandíbula, pero con el tiempo todo el mundo acabó llamándolo, simplemente, Cajilla; y así llaman también a su hijo. Nadie pronuncia ya «el tío», y mucho menos la «s» final de «Cajillas». De hecho, él mismo, cuando dibuja su rúbrica en algún muro, escribe «Cajilla» (y nunca «Cajillas»). Esta sencilla anécdota puso la primera piedra en mi convencimiento de que yo mismo podría renombrar al bufón Calabacillas como Calabacilla; denominación esta, así en singular, que prefiero al plural por muchas otras razones, como ya iré mostrando a lo largo de estas páginas. De hecho, y si debo ser sincero, son las mismas razones por las que prefiero el singular «Calabaza» al plural «Calabazas»; a pesar de no haber tenido en cuenta esta denominación en mi propio soneto. Pero sigamos adelante.
Me gustaría aclarar, sin embargo, y antes de continuar, que podría haber escrito «Calabacillas» sin ningún empacho y haber utilizado rimas plurales acabadas en –illas. De hecho, es bastante fácil encontrar buenas rimas con –illas (no era este el problema, y tenía versos muy a propósito terminados en «coplillas», «cosquillas», «maravillas», «redondillas», «rosquillas» y «sencillas»), pero no era tan fácil encontrar rimas adecuadas en –azas. De estas tenía solo cuatro que me gustaban lo suficiente y con las que podía dar a los dos primeros cuartetos el sentido conceptual que yo buscaba. Así las cosas, no estaba dispuesto a renunciar a estos versos acabados en –azas porque me servían justo para decir lo que yo deseaba decir, pero al mismo tiempo condicionaban el sentido al que debía sujetar los versos acabados en –illas; y los que tenía no me servían en absoluto. Esto complicaba bastante el trabajo, puesto que las manos no las apoya sobre las rodillas, sino sobre una rodilla sola, y tampoco es válida la expresión «escribir de carrerillas». El otro cuarteto, sin embargo, lo tenía resuelto del siguiente modo:
Apodado bufón Calabacillas,
aunque tu nombre sea Calabazas,
no te pinta el pintor con malas trazas
solo para buscarte las cosquillas.
Pero tampoco era completamente de mi agrado, ni en concepto ni en forma, pues no quería abusar de las rimas en plural. De hecho, y como he dicho anteriormente, ni siquiera hubiese utilizado el plural «Calabazas», sino el singular «Calabaza», que considero más apropiado (ya explicaré este punto más adelante). A este respecto también tenía un cuarteto resuelto:
Apodado bufón Calabacilla,
aunque tu nombre sea Calabaza,
no te pinta el pintor con mala traza:
tu cuerpo entero es una pesadilla.
Y este sí era de mi agrado. Pero los problemas surgían con el otro cuarteto, donde por razones conceptuales solo podía emplear rimas acabadas en –azas para decir lo que yo deseaba decir; y estos versos, como ya digo, condicionaban por sí mismos el sentido que debían tomar los otros dos, debiendo, por dicha razón, acabar estos en –illa.
Otra solución hubiera sido utilizar el nombre de «Calabacillas» al principio del verso, y no al final, y haber buscado otra rima acabada en –illa para el final del verso (pero esta solución no era pertinente porque hubiese quedado redundante la rima interna en –illas con la rima externa en -illa). También podría haber utilizado rimas diferentes, no necesariamente acabadas en –illa o en –illas (ni siquiera tendría por qué haber utilizado el término «Calabacilla» en ninguna parte del soneto, a excepción, claro está, del título); pero resulta que dicha rima terminada en –illa, al igual que la rima acabada en –azas, eran las adecuadas, en el sentido de que con ellas podía encontrar los versos que más me satisfacían tanto por razones estilísticas como conceptuales, y no era cuestión de desbaratar el poema entero por tan poca cosa como suponía eliminar una «s» al final de uno de mis versos. Después de todo, pensé, si ya de por sí el dicho bufón es deforme y singular, poca injusticia le haré al singularizar también su nombre eliminando esa consonante tan contrahecha como su propio cuerpo (pues qué, ¿acaso habré de acabar en el Infierno por tan justa obra de caridad?). Y ya puestos a defraudar con el consonante, lo mismo da que salga calabaza que calabacilla (véase en el DRAE la expresión «salir alguien calabaza»).
