Leo en 2022 un libro publicado en los últimos meses de 2021 escrito por el insigne Antonio Muñoz Molina. Insigne, sí. Porque Muñoz Molina no es sólo uno de los mejores escritores españoles, es probablemente uno de los literatos más necesarios y significativos de cuantos hoy siguen escribiendo para mí (y para tantos, por supuesto, pero indudablemente para mí, lo sé y así lo siento). El libro se titula Volver a dónde y no me explico por qué no le había prestado atención hasta que hace unas semanas… Pero esa historia no es de interés. Hoy no.
Todo parece empezar en junio de 2020, pero… pronto nos vamos al 26 de febrero de ese año, cuando las advertencias se transforman en lo que acabó siendo todo, aquel horror de la Gran Pandemia. Porque este es un libro escrito durante el Primer y el Segundo Año de la Gran Pandemia en el que el autor nos traslada aquella angustia suya de aquellos días. Volver a dónde es eso y es algo más…
“Me da la impresión de que cada vez hay que decidir menos cosas. Las costumbres ya están asentadas cuando uno se vuelve consciente de ellas”.

El tenor de la escritura de Muñoz Molina relatándonos sus actividades, sus pesares, sus quehaceres menudos en aquellos meses queda manifiesto en frases como las siguientes:
“Paseaban de una manera muy antigua, como en otra época que vuelve por sorpresa a la memoria, cuando las personas, los sábados y los domingos a esta misma hora, paseaban por pasear, sin ir a ningún sitio en concreto, por el puro gusto de hacerlo, de ir charlando, de buscar con la mirada, de encontrarse por azar, sin haberse citado, mucha gente mezclada, cada pareja o cada grupo a lo suyo, a su ritmo, sin prisa, agotando el tiempo del paseo, que se terminaba a una cierta hora, y la calle se quedaba en silencio”.
De la categoría cívica del autor de Plenilunio no me cabe la menor duda, y quedó explícita en aquellos tiempos de aplausos y cacerolas:
“Según pasaba el tiempo, seguir saliendo a aplaudir era una señal de vehemencia en la defensa de la sanidad; también indicaba que uno pertenecía al grupo de los aplausos de las 8, no al de las cacerolas de una hora más tarde. Las ventanas que se abrían a las 9 estaban bien cerradas a las 8, y de ellas colgaban banderas españolas con crespones negros”.
A Muñoz Molina todo esto le parecen recuerdos lejanos, se diría que está consultando “un testimonio de otra época”. Y es curioso porque, si algo es Volver a dónde es un magnífico testimonio de otra época… pero no, como veremos, de la época de la Gran Pandemia (un tiempo que uno conoce y vivió de forma muy similar a como la vivió él, y por tanto sus avatares carecen del interés que podrían tener si hubieran sido muy distintos de los de uno).
“Nadie previó lo que se avecinaba. A los pocos que sí lo hicieron nadie les prestó atención. Nadie, hasta unos días antes, fue capaz de prever el vuelco que todas las cosas iban a sufrir de un día para otro: la escalada de los muertos, los hospitales desbordados, los ancianos muertos y abandonados durante varios días en las residencias, la ciudad entera como en estado de sitio, la amplitud soviética de las avenidas y el tráfico, el silencio solo interrumpido por los pájaros y por las ambulancias. Yo mismo me negaba a ver la evidencia por distracción, por miedo o por la jactancia de no seguir la corriente. Nadie, ni los más expertos ni los que tenían la obligación y la responsabilidad de hacerlo, previó nada: pero a continuación ya no había figura intelectual que no se pusiera a improvisar dictámenes sobre el porvenir, a emitir juicios imperativos sobre el significado de lo que estaba pasando”.

Son interesantes sus reflexiones al hilo de lo que él mismo está leyendo aquellas semanas del confinamiento y las inmediatamente posteriores. Esta sobre el pasado y lo que hacemos los historiadores, sin ir más lejos:
“En la mirada retrospectiva del historiador hay trampa: en diarios, en cartas, en noticias de periódicos está la vibración del presente, la dificultad humana de ver lo que se tiene delante”.
