La decimoctava novela del ilustre escritor J. M. Coetzee se titula El polaco (The pole, para ser más exactos) y fue publicada, directamente en mi idioma (antes que en el suyo propio), traducida argentinamente por Mariana Dimópulos, en 2022. Es una novelita en el doble sentido del diminutivo: corta y poca cosa. Aunque conviene no olvidar quién es el autor de esta poca cosa. Porque esta poca cosa no deja de ser un libro escrito por el inmenso Coetzee.
El polaco es, sí, una obra menor del premio Nobel autor de las portentosas Desgracia, Infancia, Juventud y Verano (estas tres últimas constituyendo la trilogía conocida como Escenas de una vida de provincias). Una novela con la muerte como oscura protagonista oculta. La muerte, la vejez, el acabamiento. Y el amor como esplendoroso propósito que da sentido a lo que ha sido toda una vida. Con música de Chopin, eso sí.
Comienza con los Nocturnos. ¿Qué estaba diciendo al mundo Chopin cuando imaginó sus Nocturnos? Más importante aún, ¿qué estaba diciendo al mundo el polaco el día que hizo esa grabación? Y más importante que todo, ¿qué puede haber revelado de sí mismo el polaco el día que hizo esa grabación a una mujer de cuya existencia en el mundo real él no tenía aún la menor sospecha?
Esta novela es la historia de un amor en una única dirección (“hay algo innatural en amar sin esperar que el amor sea retribuido”).
“Si es posible concebir la virtud como una cantidad, entonces la mayor parte de la virtud del polaco ha sido gastada en su música; poco y nada le queda para lidiar con el mundo, mientras que la virtud de Beatriz está consagrada por igual en todas direcciones”.
Para el coprotagonista de la novela, el pianista polaco de nombre impronunciable, “la felicidad no es lo más importante, no es el sentimiento más importante. Cualquiera puede ser feliz”. Para él, “la música es lo más importante”. Beatriz “cree que la música es buena en sí misma, tal como el amor es bueno, o la caridad, o la belleza, y buena además por hacer a las personas mejores personas. Y si bien está muy consciente de que sus creencias son ingenuas, las sostiene de todas formas. Ella es una persona inteligente pero no reflexiva. Una parte de su inteligencia consiste en saber que un exceso de reflexión puede paralizar la voluntad”.
—No es difícil ser bueno en nuestra época.
—¿Sí? ¿Eso crees?
—Eso creo. Vivimos en una época afortunada. En tiempos afortunados no es difícil ser bueno. ¿No piensas lo mismo?
—Yo no vivo en tiempos afortunados. Pero trato de ser bueno.
¿Es posible que el amor hacia alguien en concreto pueda ser la respuesta al acertijo de por qué existimos? Escribe Coetzee que “entre un hombre y una mujer, entre los dos polos, o bien la electricidad hace un chisporroteo, o no lo hace. Así ha sido desde el comienzo de los tiempos. Un hombre y una mujer, no solo un hombre, una mujer. Sin el y no hay conjunción. Entre ella y el polaco no hay un y”. Coetzee, que juega con lo metaliterario cuando nos hace leer que “es solo cuestión de azar que la historia que se cuenta” no sea sobre uno de sus protagonistas, pero con otro personaje como pareja: habría bastado únicamente “otra tirada de dados”. Porque es evidente que las vicisitudes de las novelas, de esta también, obedecen al expreso deseo casual, temerario, variable, del dios que escribe, que narra, que imagina y que decide lo que quiere que leamos.
El polaco le dice a Beatriz que “un minuto es suficiente”, en el amor, un minuto es suficiente:
“¿Qué es el tiempo? El tiempo es nada. Tenemos nuestra memoria. En la memoria no hay tiempo. Te mantendré en la memoria. Y tú, quizá tú también me recuerdes”.
Coetzee acaba El polaco con una carta de Beatriz que finaliza con una postdata. Esta postdata: “Volveré a escribir”. Así sea.
“Estás muerto. Acaso estar muerto sea una nueva experiencia para ti, pero te acostumbrarás. No es un destino poco común encontrarse con que uno está muerto y olvidado”.
José Luis Ibáñez Salas es escritor e historiador. Visita su blog Insurrección
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