Ensayo de Coro. Un relato de Margarita Schultz

Tras la pandemia, la gente recupera la ilusión por hacer cosas nuevas, cosas que son de su interés, en las que ponen toda su ilusión. Están deseando por regresar a la normalidad.

Es lo que le ocurre al personaje femenino de este relato de Margarita Schultz, que acude a su primera clase de coro, una oportunidad para encontrarse con personas con las mismas inquietudes que ella. ¿Saldrá todo bien? Lee el relato y te enterarás…

Ensayo de Coro. Un cuento de Margarita Schultz

Esa siesta soleada de marzo, con vestigios del calor veraniego, ella se vistió con cuidado, por primera vez con cuidado desde el inicio de la pandemia. Antes de salir tomó su bolso, comprobó que tenía el pase de colectivo, que las hornallas del gas estaban cerradas; como de costumbre apretó la llave en su mano y se dirigió a la salida.

La ilusión de todo lo positivo que esperaba encontrar en ese Coro, conmovía su cuerpo y su mente. ¡Gloriosa inquietud! ¡Tan bienvenida esta vez! Dos años fueron los que vivió en aislamiento y soledad pura, por la pandemia. Y muchos, fueron también los meses, semanas, días, horas, minutos y segundos transcurridos. El tiempo se vuelve dramático, subdividido de ese modo. El Coro, al que iba inscribirse para asistir representaba la posibilidad de música, ¡de encuentro con personas! Era tal su expectativa que halló ‘musicales’, hasta los molestos ruidos callejeros y los bocinazos.

Llegó a la antigua casa de barrio de fachada limpia y bien cuidada. Por encima de la puerta robusta de hierro forjado, hacía ostentación un letrero primoroso: “Centro de Jubilados”. Hizo de tripas corazón frente a ese letrero… Encontró el timbre a un costado y apretó. Sonó, deshilachado, un timbre ronco.

La ilusión es amiga de la impaciencia. Ella esperó… ¿Es que nadie llegaría a abrir? Volvió a apretar el timbre. Nuevo sonido, nueva espera… Pero esa segunda vez hubo un pequeño ruido de llave y un gran ruido de bisagras. Escuchó un saludo –‘Buenas tardes’─, seguido de la pregunta de una señora mayor que asomó la cabeza ─ ‘¿viene a la clase de Italiano?’ Esas frases restaron ansiedad a su ansiedad.

─No ─respondió ella con alegría mesurada, porque la pregunta daba señales de actividades en curso─, vengo al Taller de Coro.

Como de costumbre, había llegado veinte minutos antes del horario indicado en la información de internet.

─¡Ah! Pase… tome asiento allí y espere. El taller es de tres a cinco. ¿Usted se inscribió?

─Sí, de tres a cinco, lo sé… ¡gracias! Me inscribí en diciembre, hay en la oficina una hoja con mis datos… ¿Puedo pagar ya la mensualidad? ─ dijo atropellándose…

─Hoy no está la persona que cobra, será la semana que viene, no se preocupe.

No se preocupó… Pasó a sentarse a un pasillo en penumbra. Había una hilera de sillas, ordenadas contra la pared. Una planta lozana en un macetón de cemento. Baldosas en damero en blanco y negro. Un ventilador de techo hacía un ruido alternado con sus paletas; era algo así como ‘trick’, silencio, ‘trick’, silencio. Desde su lugar podía ver a la secretaria escribiendo en una máquina antigua y voluminosa. La secretaria, según notó ella desde el pasillo, estaba iluminada por una lamparita sobrepuesta en el escritorio. El resto de la habitación permanecía ocupado por la oscuridad.

A un costado, al fondo, se veía un espacio amplio y luminoso. Le sedujo la luz y decidió explorar. El lugar entero relucía por el cuidado y la pulcritud. Lo tomó como una buena señal. Al ingresar en ese espacio, de techo traslúcido, buscó rápidamente con la mirada un piano, unas tarimas para coro.

Nada de eso encontró. Sólo había unas sillas contra la pared, como las del pasillo, y un pequeño cubículo en altura al que se accedía por una escalerilla de madera, angosta, con una baranda de resguardo un poco fuera de plomada. El sonido monótono del paso de un tren al otro lado de la medianera duró unos instantes. Vibró un poco el techo traslúcido sostenido por vigas metálicas.

Ella volvió a su silla inicial, miró el reloj, faltaban apenas 5 minutos para las tres.

A las tres y cinco minutos se acercó a la escribiente y le preguntó:

─¿Es puntual el director del coro?

─¡Directora! ─corrigió la secretaria, como si ella hubiera cometido una falta grave.

─¡Ah!, ¡gracias!

A las 15 y 20 sonó el timbre chicharra, tuvo el impulso de ir a la puerta, pero pensó que era impropio. La secretaria salió de su oficina y fue a abrir. Entró una mujer como de unos 80, pelo canoso y espalda un poco encorvada, sujetaba un bolso en la mano. Con voz de fastidio dijo:

─¡Hora y media! ¡Hora y media Martita, ¿te das cuenta? No llegaba nunca el primer colectivo y casi me vuelvo a casa. Está claro que tengo que retirarme y no pasar más por estos malos ratos…

Chubasco para ella… No era lo que se dice un comienzo ‘auspicioso’ para su ilusión de ensayo de Coro.

La secretaria Martita dijo: ─ Rosario, la señora la está esperando, viene a Coro.

La Directora estiró la mano ahora junto con una sonrisa. Tenía una mano un poco húmeda, regordeta como su entera figura.

