¿Y CÓMO SE LLAMA EL MAGO? | Cuento de Rafael Garcés Robles

–¿Cuál es el nombre del mago que va a manejar vendado una camioneta por la calles del pueblo? –preguntó Gerardo “Piquitos” a su amigo Baltazar, éste mirando al cielo y poniendo su índice derecho en los labios como silenciando su boca, pero con notorio esfuerzo tratando de recordar, respondió después de medio minuto:

–No, no me acuerdo, es un nombre muy difícil.

 Y sin darse por vencido, Gerardo “Piquitos” continuó interrogando a cuanto parroquiano se cruzaba en su camino, y las respuestas siempre fueron negativas:

–No, ese nombre ha de ser inglés o chino.

–Me suena como a “Chinjonguan”, decían jocosamente. Ni el juez supo pronunciar el real nombre de este desconocido ilusionista.

Lo cierto es que este mago, pasadas las tres de la tarde, había convocado a todo un pueblo lleno de expectativas por saber: si ese hombre con nombre tan difícil de recordar era realmente un mago o un hechicero o un charlatán. Las calles se atiborraron de paisanos y foráneos de pueblos de toda la región donde la noticia había volado. En la entrada del pueblo, el mago ya estaba listo para la proeza junto al único carro oficial del pueblo perteneciente al Ministerio de Obras Públicas y asignado al Inspector de Carreteras; el alcalde militar y el juez se encargaron de vendar al mago de espeso bigote, primeramente con gazas y esparadrapos, y luego con pañoletas, que sobraron ante la gentileza de varias damas, quienes fisgoneaban al mago de arriba a abajo, por delante y por detrás. Una vez sentado en la camioneta frente al timón, el Inspector le pasó las llaves y el mago se dispuso a hacer el paseo. Recorrió la empolvada calle Nueva, que da la entrada al pueblo, tomó luego la vía empedrada, rumbo a la plaza de Mercado donde un público delirante lo aclamaba, y a su paso, las gentes lo seguían formando una procesión interminable; siguió por la calle Real, donde algunos incrédulos trataron de meter sus manos para comprobar si realmente estaba bien vendado, mientras un grupo de señoritas le arrojaba con gran delicadeza pétalos de fragantes flores; al pasar por el templo, las campanas repicaron al vuelo y en el parque de la Pola otra multitud vitoreaba al ilusionista, dio tres vueltas a la alameda, y al acercarse a la tarima donde lo esperaban el cura, la hermanas vicentinas y las niñas del colegio, el mago tuvo que frenar bruscamente el carro para no atropellar al imprudente “Patojo” Alejandro, quien llevaba más de diez copas de guaro en la cabeza. La muchedumbre rodeó al vehículo y el prodigioso conductor fue paseado en hombros como un héroe sobrenatural. Entre el alborozo, don Luis, el perifonista, promocionaba la venta de boletería para la única función nocturna del mago en el teatro Vallecilla.

Era una tarde de fiesta, el abril invernal hizo pausa para regalar un sol que se colaba por los pinos y los roblares que engalanan el parque, el cielo se mostraba abierto como el cálido agosto. Las gentes se abrazaban emocionadas sin distingos, y se escuchaban solo frases de admiración: “¡Qué verraquera! ¡Ese hombre no es de este mundo! ¡Uuuyyy! ¡Hasta los huecos los eludía! ¡Saludó a la Helena “Penca”, gritando su nombre! ¡No, no, no, es increíble! Todos lo alababan, pero nadie lo llamaba por ese  nombre de difícil  pronunciación. Las doscientas boletas se agotaron en minutos y la fila de ingreso al teatro copaba los andenes, cada quien empujaba al otro por obtener el mejor sitio para admirar al rey de los magos.

Pintaba una noche de fantasía, el ilusionista salió a escena con una capa negra de visos dorados; una impecable camisa blanca y un corbatín skinny o pajarita delgada, muy a la moda de los grandes espectáculos europeos; un sombrero de copa alta, del cual, al quitárselo para saludar al respetable, brincó primero un conejo afanado y luego una lora que lo persiguió por todo el tarimado; llevaba las mismas gafas oscuras que se puso al momento de quitarse el vendaje en el parque y, el mostacho grande que apenas permitía ver su labio inferior y además, era poco el espacio que dejaba a sus cavidades nasales.

