Lo que hay de oculto en el «jardín» de Francis Wyndham

Una crónica literaria de Ernesto Bustos Garrido

Francis Guy Percy Wyndham (1924-2017) fue un escritor inglés, editor literario y periodista. Nació en Londres y sus padres fueron Violeta Lutetia Leverson y Guy Percy Wyndham. Su madre fue la hija y biógrafa de la escritora Ada Leverson, una gran amiga de Oscar Wilde a quien el escritor llamaba cariñosamente “Sphynx”. Su padre fue un militar retirado y diplomático que había sido miembro de “Las Almas”, un grupo exclusivo de políticos e intelectuales de la sociedad británica de mediados del s. XIX y que era claramente mayor que su esposa. Con razón su hijo Francis alguna vez dijo que su padre había sido más bien su abuelo.

El escritor también tuvo un hermano, y de un matrimonio anterior de su padre, un medio hermano y una media hermana, la fotógrafa, Olivia Wyndham. Hubo, asimismo, otro hermano de ese matrimonio primero que falleció en las acciones militares de la primera guerra mundial.

Francis se graduó en la Universidad de Eton y pasó un año más en la Universidad de Oxford, pero en 1942 fue llamado al ejército inglés. Al poco tiempo lo dieron de baja al descubrírsele que estaba enfermo de tuberculosis. Entonces fue desmovilizado y devuelto a Londres, donde comenzó a escribir colaboraciones para el suplemento literario de The Times. También publicó algunas historias cortas  sobre la guerra, que más tarde formaron su libro de relatos “Lejos de la guerra”.

Desde 1953 trabajó en publicidad, primero para Derek Verschoyle y después para André Deutsch como corrector, lo que lo vinculó a las carreras iniciales de varios escritores, más tarde amigos, entre ellos Bruce Chatwin, V.S. Naipaul, Jean Rhys y Edward St Aubyn.

Posteriormente, emigró al The Queen Magazine y en 1964 fue contratado por el Sunday Times, para trabajar junto a su amigo Mark Boxer. Allí permeneció hasta 1980. En esos años fue el editor y confidente de la escritora Jean Rhys, famosa por su novela El ancho mar de los zargazos. Los unió una gran amistad hasta que Jean falleció, en 1979.

En cuanto a su carrera literaria, esta es tardía. Publica sus historias pasados los 50 años de edad. Antes estuvo dedicado a sacar del anonimato a un número importante de narradores. Pulió sus escritos y les ayudó a ordenar sus ideas. Contribuyó a plasmar sus estilos y les aconsejó qué tachar, qué cambiar y qué pulir.

Cuando se decidió a abandonar el silencio, en menos de ocho años publicó casi todo lo que tenía en sus baúles. Una novela –El otro jardín— y el libro de relatos Mrs. Henderson y otras historias y sus cuentos juveniles bajo el título de Lejos de la guerra.

Alan Hollinghurst, un gran devorador de escritores, ha hecho una excepción con Wyndham y ha calificado su obra con beneplácito y dice que esta se posisiona en la tradicional comedia social inglesa que se retrotrae a los modos de Henry James y Jane Austen, con la diferencia de que Wyndhamn escribe sobre personas reales de vida privilegiada y con títulos de nobleza, pero las presenta fuera de lugar, como arribistas decadentes, adolescentes descarriados, esposas solitarias y engañads, hombres y mujeres adictos a las drogas, tipos excéntricos e  individuos ociosos e inútiles.

Las historias tempranas, reunidas bajo el título de Lejos de la guerra, son brillantes viñetas de frustraciones y deseos ocultos, escritas durante los años de la Segunda Guerra Mundial. La última producción –Mrs. Henderson y otras historias–, por el contrario, ofrece escrupulosamente un conjunto de tragiconedias conocidas con historias de pordioseros y gente de bien en la vida familiar inglesa. Finalmente, El otro jardín, novela corta ganadora del Premio Whitbread, nos cuenta sobre un tranquilo adolescente que vive en un tiempo cortado de repente por su madurez y que inicia una amistad con una mjuer mayor, medio extravagante y seductora que lo lleva al cine a ver películas para mayores  de 18 años. Esta se llama Dodó en la versión en español, y al joven lo seduce por su apariencia física atractiva pese al desgaste de sus años. También inicia relación con una joven mujer de unos treinta años, tímida y estrafalaria, hija de unos antiguos vecinos de sus padres y hermana de un famoso actor de reparto, considerado la oveja negra por su familia. Kay –así se llama la joven— con sus caprichos, sus locuras y los escarceos amorosos con varios de sus admiradores, es incapaz de soportar la desaprobación de su familia, en tanto el narrador observa con una voluptuosa fascinación cómo su pequeña e insignificante pero verdadera tragedia, de su paso a la adultez, es consumida y arrasada por los ultimos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial.

