Año 2022, Woody Allen publica un libro en cuyas dos dedicatorias escribe:
“A Manzie y Bechet, nuestras dos hijas adorables, que han crecido ante nuestros ojos y han utilizado nuestras tarjetas de crédito a nuestras espaldas.
Y, por supuesto, a Soon-Yi; si Bram Stoker te hubiera conocido, habría escrito la secuela”.
El libro se titula Zero Gravity y es inmediatamente editado en mi país por Alianza editorial (que lo ha titulado Gravedad cero, bien por ellos) y traducido muy esforzadamente a mi idioma por Eduardo Hojman. Yo me he reído algunas veces, otras muchas he sonreído. El libro es un libro de cuentos, de relatos, literatura, vaya. Y es más gracioso que bueno (“tuve un infarto de miocardio que quedó registrado en el laboratorio oceanográfico de Tokio”). Pero tiene su cosa, no en vano detrás de él, encima de él, dentro de él, debajo de él está el genio neoyorquino por antonomasia. El cineasta prodigiosamente singular que es Woody Allen. ¿Es eso suficiente? Sigo.
El prólogo es obra de la escritora y crítica literaria estadounidense (neoyorquina como Allen) Daphne Merkin, quien comienza diciendo que “no es fácil ser gracioso”. Qué duda cabe (a mí no, hay quien la gracia y el gusto por lo gracioso lo tiene en otro universo distinto al mío, lo comprendo y casi hasta lo disculpo) de que Allen es (muy) gracioso, de hecho, la prologuista nos dice que están los humoristas buenos… “y luego está Woody Allen”. Ojo, en tono de elogio lo dice.
El primer libro de relatos del director de Annie Hall se había publicado en 1971 y aquí, en mi país, lo titularon Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. Lo leí hace muchos años. Me gustó. O eso recuerdo. El segundo es de 1975, también creo que me gustó (muchísimo) y se llamaba Sin plumas. Me entusiasmaba su chispeante habilidad para sortear la seriedad a base de lo cómico, qué si no. De 1980 es Efectos secundarios y de 2007 Pura anarquía, sus otros dos libros de narraciones breves. Esos no los he leído, y caigo ahora en la cuenta de que me debí despistar en su momento (dos veces a lo largo de 37 años), claro que ¿porquédejamosdeleeralosautoresqueescribecosasquenosgustan? El caso es que Gravedad cero es el quinto libro de cuentos escrito por Allen. De los 18 que lo componen, unos ya habían ido saliendo entre 2008 y 2013 en The New Yorker (‘El mal de la vaca loca’, protagonizada, sí, por una vaca; ‘‘Que el verdadero avatar se levante, por favor’; ‘Apéndices de Manhattan’, que comienza con la reencarnación de un dentista en langosta; ‘Bueno, ¿dónde dejé el tanque de oxígeno’; ‘Ni una criatura se movía’; ‘Esfuérzate; lo recordarás’; ‘El dinero puede comprar felicidad; ¡no me digas!’; y ‘Por encima, alrededor y a través, su alteza’), en tanto que otros han salido del caletre del director de Blue Jasmine recientemente ya para engrosar este volumen (‘No puedes volver a casa… y he aquí el motivo’; ‘Park Avenue, piso alto, urge vender… o nos tiramos’; ‘Polluelas, ¿no salís esta noche?’; ‘Un poco de cirugía facial nunca le hizo daño a nadie’, que se inicia con la noticia periodística de que “la Policía de la isla de Pascua detiene a un turista por arrancar la oreja de una estatua”; ‘Despertadme cuando acabe’; ‘Embrollo en la dinastía’; ‘No se permiten mascotas’, donde podemos leer lo de “esas titánicas nenas de Victoria’s Secret cuyo cuerpo prueba sin lugar a dudas la existencia de Dios”, gluups, cuidado entregados a la cultura del trauma, no dejéis de respirar; ‘Cuando el adorno de tu capó es Nietzsche’; ‘No hay nada como el cerebro’; ‘Rembrandt por una cabeza’; y el más largo y más literario de todos, el de más calidad, ‘Crecer en Manhattan’, casi absolutamente delicioso).

