Primero los datos. La película está basada en una novela de 1951, del escritor italiano Alberto Moravia. En la novela, a su vez, la figura del profesor asesinado está basada en un intelectual italiano antes y durante la dictadura de Mussolini, Carlo Rosselli, el cual, por cierto, fue un «teórico del socialismo liberal no marxista». Era lógico, dados los tiempos que se vivían por entonces en la Unión Soviética y, especialmente, después del vergonzoso pacto entre Hitler y Stalin. Puede que nadie haya hecho tanto daño al pensamiento de Marx y Engels como aquel dirigente político de la URSS y su compinche ideológico, Lenin. Pero eso es harina de otro costal y no quisiera apartarme del tema.
Es posible que Bertolucci hubiera estado al tanto, cuando ideó la película que le catapultó a la fama, del proceso contra Adolf Eichmann que documentó Hannah Arendt en su polémica obra, Un informe sobre la banalidad del mal (1963). En todo caso, eso es lo que vino a mi mente cuando vi la película: un estudio bastante acertado de los individuos que se prestan a colaborar con un régimen totalitario, sea este del signo que sea. En ese sentido el Fascismo, en el sentido riguroso del término, es una creación típicamente italiana cuya ideología se exporta a otras culturas del ámbito mediterráneo, cual pueda ser España con la Falange. No es casual que la película esté mayormente ambientada en los años treinta, cuando transcurría la guerra en España como enfrentamiento ideológico par excellence. Es por tanto una película política, esta de Bertolucci, y además, por la fecha, típica heredera de los movimientos libertarios, liberadores o contraculturales de 1968.
Pero la temática de la película va mucho más allá y trata de ser un estudio de la naturaleza humana, de la cobardía y de la sumisión frente al poder o los poderes vigentes. En eso entronca con el referido libro sobre Eichmann, puesto que, además, me he adentrado en el pensamiento (el de Arendt) gracias a una conferencia que daría en 1954, publicada en inglés por primera vez en 1990: Sócrates, una apología de la pluralidad.
El protagonista de El conformista busca «la normalidad» que no encuentra en su pasado anormal —ha matado a un hombre siendo un adolescente y ha sido nunca descubierto ni castigado por ello. Por tanto, según Arendt, se ha acostumbrado a vivir con un asesino en casa, dentro de sí mismo y, es más, puede considerar lógicamente que cualquiera a su alrededor pudiera ser un asesino. Ha roto, por decirlo así, el acuerdo consigo mismo, y por eso busca desesperadamente servir a los designios del poder, de cualquier poder, para esconderse en la masa. Puede ser, pero las palabras «esclarecedoras» que surgieron en el debate del cine fórum fueron «los fascistas, oportunistas y cínicos», a lo que me atreví a responder que los verdaderos fascistas o fanáticos no suelen ser cínicos, pero que se valen precisamente de este tipo de personas para ejecutar su política y mantenerse en el poder. Eichmann es un típico caso de esta postura, puesto que sin mala conciencia respondía a las acusaciones que le hacían sobre la deportación de miles de judíos a los campos de exterminio con el imperativo kantiano de «yo solo cumplía órdenes de los legisladores» o «hacía mi trabajo», como repetidamente expresa el matón que «protege» al protagonista de la película de Bertolucci. El cual matón se permite añadir al final, en una declaración muy programática del pensamiento simplista en la extrema derecha: «No soporto a los homosexuales, a los judíos o a los cobardes». Es, en ese sentido, más sincero que el protagonista. Naturalmente que Eichmann se había convencido de que los judíos, homosexuales, gitanos, rojos o impedidos físicos o psíquicos eran Unmenschen (inhumanos) y que por tanto había que efectuar una labor de «higiene» en la sociedad humana para poder ser mejores y progresar como «raza». No hay más que leer Mein Kampf de Hitler para comprender de un plumazo que la propaganda ideológica, tanto del partido nacionalsocialista como del Fascio italiano, está basada en el odio al contrario, a lo diferente. Aparte de una nostalgia por un pasado irrepetible y, además, irrecuperable por ser un pasado que no se puede vivir en el presente, como siempre. De todas maneras, un buen intento reaccionario, como bien se diría hoy con lenguaje típicamente manierista. El profesor italiano muele apuñalado por sus agresores como César en el Senado de Roma, pero es su propio discípulo preferido el que le traiciona, de la misma manera que Brutus traicionó a César.
El protagonista no pega un tiro, porque los únicos que pegó siendo un adolescente le mancharon suficientemente las manos. El trabajo sucio que lo hagan otros, pero la traición intelectual es más importante que la traición o la conspiración en sí. En efecto, el protagonista ha optado exactamente por lo contrario que propugna Sócrates a través de Hannah Arendt: «Prefiero tener todo el mundo en contra a no estar de acuerdo conmigo mismo». Precisamente, está en total descuerdo consigo mismo o, por mejor decirlo, ha aceptado su división interna como algo natural y va tan campante sin pensar en ello, por lo que su vida es a sus propios ojos insignificante aunque pueda ser divertida, próspera y hasta agradable. Una de las escenas finales jugando con su hijo pequeño así nos lo muestra, y además gusta a las mujeres. Me resultó graciosa la frase de la película referida al viejo profesor en labios de la mujer: «Es intelectual, y como todos los intelectuales aburrido e impotente». Ahora iré a por ellas (las dos mujeres de la película).