El texto que ofrecemos es el capítulo inicial de esta novela con una descripción fina y detallada del jardín alternativo. Aquí es donde el padre del joven protagonista tiene su refugio y el escondite de sus pequeños secretos. Al final del capítulo, Wyndham nos entrega una muestra cabal de su talento y coloca una sola palabra después de un punto aparte que es como  una isla, sin nada a su alrededor, sola, solemne, quieta. La palabra es “gracias” y contiene su significado, sin duda. Sin embargo,  el cierre queda como un columpio danzando en el espacio, sin saber quién es el dueño de esa expresión, si el joven protagonista y narrador de la historia que le agradece a la visita su  confesión o es la muchacha que le agradece a su joven anfitrión la hospitalidad recibida en esa residencia de parte de él y de su familia.

Ernesto Bustos Garrido, periodista formado en la Universidad de Chile, profesor en la misma casa de estudios, Universidad Católica y Universidad Diego Portales, cronista  por 40 años de diarios y comentarista en radio y televisión. Director de los diarios El Correo de Valdivia y El Austral de Temuco. Secretario de prensa de la Presidencia de la República y de la Rectoría de la U. de Chile y gerente de RR.PP. de la Empresa de Ferrocarriles del Estado. Editor/propietario de la Revista Solo Pesca y Cazar y Pescar. Reside en la localidad de Los Vilos, Cuarta Región, Chile y se dedica a escribir. Ha ganado últimamente dos concursos literarios.

El otro jardín | Francis Wyndham

Traducción de Jon Bilbao

*** ABSTRACT: An eccentric woman in her 30s strikes a friendship (entabla una amistad) with an adolescent boy in a small southern English town at the outbreak estallido) of World War II. The young man, who serves as the narrator, leaves to attend Oxford, while Kay, the woman, takes up (comerzar una relación) with an American soldier. The patterns of life of the town and of the two friends are destroyed forever by the war, and Francis Wyndham’s prose gives us a window into this time, and its demise. The novel is short and simple, yet filled with first-rate writing.

Cap. I

—¿Cuándo estará listo el almuerzo? —preguntó mi padre.

Creyendo que el hambre le estaba haciendo perder la paciencia, mi madre se apresuró a disculparse:

—De un momento a otro. Ya casi está listo.

Pero había malinterpretado sus palabras. Lo que él quería saber era si tenía tiempo para ir a dar un paseo al otro jardín antes de sentarse a comer. Consternada, mi madre lo vio ponerse un viejo sombrero tirolés gris, escoger un bastón, cruzar decidido la puerta de la casa, recorrer con calma el breve sendero de entrada y salir a la carretera. Casi enfrente, una puerta pintada de blanco, en mitad de un muro de ladrillo, le permitió el paso a su amada propiedad, sutil pero claramente separada de la casa y del insulso terreno circundante. En el otro jardín no oía nuestras voces cuando lo llamábamos, por lo que minutos después fui enviado en su busca para pedirle que volviera; nuestro almuerzo se había adelantado debido a la ambigüedad de su pregunta, cuando él en realidad esperaba que se retrasara.

