En mayor o medida, les cuesta caminar, ver o escuchar. Son lentos de reflejos, a veces no entienden lo que se les dice, y su articulación verbal –si es que hablan– deja bastante que desear.
Algunos caminan apoyados en sus familiares o cogidos de la mano; otros, motorizados, ni siquiera caminan.
Carne de cañón de los quirófanos, no van a estar nunca en la plantilla del Real Madrid, no estudiarán en las mejores universidades, no trabajarán en Silicon Valley ni pilotarán un avión.
Son la otra cara de la moneda. Son discapacitados, son los niños más frágiles de nuestra sociedad y dependen de nosotros al máximo. Como bien reza un proverbio africano, se necesita toda una tribu para cuidar a un niño. Y en este caso nunca mejor dicho.
Afortunadamente, están muy bien cuidados.
Quien piense que los profesores se echan atrás ante esta circunstancia de adversidad se equivoca. Todo lo contrario. Una de las estampas más prometedoras que he visto en los últimos años –si no la que más– es ese mimo con el que estos profesores y profesoras (por lo general, más mujeres que hombres) acogen con los brazos abiertos a estos niños, y cómo estos niños se dejan querer con una tímida sonrisa.
Todo el mundo debería acudir al menos una vez en la vida a las puertas de un colegio especial. Acudir una mañana para observar, aunque sea desde la distancia (desde la distancia física y desde la distancia emocional que da la normalidad cromosómica y neurológica), cómo los padres entregan lo que más quieren (sus hijos) a estos profesores, y cómo estos se los devuelven cada tarde, cansados pero felices, después de una jornada que vale su peso en oro.
Todo el mundo, digo, debería acudir al menos una vez en la vida a las puertas de un colegio especial para ver a esos niños deseosos de capacitarse día a día.
Algunos idiotas nihilistas con ganas de llamar la atención afirman que la raza humana debería extinguirse, cuando lo ideal sería que se extinguieran ellos, patanes adictos al postureo, gente desocupada, diletantes del pensamiento inane con demasiado tiempo libre para regodearse en sus inmaduras diatribas tabernarias.
Yo prefiero seguir en la lucha y alimentar el pensamiento de que mientras esas escenas de entrega y sacrificio se repitan día a día a las puertas de los colegios especiales, todavía nos quedará algo de esperanza con la que ir tirando en un mundo tan difícil y atrabiliario como este.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo, autor de El Diario Down.
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