Pero ya que hablamos del consonante, permítaseme que me ponga irónico y afirme que no parece tan grave cosa convertir a un Calabacillas en una Calabacilla, cuando en su Sueño del Infierno nos cuenta Quevedo que encontró a un poeta que por rimar con «absoluta» convirtió a una mujer honesta en puta, a un hidalgo en judío porque rimara con «lío», y a Herodes volvió inocente solo porque rimase con «impertinente». «Oh, ley de consonantes dura y recia», se queja el susodicho y ficticio poeta. Pero incluso el propio Quevedo, que de estas sumisiones aquí se mofa, llegó a convertir Egipto en «Egito» porque le hiciera el consonante con «infinito» y «frito». Y así el genial poeta escribe «érase una pirámide de Egito» en su célebre soneto A un hombre de gran nariz. ¿Y acaso habría de escribir «Egipto» forzosamente? Pues no, precisamente porque no hay ley que fuerce a un poeta a torcer los designios de su creación; antes bien, este optará por doblegar el consonante a torcer el sentido de la letra.
También yo, aunque solo fuera por unos instantes, pensé, al igual que Lope, que «no hallara consonante» que rimar pudiera con «pesadilla»; pero he ahí que bastaba para ello con hacer de esta calabaza vinatera una calabacilla. Así, las cosas, mi buen amigo, te ruego que seas compresivo y no andes a colar mosquitos, pues si Quevedo hubiera tenido escrúpulos a la hora de usar el término «Egito», nos hubiese privado de un soneto tan genial como divertido. Aprendamos, pues, de este Quevedo ingenioso y mordaz, capaz de reírse de todo y aun de todos, pero también de sí mismo.
Esto trae a mi memoria un viejo soneto de mi autoría (seguramente escrito en torno al año 1996, fecha en que compuse ocho de los veinte sonetos dedicados a la obra de Velázquez, el resto datan del año 2002), donde yo mismo hago –ni corto ni perezoso– mofa del consonante y de los obstáculos que a veces debemos superar los poetas cuando nos enfrentamos al papel en blanco y a las tiranías de la rima:
A UN MOSCARDÓN IMPERTINENTE
(In memoriam)
Meditaba al inicio de un soneto
buscando la segunda consonante,
y opté por dedicarlo al sumo Dante
cuando me vi acabando este cuarteto.
Aquí me estorba un díptero algo inquieto,
velloso y zumbador, tan enervante
que hago de aquel divino comediante
el falso creador de don Quijeto.
No me fuerza la rima, os lo aseguro,
a cometer tamaño disparate,
sino un moscón silbando en mi bigote.
Mas puedo prometer, sin ser perjuro,
que me corregiré cuando lo mate,
poniendo en su lugar a don Quijote.
En fin, todas estas razones bastarían por sí mismas para utilizar el singular «Calabacilla» en lugar de «Calabacillas», pero no las consideré ni las más importantes ni las más decisivas a la hora de tomar esta determinación. A continuación, no obstante, expongo las razones de más peso.
Según podemos leer en Wikipedia (véase la entrada «El bufón Calabacillas»), fue un tal Gregorio Cruzada Villaamil quien, en 1885, identificó al retratado en la obra de Velázquez como el bufón llamado Calabacillas, gracias a la calabaza que aparece a su izquierda. En 1910, en el catálogo del Museo del Prado, se consignaba que estaba acompañado de una calabaza a cada lado. Pero lo cierto es que solo aparece una calabaza, la que está situada a su izquierda; ya que a su derecha lo que podemos ver es una especie de vasija o cantimplora dorada y traslúcida (como demuestra el hecho de que podamos entrever a través de ella parte de las vestiduras del bufón). Con frecuencia, según se lee también en Wikipedia, dicha cantimplora dorada ha sido interpretada «como una segunda calabaza para forzar la identificación del personaje anónimo de los antiguos inventarios con el bufón llamado Juan Calabazas», entiendo que por el hecho de que, al haber dos calabazas, sería más fácil justificar el plural «Calabazas».
