Vine a la ciudad de Ovalle a visitar a mis amigos Luz María Rivera y Pedro García. Viven solos; sus tres hijos (profesionales) están radicados en Viña del Mar. En el cuarto donde he dormido, hallé la novela Marianela, de Marianela Benito Pérez Galdós (1843-1920).
El libro pertenece a Felipe, el hijo mayor. Se lee en el colegio. Yo no lo hice; me concentré en El Quijote. Me arrepiento; pude haber leído las dos. Ahora traté de ponerme al día y concluí que es un clásico de la literatura universal. Investigué sus pormenores. Algunos expertos dicen que pertenece a la corriente realista; otros, al naturalismo de Zola. Un último analista nos dice que es del movimiento llamado “simbolismo”. Busqué aclaraciones. No entendí nada. ¿Por qué ese afán de encasillar a escritores, pintores, filósofos y cantantes líricos?
Marianela está basada en un caso real de un joven que es ciego de nacimiento y que con la ayuda de un médico que llega a su pueblo llamado Aldeacorba (norte de España), se somete a una operación y recupera la vista. Terrible milagro de la ciencia para una joven esmirriada y fea que se llama María, pero le dicen Nela, que está enamorada del joven. Pero este se casa con otra muchacha, linda de verdad, bajo curiosas circunstancias.
Galdós sacó la historia de una revista sobre psicología que llegó a su correo. Cuando la escribió, allá 1878, España comenzaba a vivir la Revolución Industrial. El autor se cuelga a ese fenómeno social para hacer una pintura de la época y criticar de paso a políticos y burguesía. Pertenece a un conjunto de escritos que se localizan en la época de sus primeras novelas o novelas de la primera época.
Curioso el nombre del perro, Choto, y del médico: Teodoro Golfín. Podría haberse llamado, simplemente, Antolín o Heriberto. Golfín suena a judío. No sé; un detalle entre muchos que contiene el texto.
Les entrego un fragmento de la novela. Es el comienzo del Capítulo II, donde el médico conoce al joven ciego y establecen una amistad, mientras Nela, de mano del escritor, comienza a mostrarse con su augusta belleza interior y su triste fealdad externa.

Ernesto Bustos Garrido, periodista formado en la Universidad de Chile, profesor en la misma casa de estudios, Universidad Católica y Universidad Diego Portales, cronista por 40 años de diarios y comentarista en radio y televisión. Director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. Secretario de prensa de la Presidencia de la República y de la Rectoría de la U. de Chile y gerente de RR.PP. de la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Editor/propietario de la Revista Solo Pesca y Cazar y Pescar. Reside en la localidad de Los Vilos, Cuarta Región, Chile y se dedica a escribir. Ha ganado últimamente dos concursos literarios.
Fragmento de Marianela (Capítulo II)
Benito Pérez Galdós
–¿Ciego de nacimiento? –dijo Golfín con vivo interés que no era sólo inspirado por la compasión.
–Sí, señor, de nacimiento -repuso el ciego con naturalidad. No conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
–Quién sabe… –manifestó Teodoro–, ¿pero qué es esto que veo, amigo mío, qué sorprendente espectáculo es este?
El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos. Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas, inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde siglos de siglos.
–¿En dónde estamos, buen amigo? –dijo Golfín–. Esto es una pesadilla.

–Esta zona de la mina se llama la Terrible –repuso el ciego indiferente al estupor de su compañero de camino-. Ha estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto presenta un
golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo de nada de eso entiendo.
-Espectáculo asombroso, sí -dijo el forastero deteniéndose en contemplarlo-, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece? Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos y sombrajos que engendra la fiebre.
– ¡Choto, Choto, aquí! -dijo el ciego-. Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería.
En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas. El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Lo siguió el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.
-Es pasmoso -dijo- que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
-Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas perpendiculares. Después dijo:
-Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted frío?
-Diga usted, buen amigo -interrogó el doctor festivamente-. ¿Está usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
-Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura… Ahora vuelve la piedra… Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra… También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos… ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.
–¿Quién, el sapo?
–Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
–En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes. Lo oyó también el ciego; se volvió bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:
–¿La oye usted?
–Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?…
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
–¡Nela!… ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
–No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería… en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
–La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer volvíamos juntos del prado grande… hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, me metí en la cabaña de Remolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, me acordé de que un amigo había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted… Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las oficinas.
–Muchas gracias, amigo mío
Fin del fragmento
Editorial “Colicheuque” Limitada-Sabtiago de Chile- 2001
Ovalle 12.09.2022
Nota:
Choto significa “mamón”. Se les dice así a los terneros de la vaca. También a las crías de las cabras. En algunos países el choto es el pene.
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