Bauer llegó a su atelier temprano, antes del amanecer. Hacía días que venía cayendo a esas horas. El canillita de la esquina cuenta que esa vez no respondió el saludo. Pensó que estaría enojada con él. Dijo además que la vio muy linda: llevaba entonces su mejor vestido, unas alpargatas finas, distintas a las de siempre. Su cabello suelto, a diferencia de otros días, posaba libre para el viento de ese otoño, igualito al retrato.
Margarita, su mejor amiga, había hablado por teléfono con ella la noche anterior. Pero Cristina Bauer poco le dijo; sin embargo, notó en su voz y en sus palabras una emotividad extraña. La conversación trataba algo acerca de su obra maestra; Margarita no reveló mucho aunque le hubiese gustado, dijo, convencerla de ir unos días a Mar del Plata.
Bebedetto, su antiguo maestro, fue entrevistado también. Él se reía de todos porque decía que nadie entendía nada. Le causaban mucha gracia los paparazzis, los periodistas serios, la opinión pública en general, el mundo real, chato, que pensaba con desprecio demasiado en la razón. Según él, no había mucho que decir al respecto, dado que no se trataba de la desaparición de Bauer, porque la tela hablaba y revelaba dónde por fin.
Sus viejos alumnos se ofrecieron para contar también lo que sabían. Uno de ellos –un tal Javier– mencionó lo que Bauer siempre le decía: “El arte y la vida se conocen y se aman mucho, la gente de este siglo suele separar este matrimonio; mi obra maestra será siempre volverlo a unir”.
La policía viene rastreando el cuerpo. Ninguno da con su paradero. Malas lenguas andan diciendo que se tiró al río y que se fundió con el paisaje; los que más la conocen piensan que está en su autorretrato, ahora en exposición en una galería famosa como si fuera un milagro de una virgen pagana en un templo distinto.
No sé si la verdad tenga una sola cara.
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Francisco Rodríguez Criado
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