El elogio de Daphne Merkin, como buena prologuista, ahí va:
“En estos tiempos cada vez más oscuros, en los que un matón ruso bajito de ojos rasgados parece dispuesto a desencadenar el caos y la destrucción en el mundo, una de las pocas maneras en que todavía podemos confiar para aliviarnos levemente del pesimismo y la desesperación es la que nos ofrecen el toque de humor ligero y sensible y las ocurrencias de obscenidad descarnada, que nos recuerdan que hay facetas de la vida que quedan por encima de lo espantoso. Si en algún momento fue importante recurrir a los payasos, ese momento es ahora. Woody Allen entra en escena”.
Quiero que te hagas una idea del tipo de textos que contiene Gravedad cero. Mira este de ‘No puedes volver a casa… y he aquí el motivo’:
“Sin saber lo pronto que empiezan a trabajar los equipos de filmación, el día de la cita me vi arrancado antes del alba de las garras de seis benzodiazepinas por esa clase de golpes en la puerta principal que uno relaciona con el descubrimiento del escondite de Anna Frank. Temiendo que se hubiera producido un terremoto o un ataque de gas sarín, salté de la cama, me resbalé, bajé la escalera rebotando de espaldas y me encontré con la calle cubierta de remolques y conos de tráfico”.
O este otro con el que da comienzo ‘Que el verdadero avatar se levante, por favor’:
“Supongo que es bastante probable que algunos dioses con forma humana se hayan dejado ver por esta canica azul de tanto en tanto, pero dudo mucho que alguno se haya paseado por Rodeo Drive a bordo de un T-bird con el aplomo y la presencia de Warren Beatty”.

Allen se burla de todo quisque, de una madre, “una mujer enfadada que había convertido la queja en una disciplina artística”; de los dramaturgos tiquismiquis, “esos miopes sensibles que gritan infanticidio cada vez que les pides que cambien una línea”; de Dios, cómo no, de quien un personaje —el protagonista del mejor cuento del volumen, ‘Crecer en Manhattan’, un tipo en el que no es muy difícil reconocer a uno de esos que salen en sus películas, salían, más bien, y querían hacernos creer que tal vez nuestro autor se hubiera inspirado en sí mismo para darlos vida— dice que, si Dios se hubiera tomado un poco más de tiempo en hacer el mundo, y no sólo esos míseros seis días, tal vez le habría salido bien. Es un tipo de burla la de Allen a menudo pretenciosa que consigue eludir su esnobismo gafapasta: puro Woody. Otras veces es una burla blanca, sin maldad, limpia, de escalpelo, como cuando hace decir a un personaje suyo, una ninfómana, eso de que “siento que el sexo con más de una docena de personas a la vez puede volverse demasiado impersonal”. Pero el riesgo siempre se asume cuando se usa el humor para descifrar el mundo, para intentar ver la realidad mejor, así, escuchamos decir a ese mismo personaje, el del chiste anterior, que “si bien en realidad no me interesaba el sadomasoquismo, detestaba verme a mí misma como una de esas mujeres de miras estrechas o una aguafiestas que se quejan si las atan, las encapuchan y las muelen a palos”. Gluups, ¿otra vez, señor Allen?
En el libro volvemos a apreciar ese continuum en la obra del creador de Días de radio que pretende aclarar algo todo este entramado que es la vida humana… Sin conseguirlo: “¿dónde estaba escrito que todo debía tener una explicación?”. Todo sucediendo “en el caos sin sentido del cosmos”. El caso es que es verdad que “las ilusiones nos hacen falta”, quizás sea cierto también que “sin mentirnos a nosotros mismos sería difícil sobrevivir un día más”. No me extraña que haya quien diga en su último cuento que “el pesimismo no es más que el realismo con otro nombre”. La vida no es más que un “gigantesco ¿y qué?”.
Despidamos esto con un chiste:
“Estaba casado con una mujer que se parecía a Yasser Arafat y era un mujeriego compulsivo que prometió papeles a tantas actrices si se le entregaban que se vio obligado a rodar Guerra y paz con un elenco exclusivamente femenino”.
Hablando del escritor ruso:
“Tolstói había escrito que todas las familias infelices lo eran de diferentes maneras y a él y a su esposa siempre se les ocurrían maneras nuevas”.
Y fin.
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