El mago llamó a Calixto, el vigilante del hospital, para dar inicio a la función, le insinuó sentarse, pero Calixto agrandando sus ojos y mirando a su alrededor, gritó fuerte: “¡No puedo, los pies no me responden!”. El ilusionista puso su índice entre los labios y el bigote para insinuarle silencio; lo indujo luego a una parálisis hipnótica de todo su cuerpo e invitó a don Pedro para ayudarle con el entumecido hombre a cargarlo por los pies y ponerlo en el espaldar de una silla, mientras el mago hacía lo mismo por los hombros en el espaldar de otra silla, hasta formar un puente humano, luego convenció al obeso invitado para que caminara sobre Calixto, convertido ahora en pasarela  de acero; antes de despedir a don Pedro, le pasó una aguja e hilo para que  prensara cuatro botones en la piel del cuello del insensible vigilante.

Invitó en seguida a cuatro hombres voluntarios para subir a la tarima, Gerardo “Piquitos” fue el primero en atender emocionado a su llamado, lo siguieron: Alfredo, Alejandro y el “Mono” López. Bastó un toque del mago en las entrecejas de ellos para dejarlos parados, profundamente dormidos y con las cabezas gachas. A Gerardo “Piquitos” lo convirtió en Pedro Infante, la estrella de la canción mejicana, con sus atributos físicos, con sus ademanes y con su exquisita voz de cucarrón, interpretó la canción de moda: Tú, solo tú; ante el delirio del público. A Alfredo le ordenó sentarse plácidamente sobre un pastizal a contemplar un atardecer veraniego y lo alertó por la presencia de miles de hormigas guerreras y faraonas, entre incontenibles risas el auditorio lo vio correr desesperado y afanado tratando de quitarse a los picantes insectos.   Al “Mono” López le aseveró:  

–¡Tienes mucha hambre! –y prosiguió–: Vas a probar un plato delicioso de bimbo con papas sudadas y hogao criollo.

Y le entregó una bandeja repleta de ajos, ajíes pajarito y cebolletas, los cuales comió gustoso y desaforado, con la mirada repugnante del respetable. En seguida, Alejandro fue convertido en el galán romántico, parado frente a su invisible enamorada, a quien le recitó versos de amor y halagadores piropos, además de las pantomimias propias de un acosador por besar y colmar de caricias a su amada, todos se divirtieron con su sainete, excepto la novia de Alejandro, quien permaneció agachada y sonrojada.

El mago paró frente al público a los cuatro despersonalizados y dormitantes hombres para ser despedidos y ovacionados, inconscientes aún, se inclinaron hasta tocar el piso con sus cabezas en un increíble acto de desdoblamiento y equilibrio. Pero en el momento de darles la orden de despertar, ellos no respondieron, al contrario, cada quien volvió al rol que el mago le había asignado. El mago les ordenó quietud y ellos emprendieron camino a las escalas hasta alcanzar la platea. El “Mono” López con su bandeja de condimentos agrios y picantes, se acercó al cura Vicente, quien iso facto le arrebató la charola y comenzó a comer con voracidad y agrado las verduras; en segundos, todo el auditorio se contagió en un hipnotismo colectivo, y se apropiaron de los mismos accionares que habían disfrutado en los minutos anteriores. El desorden cundió entre todas las gentes: unos tratando de deshacerse de las hormigas; otros glotones se peleaban las cebolletas; y otros buscaban amor a los acordes de un gran coro que entonaba: Tú, sólo tú. Pareciere que Dionisio, el dios griego del vino, estuviere presente presidiendo este aparente bacanal.

En un atemporal estado de sinrazón, cada quien fue retomando su modo de ser, su temperamento, su personalidad; al fijar sus miradas aún turbias, al escenario, identificaron al mago, ya sin mostacho, sin gafas oscuras y sin sombrero de copa alta, al hablarles con la más grave de las voces,  dijo:        

–¡Bienvenidos al mundo de la razón y de la cordura! ¡ Soy Albert Yans!

La gente incrédula, se apuntaló en las puntas de sus zapatos, y con los nudillos de sus dedos, se restregaron los párpados para ver con claridad y no engañarse con alucinaciones, al constatar la identidad del personaje, empezaron los gritos de júbilo:

–¡Pero si es Cayo! ¡Claro, es Cayo, es Cayo!  ¡Sí, el marido de Teresa! ¡El hijo de la enfermera Enriqueta!

–¡Él fue mi maestro en la escuela! –remató gritando emocionado un joven.

Sí, era Cayo, Cayo Guerrero, el mismo que un día se esfumó como se esfuman los duendes en las chorreras, y hoy, había regresado al pueblo convertido en Albert Yans:  ¡El más genial de los magos del mundo!

