El nombre de este circo se leía en la parte más visible y alta de la carpa: “Gran Circo Rogers”, pero las gentes de todos los pueblos por donde peregrinaba le llamaban: “el circo de Cassandra”. Cassandra era la estrella rutilante de este escenario circense: contorsionista, trapecista y equilibrista además de ser una voluptuosa y hermosa mujer. En el equilibrio era diestra en montar una monocicleta por la pista y por las graderías junto al público; en la acrobacia caminaba y corría hacia adelante y hacia atrás en la cuerda floja y bailaba charleston en una pequeña tabla sobre un rodillo. Hacía acrobacias increíbles en el trapecio y volaba con un público en suspenso, de un trapecio a otro ayudada con la torpeza del payaso Coni-Coni. Pero el momento más emotivo de la función era el acto del contorsionismo de Cassandra, los espectadores guardaban silencio absoluto cuando ese delineado cuerpo iniciaba tan difíciles ejercicios que requerían destreza, habilidad, práctica, concentración y flexibilidad para adoptar posturas de enorme dificultad; los hombres en sus sillas, también se contorsionan admirando cada detalle en las diferentes poses de tan estilizada mujer, al tiempo que eluden también, las inquisidoras miradas de sus parejas.
Durante las dos o tres semanas de estadía del circo, sus funciones eran el tema de conversación en los hogares, en los establecimientos y en las esquinas del pueblo. Muchos padres de niñas recién nacidas insistían en bautizarlas con el nombre de la artista, pero sus esposas y las “moralistas solteronas” se oponían e insistían al cura para que desistieran y, finalmente, ninguna infanta fue bautizada con el nombre de Cassandra. Los celos de las damas hacia Cassandra se acrecentaba día a día con más ímpetu, a tal punto, que los hombres casados tenían que ir a las funciones con su pareja, los solteros con su novia, solo el cura Clemens entraba libremente y en soledad a cada función, y aun así, sin recato alguno, doña Susa del “Comité de moralistas solteronas”, se atrevió a decir a la salida de misa de seis de la tarde: – Es cierto que el padrecito va al circo a reír a mandíbula suelta porque le encantan los payasos, pero también es cierto que al ver a Cassandra en sus atrevidas contorsiones , clava la mirada en sus partes pecaminosas, suda copiosamente, finge toser y hasta se retuerce en la silla. ¡Dios mío! – Y remata diciendo: – ¡Estos ojitos que se comerán los gusanos, lo han visto todo! – Ninguna de las comadres se atreve a refutar a la moralista mujer.
Mientras tanto, don Ángel, el jubilado más reconocido del barrio más alto del pueblo y quien reside enfrente del campo donde se encuentra el circo, se recupera de un esguince de tobillo, siendo su mayor diversión sentarse en el umbral de la puerta a ver desfilar los asistentes a las funciones. Sus amigos pensionados acuden en las tardes a hacerle compañía y a pasearlo con todos los cuidados con el fin de fortalecer sus tendones lesionados. La gente admira y aplaude la generosidad y la amistad sincera de sus colegas; lo más sorprendente es que cada día aumentan los jubilados que acuden a acompañar a Ángel, los primeros en acudir fueron: Rómulo, Marcos y Aurelio luego asistieron Rafael, Leonardo, Ernesto, Vicente y otros que pueden sumar quince amigos. Rodeando al lesionado Ángel, para evitar cualquier percance, el grupo sale a caminar a paso lento, van hasta el templete de la virgen de Lourdes y se devuelven inadvertidamente hasta pasar por la parte posterior del circo, allí, se detienen para aliviar el cansancio de don Ángel y, pasadas una o dos horas, regresan a la habitación del paciente, donde espera su esposa Soledad con limonada fría. Pasados varios días, la moralista Susa comenta en el grupo que sale de misa de seis, que, Ángel y su grupo de jubilados, se traen algo entre paseo y paseo.
–Misía Flor, misía Inés, misía Elodia y otras vecinas del barrio, han visto cosas raras por los alrededores del circo, pero yo como moralista, estoy averiguando posibles desenfrenos –terminó comentando la dama Susa, ante la sorpresa de sus contertulias.
Susan, la gran centinela de la moral comunitaria, empieza a soltar pormenores de la conducta dudosa de los jubilados a quienes conocía y tildaba de viejos verdes y morbosos, decía repetidamente: – Las vecinas cuentan que de un momento a otro, todo el grupo andante se pierde, pero ¿dónde se meten? Mañana mismo me doy a la tarea de averiguarlo, lo juro por mi virginidad -habló con firmeza, decidida e indignada.
