A partir de cada primero de diciembre, los niños mirábamos en las noches hacia el cielo para buscar estrellas fugaces que representaban a los ángeles bajando a la tierra para llevar nuestras cartas de peticiones al Niño Dios. Las cartas al Niño Dios las escribíamos a escondidas, en , y a nadie podíamos siquiera comentarle las peticiones hechas. La misiva era escondida debajo del colchón, y todas las mañanitas lo primero que hacíamos era mirar si el ángel ya la hubiese llevado. Claro que…. siempre pedíamos lo mismo del año pasado, ropa y un juguete, y nuestros padres siempre nos advertían: “El Niño Dios este año está muy pobre”. Lo que yo no podía entender en mi inocencia era por qué al Niño siempre le llevaban la carta equivocada, y por qué cada navidad me traía el juguete que no me gustaba ni le había pedido.
El veinticuatro de diciembre cuando ya había cumplido mis diez añitos, y en medio de la algarabía de la nochebuena, vi salir de la casa a mi madre muy sigilosa, después de las nueve de la noche. Esa actitud extraña de mi madre me llevó a darme la manera de escaparme y de seguirla. En la calle me encontré con mucha gente, que presurosas se entrecruzaban cargando grandes paquetes, con mis precauciones traté de no perder la sombra de mi madre. Cruzó la plaza del Samán y se enrumbó justo hacía la única juguetería del pueblo. Como buen espía me refugié cerca a la ventana de la tienda; desde ese punto estratégico, observé como mi madre empacaba tres carritos para mis hermanos y el mío; ¡era precisamente un carro cargado de soldados que todos los años le había pedido al niño! ¡Eso me llenó de emoción y al fin podría jugar con lo más soñado en mi infancia!
Esa noche fingiendo dormir y mirando por el rabillo del ojo, vi una mano resplandeciente que, con silencio divino, colocó un paquete al lado de mi almohada y dándome un beso amoroso en la frente, mi Niño Dios susurró a mi oído: ¡Feliz Navidad, hijo mío!
Rafael Garcés Robles (Bolívar, Cauca, Colombia, 1949) es cuentista y poeta.