Él mismo había diseñado el otro jardín. Seguía el estilo tradicional, artificialmente geométrico, que ya estaba pasado de moda a mediados de los años treinta, y que después aún quedaría más anticuado: un cuadrado casi perfecto que albergaba tejos (1) podados con formas de animales, setos bajos, bancadas de flores en formas ovales y de media luna, círculos y triángulos de hierba segada embellecidos por baños de piedra para los pájaros, y senderos rectos y simétricos que convergían en un reloj de sol central. Cuatro bancos ornamentales se hallaban dispuestos en las esquinas del intrincado diseño. El huerto y los cobertizos para herramientas estaban separados de esta zona puramente decorativa, por cañas de guisantes y frambuesas. El conjunto ocupaba un alto del terreno junto a la calle principal del pueblo, de modo que al mirar hacia el sur, uno podía ver por encima de los tejados hasta el río que discurría más allá, e incluso más lejos: las verdes vegas del fondo del valle y las lejanas colinas. Esta posición dominante producía una leve sensación de vértigo, como si el terreno se hubiera hundido de pronto, y también la excitante certeza de hallarse inusualmente expuesto: la gente del pueblo podía ver con claridad a quienes se encontraban en el jardín.

La vista hacia el norte era más tranquilizadora. En aquel lado se alzaban, sorprendentemente cerca, los establos y los frondosos árboles que ocultaban, a medias, nuestra casa, situada al otro lado de la carretera. Estar en el otro jardín, por lo tanto, tenía para un niño el efecto de combinar lo exótico con lo familiar, lo arriesgado con lo seguro. Como en las excursiones apenas recordadas de mi primera infancia, cuando solo era un testigo pasivo desde mi amplio cochecito, o en la imaginada experiencia de viajar en un acogedor coche cama o en el camarote de un crucero de lujo, en el otro jardín tenía la impresión de que había llevado a cabo un perceptible (si bien infinitesimal en cuanto a la distancia) viaje, sin alejarme de la protección y la comodidad del hogar. Mi padre, que odiaba las vacaciones y al que le aburría viajar, podía revivir un vestigio de la misma sensación infantil cada vez que, por las mañanas, se rendía al ansia de ver mundo, sin riesgo de perderse el almuerzo.

En el extremo inferior del otro jardín, el muro estaba dividido por una puerta de hierro forjado. Esta se abría a un tramo de escalones, flanqueados por invernaderos destartalados, que llevaban a un sendero que, tras varios quiebros, conducía a una calle estrecha llamada Love’s Lane. Junto al camino, tras un breve trecho de hierba, se encontraba el Love’s Cottage, del que se decía que era la casa más antigua del pueblo. Tenía una gruesa techumbre de paja y muros con entramado de madera. Con sus techos bajos, la enorme chimenea y el cuarto de baño exterior, era lo bastante pintoresca y primitiva para satisfacer el gusto romántico por la incomodidad añeja. Ese gusto no había sido compartido por su último ocupante, un solterón que había trabajado como jardinero para los anteriores propietarios antes de retirarse a una de las nuevas viviendas de protección oficial construidas junto a la carretera de Swindon.

Mis padres habían mantenido vacío el Love’s Cottage durante años, hasta que ofrecieron alquilarlo en los meses de primavera y verano a una vieja amiga de la familia de mi padre, una viuda empobrecida que en el pasado había sido conocida como «la bella señora Bassett». Del señor Bassett se sabía poco y se recordaba menos aún. A veces la gente preguntaba por él por compromiso y recibía respuestas francas que olvidaba de inmediato. Desde la década de 1890, Dodo Bassett había sido la «maîtresse en titre» (2) de un distinguido general, cuya mujer se negaba en rotundo a concederle el divorcio, y en la primera guerra mundial se había producido un tibio escándalo por la conspicua presencia de Dodo en el séquito del general durante las visitas de este al frente.

Él había fallecido hacía poco cuando Dodo empezó a pasar los meses entre mayo y septiembre en el Love’s Cottage. Dodo debía de tener sesenta años, pero su belleza seguía llamando la atención: cabello rubio; enormes ojos, tan suaves y violetas como pensamientos, y labios generosamente carnosos que nunca dejaban de sonreír del todo. Estos rasgos a menudo se hallaban parcialmente ocultos por un sombrero de ala ancha que le gustaba llevar inclinado, cubriendo un lado de la cara, de modo que los admiradores debían agacharse si querían disfrutar de una visión sin obstáculos de su rostro. Había perdido la figura hacía décadas, pero no tenía importancia; el profundo escote, que no sin gracia se alzaba sobre su confortable estómago, y las redondas caderas contribuían a su glamour y su feminidad.