¿Y CÓMO SE LLAMA EL MAGO? | Cuento de Rafael Garcés Robles.

–¿Cuál es el nombre del mago que va a manejar vendado una camioneta por la calles del pueblo? –preguntó Gerardo “Piquitos” a su amigo Baltazar, éste mirando al cielo y poniendo su índice derecho en los labios como silenciando su boca, pero con notorio esfuerzo tratando de recordar, respondió después de medio minuto:

–No, no me acuerdo, es un nombre muy difícil.

 Y sin darse por vencido, Gerardo “Piquitos” continuó interrogando a cuanto parroquiano se cruzaba en su camino, y las respuestas siempre fueron negativas:

–No, ese nombre ha de ser inglés o chino.

–Me suena como a “Chinjonguan”, decían jocosamente. Ni el juez supo pronunciar el real nombre de este desconocido ilusionista.

Lo cierto es que este mago, pasadas las tres de la tarde, había convocado a todo un pueblo lleno de expectativas por saber: si ese hombre con nombre tan difícil de recordar era realmente un mago o un hechicero o un charlatán. Las calles se atiborraron de paisanos y foráneos de pueblos de toda la región donde la noticia había volado. En la entrada del pueblo, el mago ya estaba listo para la proeza junto al único carro oficial del pueblo perteneciente al Ministerio de Obras Públicas y asignado al Inspector de Carreteras; el alcalde militar y el juez se encargaron de vendar al mago de espeso bigote, primeramente con gazas y esparadrapos, y luego con pañoletas, que sobraron ante la gentileza de varias damas, quienes fisgoneaban al mago de arriba a abajo, por delante y por detrás. Una vez sentado en la camioneta frente al timón, el Inspector le pasó las llaves y el mago se dispuso a hacer el paseo. Recorrió la empolvada calle Nueva, que da la entrada al pueblo, tomó luego la vía empedrada, rumbo a la plaza de Mercado donde un público delirante lo aclamaba, y a su paso, las gentes lo seguían formando una procesión interminable; siguió por la calle Real, donde algunos incrédulos trataron de meter sus manos para comprobar si realmente estaba bien vendado, mientras un grupo de señoritas le arrojaba con gran delicadeza pétalos de fragantes flores; al pasar por el templo, las campanas repicaron al vuelo y en el parque de la Pola otra multitud vitoreaba al ilusionista, dio tres vueltas a la alameda, y al acercarse a la tarima donde lo esperaban el cura, la hermanas vicentinas y las niñas del colegio, el mago tuvo que frenar bruscamente el carro para no atropellar al imprudente “Patojo” Alejandro, quien llevaba más de diez copas de guaro en la cabeza. La muchedumbre rodeó al vehículo y el prodigioso conductor fue paseado en hombros como un héroe sobrenatural. Entre el alborozo, don Luis, el perifonista, promocionaba la venta de boletería para la única función nocturna del mago en el teatro Vallecilla.

Era una tarde de fiesta, el abril invernal hizo pausa para regalar un sol que se colaba por los pinos y los roblares que engalanan el parque, el cielo se mostraba abierto como el cálido agosto. Las gentes se abrazaban emocionadas sin distingos, y se escuchaban solo frases de admiración: “¡Qué verraquera! ¡Ese hombre no es de este mundo! ¡Uuuyyy! ¡Hasta los huecos los eludía! ¡Saludó a la Helena “Penca”, gritando su nombre! ¡No, no, no, es increíble! Todos lo alababan, pero nadie lo llamaba por ese  nombre de difícil  pronunciación. Las doscientas boletas se agotaron en minutos y la fila de ingreso al teatro copaba los andenes, cada quien empujaba al otro por obtener el mejor sitio para admirar al rey de los magos.

Pintaba una noche de fantasía, el ilusionista salió a escena con una capa negra de visos dorados; una impecable camisa blanca y un corbatín skinny o pajarita delgada, muy a la moda de los grandes espectáculos europeos; un sombrero de copa alta, del cual, al quitárselo para saludar al respetable, brincó primero un conejo afanado y luego una lora que lo persiguió por todo el tarimado; llevaba las mismas gafas oscuras que se puso al momento de quitarse el vendaje en el parque y, el mostacho grande que apenas permitía ver su labio inferior y además, era poco el espacio que dejaba a sus cavidades nasales.