─Pero ¡qué bien! ¡Pasemos al fondo! ─ fue su comentario.

Comenzó de inmediato a hacerle preguntas mientras se encaminaban hacia el espacio luminoso, preguntas muy personales que ella respondió con evasivas. La ‘directora’ levantó una silla y la puso en el centro, le indicó que hiciera otro tanto. Ella lo hizo… Ahora estaban ambas sentadas en el medio de ese espacio. La ‘directora’ comenzó a hablarle de sus estudios musicales, de su formación, de los años que dirigía ‘el coro’, de sus hijos y nietos, de lo que demoraban los colectivos en llevarla a ese lugar… habló sin plan ni concierto.

Ella miró su reloj. Eran las 15:45. Atrevió una pregunta:

─¿Y los demás integrantes del coro?

─¡Ah! ─dijo con una sonrisa─ ya irán llegando. Son un poco remolones e impuntuales, pero linda gente, ya lo verás.

La luz del lugar cambiaba de tono a medida que el sol exterior se dirigía hacia el poniente. A las 16:00 llegaron tres personas, un hombre de aspecto rústico, una mujer como de unos 50 años, y…

─¡Nuestra joya! ─lanzó la Directora─ una reliquia viviente, un tesoro que tiene en el acervo de su memoria las letras y músicas de unas 86 zambas*, 55 chacareras*, otros tantos tangos, y como si esto fuera poco, canciones populares de Xuxa, Luis Miguel y otros…! Comienzo por ella: estimada, te presento a Feliciana Montes, que este año ¡cumple 96! Feliciana, te presento a nuestra nueva integrante del Coro, se llama Malena.

Menos brillante y más breve fue la presentación de los otros dos integrantes del coro, Ema, la mujer, de unos cincuenta, pelo crespo, ojos sin hondura, encargada de una cerrajería por la mañana…─ ¡Propiedad de mi esposo! ─ fue su exclamación de triunfo. Pedro, el hombre, setentón o más tal vez. ─ Hago changas, ¡aquí y allá! Desde que jubilé me dedico a mi pasión, cantar… ¿y usted? ¿y vos? ─ rectificó…

─Yo también jubilada, fui docente ─respondió ella.

─¿De primaria?

Antes de que ella imaginara una respuesta idónea a la situación interrumpió la Directora:

─Bien, comencemos … ¡uy son las cuatro ya! ─dijo después de auscultar su reloj─ Pedro, ¿me bajarías la guitarra? Ya sabés que no me le atrevo a esa escalera insegura.

Pedro bajó con un estuche destartalado, deshilachado en los bordes. La Directora tomó de allí una guitarra que hacía juego con el estuche. Y comenzó a ajustar las cuerdas en unos tonos claramente desafinados.

Dicen que el enamoramiento llena de mariposas el estómago. No importa si eso es o no es cierto… resulta curioso, en todo caso. Pues bien, Malena comenzó a sentir esas mariposas… pero eran las de la tentación de risa; una tentación que en seguida se esforzó en reprimir, como cuando le sucedía en la escuela primaria, antes de que la echaran al pasillo por reírse. La tentación de risa no tenía que ver solo con esos cuatro seres sentados en el pequeño círculo en medio de ese espacio de la sede del Centro de Jubilados. No… ¡la tentación, de modo nítido y tajante, la incluía a ella misma en el motivo de la risa reprimida!

Todo parecía teatral. La invitaron a cantar una zamba de la cual solo recordaba la melodía, de modo que, por sugerencia de la ‘directora’, comenzó a ‘lalear’ la letra. ¡Aceptó, ¿acaso podía negarse? !Estaba atrapada…! Así fue hasta que la ‘reliquia viviente’ levantó una mano para detener el canto. Y se produjo el silencio… La nonagenaria sacó de un bolso una carpeta y después de breve búsqueda le tendió un texto manuscrito con escritura cuidada: era la letra de la zamba que estaban cantando… ‘Zamba de mi esperanza’.

Así siguieron los minutos, entre anécdotas, cuerdas desafinadas y canciones populares banales. Dos veces pasó el tren… dos veces vibró el techo translúcido, pero ninguno de los presentes se turbó.

Ella pensaba: ─ Ahora me levanto y me voy, me levanto y me voy, ahora me levanto y me voy sin decir nada, sin ningún comentario, lentamente y en silencio me voy…; pero recorría esos rostros afables y amistosos, observaba a esos seres entregados al canto con tanta pasión, que le fue imposible. Y siguió tolerando el fenómeno entre la molestia y la tentación de risa.

A las 5:00, con una puntualidad sorprendente, para lo sucedido al inicio, el ‘ensayo de coro’ concluyó. Se colocaron las sillas en su sitio, la ‘directora’ guardó la guitarra en la caja, el integrante masculino llevó la guitarra al cuartito; pisaba con cuidado cada peldaño movedizo de la destartalada escalera.

─ ¡Hasta el miércoles! ─ fue el saludo amistoso…

Ella no pudo responder con palabras, solo hizo un gesto con la mano al salir. Y caminó las veintitrés cuadras hasta su casa, porque sí, porque le hacía falta limpiarse de esos momentos y sentimientos contradictorios, porque necesitaba perdonarse la pasividad del mal rato vivido, aun cuando imaginara que esa pasividad fue piadosa…

La recibieron la soledad y el silencio de su casa, y se congratuló por ello.

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Margarita Schultz, octubre 2022

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