Muchos —que no todos— de esos manipuladores, intrigantes, asesinos, torturadores y «hombres de acción» (aunque, para ser políticamente correctos habría que mencionar también a «las mujeres de acción») son personas encantadoras, interesantes e, incluso en su vida personal, excelentes amantes y padres de familia que llegan a su casa y se «recuperan» del estrés del trabajo al calor del hogar. No sienten contradicción ni remordimientos de conciencia. Ese precisamente es el instrumento preferido del Estado, el probo funcionario orgulloso de «servir» al poder (aunque no sea estatal), que realiza su «misión» con eficiencia como el burócrata que se refugia en el trabajo para no cuestionarse nada. Solo reacciona cuando ese poder cambia de signo y, al sentir amenazada su «seguridad», se cambia rápidamente de chaqueta, tal y como ocurre con el protagonista de la película al final. Si para ello hay que traicionar a su camarada ideológico, no importa, porque en el fondo las ideologías solo son una excusa para medrar y no un fin en sí mismo. Hay una falta de utopía, en su sentido positivo, porque «el mal se opone al pensamiento» [das Böse widersetzt sich dem Denken], en palabras de Arendt. En el mismo sentido, ese tipo de individuos contradicen el pensamiento socrático. Si supieran pensar se podrían calificar de cínicos, que también es una corriente filosófica, como el pragmatismo. Un famoso cínico que menciona Hannah Arendt en su libro es nada menos que Maquiavelo, el cual aparta definitivamente de la Razón de Estado cualquier razonamiento ético-filosófico, por poco práctico y por inservible para regular las relaciones entre los seres humanos. Habría que preguntar hasta qué punto las relaciones entre los seres humanos deben ser reguladas, y en beneficio de quién, y precisar que el Estado no debería meterse nunca a moralista —a Sócrates se le condena por no reconocer a los dioses atenienses y corromper a la juventud—, sino limitarse a asegurar la equidad esencial con un mínimo de coacciones. El resto debe quedar abierto al cuerpo social o, por establecer un símil clásico, al ágora donde se dialoga y debate. Porque tanto las costumbres como las leyes, herederas de aquellas, deberían surgir de la gente que NO está en el poder, sino que lo sufre. Solo de esa manera se podría pensar en una sociedad justa.
En un momento en que las procelosas aguas del pensamiento se confunden en una tempestad de ideologías hay que aprender a nadar, porque solo el que confía en el agua flota, y el que desconfía se ahoga. No necesitamos un mar lleno de cadáveres, aunque lleven máscara, sino de gente viva que disfrute del agua sin miedo. En este sentido, las dos mujeres de la película no pueden ser más diferentes. Revelan dos polos opuestos del ser-femenino que están perfectamente adaptados a su época. Por un lado la esposa del protagonista, una niña de «buena familia» y de posición social alta que se ha entregado con pasión y perseverancia a las caricias incestuosas de su tío, siendo seducida por él cuando era una adolescente; un tío que, en el colmo del cinismo, asistirá a la ceremonia de boda como testigo. Esa mujer no parece traumada por la experiencia, aunque sí un poco tonta, se refugia en una sensualidad viciosa y se adapta con el mayor gusto a las circunstancias que ha heredado tanto por su posición como por familia. Es fiel a su causa, digámoslo así, fascista, como se revela incluso al final, justificando la conducta de su marido como asesino al servicio del régimen. La otra mujer, la rubia, es un caso mucho más complejo como «coprotagonista» de la película de Bertolucci. Al principio se la presenta como una mujer «liberada» de aquel tiempo, vestida de pantalón, fumando cigarrillos como un hombre y abriéndose de piernas en actitud provocativa. Está casada con un hombre sabio que le proporciona prestigio y, suponemos, bienestar económico, pero en el fondo lo desprecia. No tiene ningún problema en engañarle con el protagonista e incluso en colaborar con la conspiración que causará la muerte de su marido. Se equivoca tanto y es tan falsa, tan ambigua su posición, incluso con la otra mujer, que al final tiene que pagarlo con su vida. ¿Hay aquí una venganza de Bertolucci en ciertas figuras femeninas de su época que se escudan en un feminismo intransigente para causar todo tipo de desmanes y sembrar confusión en las relaciones humanas? Puede ser, porque es un tipo de mujer muy freudiana que ama el poder, el sexo y el dinero (no olvidemos que fue prostituta).
Y con eso, ya que me he despachado, quiero poner punto final a mis disquisiciones. Otro día más.
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