De hecho, Dodo era la encarnación misma de la feminidad, en el sentido que sus contemporáneos eduardianos habían atribuido al término: dulce y cálida como un emparrado bajo el sol, con una mente un tanto dispersa, sin que por eso se la dejase de considerar inteligente. Yo estaba a punto de cumplir trece años cuando la vi por primera vez. Intrigado por su carácter mundano, y tranquilizado por su convencionalidad, respondí con agradecimiento, sorpresa y deleite a su amablemente implacable búsqueda del placer. A veces me la encontraba descansando en una tumbona en el otro jardín, releyendo su ejemplar dedicado de Under Five Reigns de lady Dorothy Nevill. A menudo ella venía a visitar a mis padres, jadeando un poco tras la corta subida y trayendo consigo un puñado de cotilleos inofensivos para amenizar el encuentro. Compartía el mágico poder de los hedonistas de dignificar la más anodina de las escapadas con la excitación propia del inicio de una aventura, y de transformar el más soso de los caprichos en una ocasión especial.

Ella y yo pasábamos mucho tiempo planeando cómo ir a Marlborough, que, a pesar de estar a solo quince kilómetros de nuestro pueblo, no era fácilmente accesible porque Dodo no sabía andar en bicicleta ni conducir. Cuando no conseguíamos que alguien nos llevase, íbamos en autobús. Una vez en la ciudad, Dodo iba en primer lugar a la librería W. H. Smith, con la esperanza de conseguir el último número de sus revistas favoritas: Vogue, Harper’s Bazaar, el Tatler, el Sketch, el Bystander o el Sporting and Dramatic News. Después cruzábamos la ancha calle principal y nos acomodábamos en el salón de té Polly para disfrutar de unos bollos con nata de Devonshire y mermelada. El malestar que invariablemente me producían aquellos festines, al que luego se sumaba el dolor de cabeza por intentar leer las revis tas de papel cuché de Dodo en el traqueteante viaje de regreso a casa, parecía una parte tan intrínseca de la placentera excursión que apenas podía contarse como algo malo.

Algunas veces, después del té, Dodo y yo nos quedábamos en Marlborough para ir a la sesión de las seis del cine que estaba a unos pasos del Polly. Una de las primeras películas que vimos fue «Desengaño», protagonizada por Ruth Chatterton, Walter Huston y Mary Astor. Yo sabía que ella sabía que era el tipo de película que se consideraba «no recomendada» para mí, pero eso representaba un obstáculo a la diversión, así que lo ignoró por completo. De hecho, Dodo estaba especialmente interesada en verla porque uno de los personajes secundarios era interpretado por David Niven, que entonces se encontraba todavía en la veintena y no era muy conocido. Aunque Dodo nunca había coincidido con él, había sido amiga de su madre, y por este motivo prestaba una atención especial a su carrera, sobre la que estaba muy bien informada. Me contó que Niven había destacado en Sandhurst* (3) pero que, más tarde, había abandonado impulsivamente el ejército para labrarse una carrera en Hollywood. Durante las escenas de «Desengaño» en que aparecía él, Dodo se inclinaba hacia delante para observarlo con la mayor atención, y pareció complacida por lo que vio. Yo pensé que (al igual que en Sandhurst *) él había satisfecho un exigente estándar fijado por un juez experto, y que Dodo le había concedido las notas más altas no solo por su habilidad actoral y su excelente apariencia, sino también por otra cualidad que yo no podía definir pero de la cual ella era una experta conocedora.

Al año siguiente, volvimos al cine en Marlborough.

—Ponen una película inglesa titulada The Vagabond Heart —me había explicado Dodo antes en el Polly—. No espero que sea gran cosa. Pero he oído que el hijo de una amiga mía tiene un pequeño papel y tengo curiosidad por ver qué tal lo hace.

—¿Te refieres a David Niven?