El mago llamó a Calixto, el vigilante del hospital, para dar inicio a la función, le insinuó sentarse, pero Calixto agrandando sus ojos y mirando a su alrededor, gritó fuerte: “¡No puedo, los pies no me responden!”. El ilusionista puso su índice entre los labios y el bigote para insinuarle silencio; lo indujo luego a una parálisis hipnótica de todo su cuerpo e invitó a don Pedro para ayudarle con el entumecido hombre a cargarlo por los pies y ponerlo en el espaldar de una silla, mientras el mago hacía lo mismo por los hombros en el espaldar de otra silla, hasta formar un puente humano, luego convenció al obeso invitado para que caminara sobre Calixto, convertido ahora en pasarela  de acero; antes de despedir a don Pedro, le pasó una aguja e hilo para que  prensara cuatro botones en la piel del cuello del insensible vigilante.

Invitó en seguida a cuatro hombres voluntarios para subir a la tarima, Gerardo “Piquitos” fue el primero en atender emocionado a su llamado, lo siguieron: Alfredo, Alejandro y el “Mono” López. Bastó un toque del mago en las entrecejas de ellos para dejarlos parados, profundamente dormidos y con las cabezas gachas. A Gerardo “Piquitos” lo convirtió en Pedro Infante, la estrella de la canción mejicana, con sus atributos físicos, con sus ademanes y con su exquisita voz de cucarrón, interpretó la canción de moda: Tú, solo tú; ante el delirio del público. A Alfredo le ordenó sentarse plácidamente sobre un pastizal a contemplar un atardecer veraniego y lo alertó por la presencia de miles de hormigas guerreras y faraonas, entre incontenibles risas el auditorio lo vio correr desesperado y afanado tratando de quitarse a los picantes insectos.   Al “Mono” López le aseveró:  

–¡Tienes mucha hambre! –y prosiguió–: Vas a probar un plato delicioso de bimbo con papas sudadas y hogao criollo.

Y le entregó una bandeja repleta de ajos, ajíes pajarito y cebolletas, los cuales comió gustoso y desaforado, con la mirada repugnante del respetable. En seguida, Alejandro fue convertido en el galán romántico, parado frente a su invisible enamorada, a quien le recitó versos de amor y halagadores piropos, además de las pantomimias propias de un acosador por besar y colmar de caricias a su amada, todos se divirtieron con su sainete, excepto la novia de Alejandro, quien permaneció agachada y sonrojada.

El mago paró frente al público a los cuatro despersonalizados y dormitantes hombres para ser despedidos y ovacionados, inconscientes aún, se inclinaron hasta tocar el piso con sus cabezas en un increíble acto de desdoblamiento y equilibrio. Pero en el momento de darles la orden de despertar, ellos no respondieron, al contrario, cada quien volvió al rol que el mago le había asignado. El mago les ordenó quietud y ellos emprendieron camino a las escalas hasta alcanzar la platea. El “Mono” López con su bandeja de condimentos agrios y picantes, se acercó al cura Vicente, quien iso facto le arrebató la charola y comenzó a comer con voracidad y agrado las verduras; en segundos, todo el auditorio se contagió en un hipnotismo colectivo, y se apropiaron de los mismos accionares que habían disfrutado en los minutos anteriores. El desorden cundió entre todas las gentes: unos tratando de deshacerse de las hormigas; otros glotones se peleaban las cebolletas; y otros buscaban amor a los acordes de un gran coro que entonaba: Tú, sólo tú. Pareciere que Dionisio, el dios griego del vino, estuviere presente presidiendo este aparente bacanal.

En un atemporal estado de sinrazón, cada quien fue retomando su modo de ser, su temperamento, su personalidad; al fijar sus miradas aún turbias, al escenario, identificaron al mago, ya sin mostacho, sin gafas oscuras y sin sombrero de copa alta, al hablarles con la más grave de las voces,  dijo:        

–¡Bienvenidos al mundo de la razón y de la cordura! ¡ Soy Albert Yans!

La gente incrédula, se apuntaló en las puntas de sus zapatos, y con los nudillos de sus dedos, se restregaron los párpados para ver con claridad y no engañarse con alucinaciones, al constatar la identidad del personaje, empezaron los gritos de júbilo:

–¡Pero si es Cayo! ¡Claro, es Cayo, es Cayo!  ¡Sí, el marido de Teresa! ¡El hijo de la enfermera Enriqueta!

–¡Él fue mi maestro en la escuela! –remató gritando emocionado un joven.

Sí, era Cayo, Cayo Guerrero, el mismo que un día se esfumó como se esfuman los duendes en las chorreras, y hoy, había regresado al pueblo convertido en Albert Yans:  ¡El más genial de los magos del mundo!

Rafael Garcés Robles 

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