Como las hojas que barre el viento bajo el tímido sol de octubre, quisiera rescatar aquí algunos pensamientos dispersos en esta otoñada. Últimamente estoy tratando de recuperar lecturas antiguas que, en su día, no comprendí o no entendí, que parece lo mismo, pero no es igual. Una de ellas ha sido la famosa novela que fue premio Nadal en 1944 y cuya primera edición data nada menos que de mayo de 1945, es decir, cuando terminaba la Segunda Guerra Mundial en Europa. Me refiero por supuesto a Nada, de Carmen Laforet, escritora que por cierto no me dice nada ni de la que sabía nada por adelantado, valgan todas estas redundancias. Primero por el largo prejuicio que tenemos algunos hombres hacia la literatura escrita por mujeres, segundo porque, personalmente, no me interesan tanto la biografía de los autores como sus obras, por lo que normalmente prescindo de prólogos e introducciones antes de sumergirme en la obra. Tal vez esto pueda parecer un poco arrogante o, quizás, una presunción de seguridad o de criterio propio a la hora de “enfrentarme” a una obra literaria o, por antonomasia, a una obra artística de cualquier naturaleza, pero lo cierto es que siempre he creído que la primera y más prístina impresión suele ser la más auténtica. Luego vendrán las matizaciones y las consabidas interpretaciones de las que se nutre el mercado y la opinión pública.
No obstante, cuando era apenas un adolescente y devoraba todo lo que caía en mis manos sin ton ni son, con el único objetivo de escapar de un ambiente opresor, de mí mismo o de mis obsesiones; cuando intentaba vivir en un mundo “ficcional” para evadirme de la realidad, sin sospechar que esa realidad me atraparía tarde o temprano, tuve muchos fracasos intelectuales. Entonces, por ejemplo, no pude llegar a Nada, de Laforet (porque «no llegar a nada» es otra cosa), y abandoné el libro asqueado tras algún fallido intento. Mi alma no estaba preparada para aceptar tal lenguaje impresionista-expresionista, tales reflexiones y, sobre todo, tales abismos emocionales. Bien dice la Laforet a través del personaje principal de su novela —una muchacha joven que llega a estudiar en Barcelona— que “con los muchachos era imposible el tono misterioso y reticente de las confidencias, al que las chicas suelen ser aficionadas, el encanto de desmenuzar el alma, el roce de la sensibilidad almacenada durante años…”» (p. 59). Tal vez así fuera entonces, en plena posguerra española, como esos dos personajes masculinos tan negativos que se presentan en la novela: el tío Juan y el tío Ramón. Mientras que Ramón es todo frialdad y cálculo malicioso, Juan parece desquiciado entre sus pasiones y sus aversiones, hasta el punto de que adora y maltrata a su mujer, Gloria, protege a su hijo pequeño con devoción, pero provoca continuos altercados violentos que esparcen la confusión y el odio en la casa. Cuántos de mi generación hemos vivido esas situaciones de enfrentamientos por naderías, gritos e insultos provocados por cualquier noticia en la TV a la hora de comer, discusiones bizantinas y broncas, al final, por el solo hecho de quedar por encima del otro, por cuestiones de ego. Nadie nos enseñó —sobre todo a los hombres— a manejar nuestro mundo emocional. Se suponía por entonces que eso se debía dejar en manos de las mujeres.
Y no es que no se presenten figuras femeninas desde una óptica negativa, como la tía Angustias (significativo nombre) o la “abuelita” que, a pesar de ser buena como el pan, no goza de la simpatía de la narradora protagonista hasta el punto que no recibe un nombre concreto, como si su existencia fuera insignificante. Andrea narra sus experiencias en primera persona —con la excepción de unas pocas páginas en forma “teatral” que hablan del pasado (p. 44-54)— y casi se podría pensar que autora y personaje literario son lo mismo, mejor dicho, que la autora expresa por boca del personaje principal su auténtica perspectiva o visión del mundo. Tal vez siempre haya sido así, aunque una de las características de la buena literatura es ocultar la propia y cambiante opinión detrás de variadas voces que interpretan el mundo a su manera. Quizás late mucha rabia contenida en la novela y, ya que no se puede expresar por los cauces normales por mor de la época y de la censura, hay un disimulo bastante equilibrado de la propia herida. Menos mal; precisamente ese equilibrio que podríamos llamar «forzado» es lo que hace brillar a la obra maestra. Podríamos decir lo mismo de El Quijote, pero no se trata aquí —y nunca se trató, al menos en mi caso— de un análisis comparativo. Decíamos que, así como Angustia es el personaje más odiado, la abuelita es quizás el más despreciado por la narradora, lo que se revela claramente al final, al hacerla responsable de la evolución negativa de sus dos hijos —Román incluso se suicida— porque “siempre prefirió usted a sus hijos varones” (p. 283).