—No, no. Este es otro. El hijo de Sybil Demarest. Antes éramos buenas amigas, solíamos coincidir en Biarritz, pero eso fue hace años y hemos perdido el contacto. Tenía un hijo tremendamente atractivo llamado Sandy. No era más que un niño la última vez que lo vi, pero a menudo me encuentro con fotos suyas en las revistas. Se hizo un nombre como jockey; no estoy segura, pero creo que ganó el Grand National una vez. Sin embargo, su pobre y viejo padre, Charlie Demarest, se arruinó en el crack bursátil, al igual que tantos otros, y Sandy se vio en la necesidad de ganar dinero, así que probó con la interpretación. Todo gracias a su buena planta; he oído que como actor no vale nada. En realidad el teatro no es lo suyo; le van más los caballos de carreras.

Los títulos de crédito iniciales de The Vagabond Heart no incluían a Sandy Demarest. Dodo se quedó perpleja.

—A lo mejor utiliza otro nombre cuando actúa –dijo—. Sí, seguro que es eso.

Resultó estar en lo cierto al pensar que la película no sería gran cosa, pero toda nuestra atención se centró en que el atractivo hijo de Sybil Demarest hiciera una súbita y breve aparición. Cada vez que un nuevo personaje masculino que no formara parte del elenco principal se incorporaba a la errática trama, Dodo decía: el otro jardín

 —¡Ahí está!… No, no creo que sea él… No, seguro que no lo es. Qué lástima.

Al finalizar la película permanecimos en nuestras butacas mientras el listado con el reparto al completo desfilaba por la pantalla. El último personaje que aparecía mencionado era: «Hombre en el club nocturno», interpretado por Alexander Demarest.

—¡Qué lástima, cariño, debemos de habérnoslo perdido! —dijo Dodo con resignación—. No recuerdo ninguna escena en un club nocturno, ¿y tú? Bueno, no sería capaz de volver a aguantar la película, así que esto es todo. Pero solo una semana después de esta decepción, Dodo vino a tomar el té más animada que de costumbre.

—¡Qué coincidencia tan extraordinaria! He ido a dar un paseo por el río, ya sabéis, por esa parte tan encantadora, junto a la Mansión, y estaba en el puente contemplando el agua, enfrascada yo en mis ensoñaciones, cuando oigo una voz junto a mí que me dice: «¡Esa no puede ser Bassett Hound!». Casi me desmayo. ¡Hacía años que nadie me llamaba así! ¿Y quién pensáis que era? ¡Sybil Demarest! Un fantasma del pasado, y yo he debido de parecerle a ella lo mismo. He dado por sentado que se alojaba en la Mansión, pero no es así. «¿No te has enterado? –dijo—. Charlie ha comprado Watermead. Es esa preciosa casita escondida más allá del río, a un kilómetro y medio del pueblo. No se puede llegar por carretera, solo por un camino entre campos…

En cualquier caso, he vuelto caminando con ella a Watermead y luego he venido aquí. Le he dicho que quería que me pusiera al día y me ha hecho un resumen de lo que le ha pasado desde la última vez que nos vimos, ¡así que ahora estoy un poco saturada de información!

Resultó que en realidad a la madre de Sandy no le habían sucedido muchas cosas desde entonces, y, a juzgar por las palabras de Dodo, los Demarest no tenían nada de particular. Sin embargo, había algo de su situación que constituía un desvío, si bien ligero, de la convencionalidad. Aunque vivían juntos como marido y mujer, en realidad estaban divorciados.

—Sybil era una belleza, podría haberse casado con quien quisiera: por eso todos nos quedamos un poco sorprendidos cuando escogió a Charlie. Él había hecho una fortuna en la bolsa y besaba el suelo que ella pisaba, así que cuando Sybil se hartó de la relación él accedió a que se separaran y le concedió el divorcio, pero continuó siendo increíblemente generoso. La gente no veía esto con buenos ojos, pero a él no le importaba, siempre que la relación entre los dos se mantuviera en términos amigables. Entonces, de pronto, perdió todo el dinero, o casi todo; la gente nunca lo pierde todo, ¿no? No pudo seguir manteniéndola a ella, y manteniéndose él, al mismo nivel al que estaban acostumbrados, y, como ella no había vuelto a casarse, pensaron que lo más sensato que podían hacer era volver a estar juntos. Al menos, parte del tiempo; aún conservan pisos separados en Londres, aunque pequeños, por lo que ella me ha dicho, pero pasan juntos los veranos aquí. Es una historia romántica, en cierto sentido. ¡Sybil dice que tiene escalofríos solo de pensar lo que sus estirados vecinos dirían si supieran que en realidad ella y Charlie viven en pecado! Van a venir a tomar el té al cottage el próximo miércoles. ¿Puedo traerlos luego aquí un rato? Me encantaría que os conocierais.