En las tempranas horas de la tarde del día siguiente, con la complicidad de misia Elodia, Susan entra con precavido sigilo a su casa y se camufla en la ventana del segundo piso que da vista y dominio a todo el barrio y al área ocupada por el circo. Saca su libreta de apuntes, un lápiz y empieza a reseñar cronológicamente cada acontecimiento observado. Lo primero que observa la vigía, es: la penosa y dificultosa salida de Ángel para sentarse en el umbral de la puerta, apoyado en el bastón y en el hombro de su amada Soledad; luego la llegada de los jubilados de a uno o en grupitos de dos y tres; hablan un rato, se ríen a carcajadas y, con delicadeza ayudan a levantar al paciente; con cortesía se despiden de misia Soledad, al tiempo que escuchan sus agradecimientos; con caminar parsimonioso por la mitad de la calle, saludan a los transeúntes; se dirigen al templete de la virgen donde dialogan y ríen plácidamente por más de treinta minutos, hasta pasar inadvertidos para el vecindario menos para la espía Susan; un hombre extraño y desconocido se acerca, llama aparte a Rómulo, le murmura algo y se aleja; con la mano cubriendo su boca, Rómulo le habla al grupo; Susa a la expectativa, mira el doloroso erguir de Ángel para proseguir la lenta marcha, ahora por la calle opuesta; justo al pasar por la parte posterior de la carpa, el personal se detiene y en segundos forman un círculo; el primer asombro de Susa, es cuando al desintegrarse la rueda han desaparecido Ángel, y sus apoyos Rómulo y Marcos; luego ante sus ojos, van desapareciendo uno a uno hasta esfumarse todos los paseantes colegas. “¿Serán cosas del diablo o serán cosas de Odelín, el mago del circo?” Es la duda de Susa en su agitada cabeza.

–¡Es horas de decisiones! –grita la solterona moralista a su aliada Elodia y sale rumbo al lugar de las desapariciones. Con caminar felino y oído de tísico, se acerca detallando, buscando explicaciones en la solitaria retaguardia del circo. Trascurridos diez minutos en descifrar interrogantes, escucha música de suspenso. Empieza a husmear, descubre alambres de seguridad sueltos y huellas frescas de los esfumados jubilados. Esculca el exterior de una carpa pequeña e independiente de la grande, de donde, además de la música, provienen voces y gritos y algarabías semejantes a una gallera. Susa se acerca con prudencia, busca una hendija en la unión esquinera de las lonas. Lo que ve a primer ojo casi le basta para irse de espaldas o quedar infartada, pero reacciona pronto y le entra curiosidad por ver qué le atrae a los hombres de esa mujer. Fija la mirada con más atención, al ver a Cassandra parada al frente de los jubilados con un diminuto bikini rojo, sus sugestivos y eróticos movimientos ocasionan atronadoras bullas. La moralista por un instante compara sus flácidas carnes con el atlético cuerpo de la artista y, se desilusiona al saberse ignorada de los ojos glotones y lujuriosos de los jubilados y del mismo padrecito Clemens. Luego de reaccionar, Susa vuelve a la rendija y ve a la mujer ahora sin brasieres, contorsionando su cuerpo con sus inmensos senos, muy cerca de las garosas manos de los jubilados a punto de una apasionada histeria. Pero cuando ve que la exótica bailarina se dispone a quedar en cueros, Susa entra en cólera de celos, levanta la carpa y gritando aterradoramente, entra al recinto nudista maldiciendo a la striper. Los jubilados al reconocerla salen despavoridos por debajo de las carpas y saltando alambrados ganan la calle sin miedo a los ojos de los noveleros pueblerinos, pero sí con el pavor a la lengua de la solterona moralista. Cassandra es vista por los bullosos monos cuando afanada se viste junto a la jaula de las cebras voladoras; mientras, el invalido Ángel queda solo y de rodillas frente a la purista, escucha una retahíla de leyes divinas y de inmoralidades satánicas, y él, suplicante, con el báculo en lo más alto de su mano izquierda, implora: -¡Por favor, a Soledad no le cuente… yo me confieso y pido perdón, pero a Soledad no le cuente!
Imágenes: Pixabay
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