Es ahí donde, el otro día, surgió el comentario de una amiga muy leída al considerar Nada, de Carmen Laforet, como la primera novela feminista en España. Cuando me lo dijo, estaba yo a mitad de la narración y disfrutaba bastante con el desgarrado subjetivismo de la autora, pero no veía nada feminista en su discurso. En eso precisamente estriba la genialidad de Carmen Laforet en esta novelita que, repito, debió ocultar aspectos ideológicos, sexuales, políticos o emancipatorios bajo un estilo aparentemente sumiso o conciliatorio. El zarpazo viene al final cuando ya no los esperamos —el suicidio de Román, justo castigo a tanta iniquidad—, y a partir de ahí la novela se hace insulsa y bastante convencional. Es la despedida de Barcelona y de los bajos fondos (el infierno) de una ciudad vencida doblemente para dirigirse a un Madrid luminoso (el cielo) favorecido por el régimen. Sí, Carmen Laforet fue probablemente feminista, no podía menos que darse cuenta de los abusos contra las mujeres que se daban en todos los sectores de la sociedad y denunciarlos, pero fue, en el fondo, una feminista situada en su tiempo y en su lugar, así que no es extraño que alabe las virtudes de la gran burguesía catalana y se introduzca en los círculos artísticos de “la clase alta” despreciando las mezquinas pasiones del pueblo vencido. Por eso el régimen permitió su publicación, porque entre otras cosas Román aparece sospechosamente clandestino y políticamente ambiguo, con actitudes un tanto chulescas y demasiado “autosuficiente” frente a su hermano Juan, que es un hombre roto y al que se sugiere deberían llevar a un manicomio… (p. 289).
El personaje femenino Ena, gloriosa amazona rubia de la alta burguesía catalana con un padre bondadoso y una familia “noble”, aparece bajo la brillante luz también de la autosuficiencia y de la seguridad, capaz de enfrentarse al demonio encarnado —Román, que había seducido a su madre cuando era joven— y vencerlo en su propio terreno. Si para eso tuvo que entregarse a él y vivir su particular infierno pasional, no lo sabemos con certeza, pues lo explícitamente sexual aparece bajo la difusa luz de interpretaciones que sugieren, o parecen sugerir, la ausencia de todo roce carnal. Tal vez la jovencísima Ena, como la propia Andrea, deseaban al hombre maduro independiente, fuerte y aparentemente insensible, cual el tío Ramón, y quisieron vivir su propio descenso a los infiernos para luego regresar al cielo de los hombres serenos y la vida equilibrada del matrimonio. No me parece mal. En cambio Gloria, de pelo rojo como el diablo, es otro personaje ambiguo incapaz de librarse de la sombra de su pasión por Román y por el juego —¡que sustituye al sexo en el barrio chino de Barcelona! Mujer de una belleza demoníaca y ambivalente, se deja pintar desnuda por ambos hermanos y pegar por su marido Juan, pero se «escapa» repetidamente en busca de aventuras a casa de su hermana, o espía escondida en la oscuridad de las escaleras los movimientos de Román. Asimismo demoníaco y andrógino, fumando continuamente en su cama turca e interpretando el violín de manera genial, cual romántico abocado al fracaso, yace Román ensangrentado. Fue por un lado prisionero en «la checa» durante la guerra, por el otro tuvo «un cargo político con los rojos». ¿Qué pensar de él ideológicamente? Tal vez nada o tal vez todo, porque ese es el privilegio de una buena ficción, hacernos concebir mundos como quizás hubieran podido llegar a ser, podrían llegar a ser o fueron ciertos dentro de la particular visión de cada cual. En ese sentido doy la razón a mi amiga y creo sinceramente que esta novela fue la primera visión «feminista» de la sociedad española por la sencilla razón de que está escrita desde el punto de vista de una mujer que se percibía a sí misma muy femenina, pero, siento decirlo, nada feminista. La mujer nunca ha estado plenamente a gusto en los ambientes de destrucción, por muy interesantes que sean.
Laforet, Carmen. Nada. Barcelona: Ediciones Destino, 1973
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