Sybil Demarest se presentó el miércoles por la tarde con un elegante vestido de tweed de color brezo y un sombrero de fieltro verde con el ala adornada por una pluma de faisán. Era unos pocos años más joven que Dodo y su belleza era menos llamativa: ojos azul pálido, rasgos delicados y una boca pequeña y remilgada (4). El pelo, hermoso y salpicado de canas, lo llevaba peinado con raya al medio, delicadamente ondulado y recogido en la nuca en un moño flojo. A diferencia de Dodo, daba la impresión de pretender «envejecer con dignidad». Su marido estaba bastante sordo, lo que podría explicar en parte el gesto preocupado e irritado que de cuando en cuando asomaba a su rostro aquilino y ojeroso. Tenía un cuerpo enjuto y compacto que empezaba a encorvarse ligeramente. Su forma de hablar era impaciente y entrecortada. Parecía hallarse siempre en guardia ante cualquier posible ataque a la corrección, cualquier infracción, por leve que fuera, de las reglas que, según él, debían gobernar las relaciones sociales. La conversación comenzó con un tímido análisis de las últimas noticias.

—Impresionantes esos nazis, ¿eh? —dijo el señor Demarest.

—El único que me llama la atención es el mariscal de campo Goering —afirmó su mujer—. Espero que esto no suene insoportablemente esnob, pero una fuente de lo más fiable me ha dicho que él es lo que antes se conocía como un «caballero nato». Eso es más de lo que se puede decir de Herr Hitler. Sybil tenía una voz suave y musical, y hablaba en tono mesurado y majestuoso.

Charlie asintió.

—No sé si estoy de acuerdo en que se trata de un caballero, pero sin duda es un gran deportista. Un miembro de mi club, con quien juego a veces a las cartas, me ha dicho que nunca ha conocido a nadie igual. Si queréis saber mi opinión, es el mejor de esa desagradable cuadrilla.

—A mí no me preocupa mucho su atuendo —intervino Dodo—. Siempre he pensado que una buena figura es tan importante en los hombres como en las mujeres.

—Querida, no se trata de un concurso de belleza —dijo Charlie—. Estamos contemplando la posibilidad de una guerra.

—¡Oh, no!  —se lamentó Dodo—. ¡Creo que no podría soportar otra!

—Personalmente —dijo Sybil—, me parece que todo este debate acerca de la guerra es innecesario, bastante irresponsable y, lo que es peor, extremadamente peligroso.Es fácil despertar el pánico entre la gente, como si fueran ovejas. Pero si el cielo, o el in fierno, o lo que sea, decretara que debe haber una guerra, bueno, pues que así sea, digo yo. Os habla alguien que ya ha pasado por dos. No veo ninguna razón por la que no fuera capaz de sobre vivir a una tercera.

—¡Cambiemos de tema! —sugirió Dodo—. ¿Cómo está mi querido Sandy? Vi que hace no mucho ganó otra carrera, antes de que concluyera la temporada de obstáculos. Le está yendo realmente bien, ¿no es así?

Las expresiones de ambos Demarest cambiaron en cuanto oyeron nombrar a su hijo. El ceño preocupado de Charlie se suavizó y su boca se curvó en una renuente sonrisa; la expresión de noble orgullo de Sybil dio paso a una de chocha indulgencia.

—Pronto vendrá por aquí. Estoy seguro —dijo el señor Demarest—. No puede pasar mucho tiempo lejos del río. Aun que preferiría decirlo de mí mismo, ese hijo mío es el mejor pescador con mosca que conozco. Creía que yo sabía cómo manejar una caña, hasta que él creció y empezó a enseñar a su pobre padre lo que era eso.

