Relato corto de Javier Santos Rodríguez: Día extraordinario

Hay días extraordinarios, sí, verdaderamente; pero se sabe muy bien que son los menos. La mayoría de los días de una mujer o de un hombre tipo por ejemplo como yo, son…, ¿cómo definirlos? Hágase la idea, la metáfora si quiere, de pensar estos días comunes y ordinarios como ciruelas pasas secándose al sol. Son días que están envejecidos y arrugados desde la primera de sus horas. Uno se levanta a la mañana, va al baño, después se mira al espejo y se afeita, se lava los dientes. Sabe por de más que se es más joven que el propio día. Que lo que viene después es tan aburrido y quisquilloso como un viejo rezongón, tan viejo como un trapo. Uno pareciera no quejarse en absoluto; es el día, rutilante por su opacidad, el que viene a gobernarnos la cara, la intención, el trabajo y el yugo. Me levanto sabiéndome lunes pero pensando ser –deseándolo como siempre– próximo sábado, o mejor: en lo posible una noche de sábado de verano con dinero en los bolsillos para gastar en gustos y no en facturas de gas, teléfono y luz. Y ahí estoy, frente al espejo del baño mirándome todavía la juventud. Soy un hombre joven, feliz de serlo; pero lo extraordinario de la vida se confunde y se pierde en lo que se sabe es salir a la calle, subirse al 102, arrancar para el lado de la oficina, saludar a la cara de orto que tienen mi jefe, el jefe de mi jefe, la secretaria y por supuesto mis compañeros y yo. Yo también tengo esa cara de orto, esa cara de que no. De no querer esos días ciruelas pasas. Un día, un hermoso día, seré por fin libre de los lunes, y de las tardes de domingo tan despedidas, tan qué sé yo. Pero para eso tengo que envejecer primero. Pagar las cuotas de vivir y ver pasar la vida por las ventanillas de ese tren que es reflejo del deseo. Me niego a ser este lunes previsto desde el comienzo del calendario y de la Historia. Pero ahí voy. Soy responsable y justo a pesar de mi libertad de pensamiento, de ese no quererlo en absoluto. Libertario y anarquista de palabras y de ideas, sí, pero como un buen cabrito me sumo al rebaño del sacrificio y la condena: el deber. Es cierto que ayer fue un día extraordinario. Un día más jovial y mucho más juvenil que la propia juventud. Estaba en el bar tomando un gin tonic cuando apareció mi primo Alberto y me llevó a la mesa de la pitonisa, una mujer muy rara que me tiró las cartas del Tarot y me mintió con promesas de una vida afortunada, feliz; de esas vidas hechas a nuestra medida y a nuestro antojo. Le creí. En ese momento caí en la trampa de los sueños, de las ilusiones baratas que se forjan en una mesita de madera gastada, manchada de grasa, con algunas aceitunas negras en un platito de vidrio muy similares, en la semi oscuridad, a rancias ciruelas pasas. Me preguntó primero cuáles eran mis grandes aspiraciones en la vida, qué pensaba de mí y del mundo y cosas así; demasiado filosóficas las preguntas para mi abulia, para mi ataraxia, para mi rutina de todos los días entre balances, llamadas telefónicas, atenciones a las caras-orto y así. Pero me entusiasmé de verdad; como que le seguí el juego y entré en esa ensoñación y entusiasmo de dar a conocer un (mi) verdadero yo. Después se aventuró diciendo que sería rico más temprano que tarde, que no tendría que esperar mi santa jubilación y mi vejez para salir a pasear el perro a las diez de la mañana por ejemplo, o jugar al ajedrez por porotos con vecinos socios del club social. Me emborraché como tantas veces, pero en esta ocasión era por un motivo feliz; la adivina había dicho que sería rico y feliz. Gasté de más, sí, como si tuviera todo por ganar, como si hubiese sido el final de mis días ciruelas pasas. Alberto tuvo que llevarme hasta casa y abrir la puerta, y sostenerme para que no cayera de cabeza sobre las baldosas de la sala; después me ayudó a llegar a la cama. Dormí hasta recién y  ahora la resaca me está matando. Olvidado, claro, de mi horario de trabajo, de las caras de orto, del módico sueldo que a fin de mes me darán o deberían (tal vez hoy mismo) por los servicios prestados. Es tarde. Extraño que Lucía Menéndez no me haya llamado aún por teléfono. Siento la verdad algo de culpa, responsabilidad, ese superyó. Esa maldita carga ajena –porque es ajena y no la quiero– de tener que ir igual, incluso tarde. Dicen que mejor tarde que nunca, pero no quiero imaginar la cara de mi jefe cuando vaya a pedirle mi salario. “Tarde, otra vez, señor López. ¿Cuándo va a dejar de emborracharse los fines de semana?”. Quizá sea que ya se hartaron de mí,  y de mis llegadas tarde. Pero tengo que ir igual. Tengo que ir. Maldigo a Alberto y a la pitonisa mentirosa vendedora de espejos variopintos. Ahora subir al 102, viajar como ganado, llegar tarde como muchas veces. ¿Me despedirán? Por un lado, sentiría un alivio enorme, una liberación, como si por un rato la carga fuera de otro. Pero soy hijo del rigor capitalista y de la responsabilidad puritana. Entonces me visto. Saco pecho. Y voy. Veo que en este día ordinario de lunes pareciera que el sol se muestra con un tizne anaranjado, propio de un día no común, como si fuera yo invitado a una felicidad. En el colectivo hay gente con el rostro feliz, se ha borrado la cara de orto de todo el mundo. No lo entiendo. Miro parejitas en los parques, niños jugando a la pelota. Acaso estoy soñando todavía. Los pasajeros van vestidos de manera casual, como si no fuera lunes, como si a ellos también le hubiesen contado promesas en una falsa bola de vidrio. ¿Por qué soy el único triste, será que no encajo en sociedad? O la sociedad es tan estúpida que no se percata de la vida inútil, aburrida, entre balances y jefes y llamadas y turnos y pólizas y… Hay quienes viven la vida como si fuera un regalo, una jubilación desde la infancia, caras que le sonríen a la vida como si esta fuera más y mejor que mi simple pasar inadvertido; sonrisas, besos y amores, una realidad paralela a mi destino, a mi fracaso, a mis ganas de seguir durmiendo, a mi responsabilidad tonta, excesiva, de decirme ahora mañana será otro día, tal vez te toque el pozo de la quiniela. Mientras barrunto, el 102 avanza con rapidez, los semáforos parecen recortados y pegados en una ciudad desconocida, similar a Buenos Aires, pero distinta en cada rostro humano. La luz del sol ahora me castiga la cara. Bajo en mi parada como todos los santos días. Camino apurado las tres cuadras simples, vulgares, chatas. Al llegar, caigo en la cuenta de que es lunes primero de mayo.    

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2 comentarios en «Relato corto de Javier Santos Rodríguez: Día extraordinario»

  1. Estoy muy agradecido por los diversos cuentos y relatos que nos brindan todo el tiempo. Siempre que abro una página, sale a mi encuentro un cuento y otro que me tienen entretenido. No puedo liberarme estoy siempre con ellos. Son parte de mi familia con los que conozco muchos ambientes y amistades. Me siento feliz por todo. Si esto hubiera sido cuando era pequeño que hubiera sido de mi vida, quizá un Premio Nobel o algo más. Una vez más mis agradecimientos por cada entrega.

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