En mi opinión, solo hay una calabaza en el cuadro de Velázquez, del tipo vinatera (véase «calabaza vinatera» en el DRAE), y que, a su vez, está haciendo referencia a la cabeza del bufón, quien, según se cuenta, era muy aficionado al vino. Estos elementos (calabaza y jarra de vino) los estaría utilizando Velázquez de manera simbólica, y por eso señalo en uno de mis versos que el calabacín (lo nombro «calabacín», que es sinónimo de calabaza en la segunda acepción del DRAE, para no redundar demasiado en el mismo término y sacar partido del acento en la cuarta sílaba métrica; aunque esto es otra historia), señalo, digo, que el calabacín parece estar soñando con la jarra (pues, como es sabido, «calabaza» –y asimismo «calabacín»– hace referencia a la propia cabeza del bufón). Los críticos, sin embargo, siguen empeñados en afirmar que este efecto no es más que un simple arrepentimiento del pintor, y que pinta la calabaza sobre una jarra anterior que el artista no llegó a eliminar completamente del lienzo. Pero para mí, que no sigo las sugerencias del crítico, sino que me pongo en el lugar de Velázquez (del creador, del artista, en definitiva), se hace evidente que la calabaza vinatera (el calabacín, en mi soneto) está pensando, de algún modo, en la jarra de vino: expresión surrealista, pero pertinente porque el propio Juan Calabaza era muy dado a beber vino. Luego su cabeza (su calabaza) la tenía siempre puesta en la jarra de vino; y entiendo que esto es lo que nos quiere transmitir Velázquez (muy aficionado a la simbología en sus cuadros) con este efecto pictórico. Sería absurdo pensar que solo se trata de un arrepentimiento, un pentimenti, del pintor; como si el bueno de Velázquez fuese idiota y no hubiera podido ocultar completamente esa jarra de no haberle interesado que apareciese en el cuadro cumpliendo una función deliberada y consciente.
No tenemos noticia cierta sobre el verdadero nombre de este bufón, también apodado El bizco (y que en varios inventarios aparece designado erróneamente como Bobo de Coria); pero sí sabemos que fue llamado Juan Calabazas debido a su tara mental, tal y como podemos leer en la ficha con que se documenta la obra en la propia Galería en línea del Museo del Prado:
«su nombre, que se cuenta entre los que han sido denominados como nombres-mote; es decir, aquellos puestos a posteriori y que se basan en una característica física, psíquica o biográfica del interesado. “Calabazas” es un apellido que se documenta respecto a otros bufones desde mediados del siglo XVI y hace alusión a una tara mental, por cuanto existía una tradición de uso de esa palabra para referirse a la falta de juicio».
De hecho, si acudimos al diccionario de la RAE, veremos que para la entrada «calabaza» (en singular) sigue recogiendo la acepción «persona inepta y muy ignorante» (y así mismo para la entrada «calabacín», como ya he dicho más arriba). Así las cosas, sería más apropiado haber llamado a nuestro bufón «Juan Calabaza», puesto que estamos ante una sola persona (lo que implica una sola cabeza) y no «Juan Calabazas»; ya que «calabazas» debería hacer referencia, por fuerza, a más de una persona inepta y muy ignorante. Y puesto que el apodo «Calabacillas» es un mero diminutivo de «Calabazas», lo más lógico sería haberlo nombrado «Calabacilla». En suma, el retratado habría de llamarse Juan Calabaza, apodado bufón Calabacilla.
Dadas estas explicaciones, sería más pertinente, no preguntar por qué nombro al bufón «Calabacilla» en lugar de «Calabacillas», sino por qué escribo «Calabazas» y no «Calabaza». A cuya pregunta, ahora sí, mi buen amigo, me vería obligado a contestar: ¡ay, me vi forzado por el consonante! Pues, como ya he señalado en estas páginas, no pude hallar rimas a propósito acabadas en –aza.
En fin, querido amigo, después de emplear toda esta parrafada para justificar el cambio de «Calabacillas» a «Calabacilla», la simple eliminación de la «s» final de un apodo, te dará una ligera idea de cómo funciona mi mente. Por fortuna no me has pedido que te hiciera una exégesis de los 20 sonetos, pues de ese trabajo ya hubiera desistido. En cualquier caso, las razones que expongo en este texto que tanto me ha costado escribir (quizá más por falta de fuerzas y de entusiasmo que de tiempo) se me presentaron en un improviso a la imaginación; y así, con apenas anotarlas sucintamente en un papel, pude en apenas un instante tomar las resoluciones oportunas para sacar adelante el soneto que nos ocupa sin mayores dificultades ni dilaciones. Dicho lo cual, debo concluir que la presente explicación –quizá algo extensa, aunque espero que no tediosa ni carente de humor e ingenio–, es una merced que hago a tu curiosidad por mera cortesía y en loor de nuestra amistad.
Espero haber aclarado tus dudas a este respecto.
Un abrazo.
M. B. V.
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