—Pasa en Watermead todo el tiempo que puede —añadió Sybil—. Pero por el momento no para de rodar y no sé cuándo podrá escaparse. Dodo guardó un educado silencio acerca de The Vagabond Heart.

—Lo vi en aquella obra tan divertida con Gertrude Lawrence, ¿no era él? —aventuró.

—Lo cierto es que sí —respondió Sybil—. La encantadora Gertie es muy buena amiga de Sandy e intenta conseguirle un papel en todo lo que hace.

—¡Qué chica tan atractiva! —exclamó Dodo—. Me gustaría el otro jardín saber su secreto. No es muy guapa, estrictamente hablando, pero qué encanto. Y eso es tener ganada media batalla, ¿no os parece?

Charlie gruñó.

—Es elegante. Eso sí.

Sybil Demarest parecía seria de pronto.

—¿Sabéis qué es lo que más admiro de Gertie? Puede que os sorprenda, pero lo diré de todos modos. —Y tras una pausa añadió: Esa mujer es la criatura más limpia que he tenido la fortuna de conocer. ¡Con gusto me comería un huevo escalfado servido sobre cualquier parte del cuerpo de Gertrude Lawrence!

—Volvió a hacer una pausa para saborear el efecto de sus palabras, pero al comprobar que no respondíamos, adecuadamente, decidió continuar—: Y por encima de todo, tiene lo que solo puede describirse como un coraje endiablado. ¡No hay nada que la ponga nerviosa! ¡Dios, cuánto la envidio!

—Me encantaría conocer a vuestro hijo dijo mi madre. Traedlo a vernos la próxima vez que venga.

—Qué amable eres —dijo Sybil con frialdad—. Sin duda se lo diré, pero me temo que no puedo darte muchas esperanzas. Valora tanto sus días aquí que hasta el último minuto que no pasa al aire libre, lo que yo llamo «chapotear en el agua», es para Sandy tiempo perdido.

Estas palabras fueron seguidas de un silencio que dio a todos la oportunidad de apreciar sus insultantes implicaciones. Al cabo de unos segundos la expresión de Sybil mostró que ella también se había dado cuenta. Vaciló como si fuera a ofrecer alguna disculpa, pero, percatándose de que eso solo confirmaría y agravaría sus malos modales, se puso en pie para marcharse.

—¡Parece que nunca se nos permitirá ni siquiera echar un vistazo a Sandy! —dijo Dodo indignada cuando los Demarest se hubieron ido—. ¡Sybil se comporta como una tonta al intentar mantenerlo pegado a sus faldas! Eso siempre es un error. He conocido muchos casos similares. ¿Cómo se titulaba aquella obra de teatro?… Dos amores. Desagradable, pero increíblemente acertada… Hay grandes frases en ella… Todo esto me fastidia mucho. Para entonces los deseos de Dodo de conocer en persona a Sandy Demarest se habían contagiado no solo a mi madre sino también al resto de nosotros. La relación (aunque indirecta) que él tenía con el teatro y el cine lo hacía interesante para mí, e incluso mi padre, habiendo oído alabanzas de las dotes de Sandy como jinete, además de los repetidos rumores sobre su insólito atractivo, reconoció su curiosidad por ver en carne y hueso a aquel moderno Adonis. Desafiante, mi madre se propuso encontrar una forma de superar la barrera levantada por Sybil Demarest y conocer a su hijo. Entonces, un día, Dodo nos informó de que, mientras estaba en el mismo puente que había servido de decorado a su encuentro con Sybil, había visto a lo lejos una figura alta con botas de goma que pescaba en el río.

—Estoy casi segura de que no era el viejo Charlie. Este era un hombre mucho más joven. ¡Os apuesto lo que queráis a que era Sandy! Y resulta que estoy al corriente de que Sybil está de viaje en Newmarket, visitando a un antiguo pretendiente que está pasando allí una temporada y que, a decir verdad, antes solía flirtear mucho conmigo.

—¡Perfecto! —dijo mi madre—. ¿Quién me va a impedir llamar al señor Demarest e invitarlo a una informal e improvisada fiesta esta noche y pedirle que traiga a quienquiera que se encuentre en su casa? Si lo tomo por sorpresa, puede funcionar.