Rememoro con la lectura de este libro aquellos días, cuando “el encierro y la repetición de las tareas cotidianas y de las noticias desalentadoras borraban la diferencia entre los días”. Es, lo fue, como lo cuenta Muñoz Molina: “era como si esos días se confundieran en una sustancia única y monótona que perturbaba el sentido del tiempo. El cómputo de los días transcurridos desde el principio del confinamiento no significaba nada para la memoria. Lo anterior quedaba atrapado en una lejanía que no era posible calibrar: era una frontera sumergida en la bruma, una distancia en blanco”.
El 14 de marzo fue el primer día del confinamiento, el primer día del estado de alarma, era sábado:
“A las diez de la noche, por primera vez, se iluminaron uno a uno los balcones y las ventanas de toda la calle. La gente salía, salíamos, para aplaudir al heroísmo cívico y verdadero de los trabajadores de la sanidad pública. El aislamiento temeroso de cada uno se volcaba en la emoción común: las calles a oscuras, el asfalto sin tráfico, las ventanas iluminadas, las siluetas de las personas que aplaudían, un gran rumor de oleaje que atravesaba toda la ciudad y rompía aquella claustrofobia”.
Durante el aislamiento (que él vivió junto a Elvira, la también escritora Elvira Lindo, su esposa, que “cocina igual que escribe o que se peina o se maquilla o elige una blusa antes de salir: rápida, resuelta, inventiva, infalible”), “se quedó quieto y en silencio el mundo que no paraba nunca”.
Mientras el recuerdo y el mero diario de los aconteceres elementales de aquellos días horribles se esparce literariamente a lo largo del libro (con aquella extraña vida en los interiores de las casas, mientras en la radio y la televisión no daban tregua a “las noticias siniestras”, con toda aquella incompetencia gubernamental, sic, con un Estado desguazado en poderes locales, con una derecha que primero socavó la sanidad pública y en aquel entonces sólo buscaba desgastar al Gobierno: Muñoz Molina pinta una realidad sórdida; todo ello salvo la de ese mundo que él percibe aún vivo y dispuesto), su autor hace ir apareciendo en él a su padre, al padre suyo en su memoria que, poco a poco, se va adueñado del relato, protagonizándolo. Pero es, más bien, su propia infancia, su adolescencia, su familia las que se van haciendo lentamente con el relato gracias a sus propios recuerdos: “la memoria es egocéntrica”. Su padre, su madre también, por supuesto, ambos, ella aún viva mientras el autor de La noche de los tiempos escribe este libro:
“Sentado en el balcón en la noche cálida de julio, me doy cuenta de que ahora mismo estoy habitando en la memoria de mi madre, en la casa de la infancia en la que se confunden mi memoria y la suya, en la que solo vivimos ella y yo”.
A medida que Volver a dónde se acerca a su final (a partir de algo más de su mitad), mi interés por lo que Muñoz Molina escribe sobre los días de la Gran Pandemia me interesa cada vez menos, en tanto que su memoria me resulta, por el contrario, progresivamente más interesante: su memoria de su pasado vital más remoto, quiero decir.
“Aquel mundo arcaico duró en nuestra tierra pobre y atrasada hasta los mismos años en los que ya sonaban las canciones de los Beatles”.
Su infancia, su niñez en la casa de sus padres, esa casa en la que “no ven pobreza mis ojos de niño, sino edén y misterio”.
Al final… “la vida antigua que vuelve”, la nuestra, la de los vivos; y este libro, sin embargo, ha sido especialmente protagonizado por una vida que no fue y no volverá, la de nuestros muertos (“somos fantasmas en los recuerdos de otros; figuras que aparecerán alguna vez en sus sueños mucho después de que hayamos muerto”).
“Mi madre recuerda cosas que desaparecerán de la memoria viva cuando ella las olvide o cuando muera: ayer es nunca jamás”.
Qué tranquilidad da seguir sabiendo que Antonio Muñoz Molina escribe para mí.
Última actualización el 2023-11-29 / Enlaces de afiliados / Imágenes de la API para Afiliados