Fue decidida hacia el teléfono y poco después oímos cómo hablaba alto y despacio con el sordo Charlie. Colgó tras una breve conversación.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Dodo ansiosa.

—Es gracioso, en cierto sentido. Le es imposible venir esta noche, pero le encantaría acercarse mañana a la hora del té. Sandy se marcha a primera hora de la mañana, así que ha preguntado si podría traer a su hija Kay. Por supuesto, he dicho que sí. ¿Sabías que también había una hija?

—Es la primera noticia que tengo —dijo Dodo.

Así que Charlie Demarest nos hizo otra de sus poco interesantes visitas. Como la vez anterior, habló de una serie de banalidades de una forma que sugería que cualquier respuesta sería inadecuada (puesto que sería inaudible) y le haría perder la paciencia. Esto entorpeció la charla y creó una atmósfera incómoda que en ningún momento ayudó a deshacer su hija, que más allá de murmurar algunos cumplidos, no dijo nada. Kay Demarest estaba entonces al comienzo de la treintena. No llevaba maquillaje, lo que le daba un aspecto prematuramente deslavado. El cabello rojizo le colgaba suelto sobre los hombros. Era delgada en extremo. Su evidente timidez la hacía parecer asustada; poseía la gracia cohibida de un ciervo que percibe el peligro pero que no sabe de qué dirección proviene. Tenía los ojos grandes y tristes de su madre, del mismo tono aguamarina, y la cara estrecha y ascética de su padre; también recordaba a su padre en el modo como su gesto aprensivo (una versión menos fiera y más vulnerable que la de él) podía, en las escasas ocasiones en que se divertía, relajarse en una sonrisa triste pero de considerable encanto. Vestía una camisa de cuadros escoceses, pantalones de pana marrones muy anchos y unos zapatos de tacón que parecían hacerle daño (quizá porque los llevaba sin medias ni calcetines). Cargaba con un bolso grande y muy estropeado (fabricado de alguna piel cara, como aligátor o cocodrilo, pero ahora agrietado y arrugado como un pálido trecho de desierto) al que se agarraba como si la hiciera sentir segura. Fumó un cigarrillo tras otro durante toda la visita, con aire de estar concentrada en algún asunto privado.

Para mí existía un misterio casi tan fascinante como el de Greta Garbo en el comportamiento displicente de Kay, en su lacónico discurso y en sus ropas deliberadamente andrajosas, pero no era alguien que te hiciera sentir intimidado. Hallé en ella una atractiva combinación de familiaridad y extrañeza. Cuando me estrechó la mano para decirme adiós, inesperadamente añadió unas vacilantes palabras a su despedida formal:

—Si te soy sincera, me asustaba mucho esta visita. Estuve a punto de no venir, pero papá me obligó. Yo creía que seríais horribles, pero no es así. Habéis sido encantadores. Me gusta el ambiente de esta casa… Siento que aquí puedo ser yo misma.

Había hablado sin mirarme, con la cabeza girada, pero entonces volvió la cara hacia mí y vi aquellos ojos enormes, de un azul pálido pero penetrante, en su rostro delgado y huesudo.

—Gracias.

Francis Wyndham

Notas

(1)       Tejo: tipo de árbol de la familia de las coníferas y que se emplea para cerrar jardines.

(2)      La maîtresse-en-titre era el nombre que se le concedía a la principal amante del rey de Francia. Era una posición semioficial que venía con sus propios cuartos. El título surgió durante el reinado de Enrique IV y continuó hasta el reinado de Luis XV . A partir del reinado de Luis XIV, el término se aplicó para referirse a la amante principal de cualquier monarca u hombre destacado, cuando su relación con ella no era clandestina.

(3)      La Royal Military Academy Sandhurst (RMAS), comúnmente conocida simplemente como Sandhurst, es el centro inicial de entrenamiento de oficiales del Ejército Británico. Según el relato, allí estuvo Niven.

(4)      Remilgado, remilgada: adjetivo, nombre masculino y femenino. Persona que muestra excesiva delicadeza, repugnancia o escrúpulos.

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