Había una vez una reina que tenía una hija llamada Elena. La niña, simpática y curiosa, era una enamorada de la naturaleza. Su afición favorita era caminar al aire libre, trepar por los árboles y observar el comportamiento de los insectos.
Como siempre andaba correteando por el campo, se ensuciaba mucho, así que cada noche se daba un buen baño caliente antes de irse a la cama. Después su madre desenredaba con un peine de marfil su largo y dorado cabello.
Una noche, en el peine apareció un piojo. La niña, emocionada, quiso quedárselo.
–¡Oh, qué piojito tan mono! Lo guardaré en una caja de madera y lo cuidaré yo misma.
La madre, que consentía todos los caprichos de su querida hija, aceptó a regañadientes. Elena lo metió en una caja dorada y lo cuidó y alimentó con esmero hasta que se hizo tan grande como un gato. La niña estaba emocionada, pero ocurrió una desgracia: el tamaño era tan poco habitual para un insecto, que el pobre un día reventó.
La princesita se puso muy triste porque era su mascota y ya no se imaginaba la vida sin él. Envuelta en un mar de lágrimas, se lamentaba:
–Ha sido culpa mía por darle tanta comida… ¡Yo sólo quería que no le faltara de nada! ¿Qué voy a hacer ahora?
La madre la vio tan disgustada que, abrazándola muy fuerte, le dijo:
–Utilizaremos su piel para fabricar un tambor, y así, cada vez que lo toques, recordarás a tu querido amigo. ¿Qué te parece?
A la niña se le iluminó la carita ¡Era una idea fantástica!
Esa misma tarde, el artesano real fabricó un lindo tambor de piel de piojo que sonaba fuerte y afinado. Elena lo cogió y ya no se separó de él ¡Se pasaba horas y horas tocándolo dentro y fuera del palacio!
Un día, el rey y la reina descansaban en el salón de la chimenea mientras escuchaban los continuos redobles del tambor.
–Querido, nuestra hija está entusiasmada con su nuevo juguete ¡Seguro que nadie se imagina que está hecho con piel de piojo!
–Tienes razón, amada esposa… ¿Sabes? ¡Se me ocurre una idea muy divertida! Haré una apuesta con todos mis súbditos.
–¿Una apuesta? ¿Qué quieres decir?
–Pues que daré una gran recompensa a quien consiga adivinar de qué está hecho el tambor de la niña, pero eso sí: todo aquel que venga y no lo sepa, deberá pagarme una moneda de oro.
–¿Tendrán que darte una moneda de oro si fallan?
–¡Claro, mujer! ¡Como es imposible acertar, nos haremos inmensamente ricos! ¿No te parece una idea genial?…
A la reina le pareció bien. Acumularían mucha riqueza sin esfuerzo. ¿Qué más se podía pedir? ¡Era un plan perfecto!
El rey mandó que los mensajeros de palacio hicieran llegar la convocatoria a todo el reino. Tal y como esperaba, no tardaron en presentarse muchos jóvenes dispuestos a conseguir la recompensa, aunque fuera un reto difícil.
Unos apostaban que estaba fabricado con piel de vaca, otros con piel de caballo, otros con piel de conejo… ¡Ninguno conseguía dar en el clavo! El avaricioso rey veía cómo el arcón de monedas de oro se llenaba un poco más cada día.
–¡Esto es genial! ¡Qué manera más fácil de hacerse millonario! ¡Soy un auténtico genio!
Por aquellos días, un campesino que vivía por la comarca había decidido abandonarlo todo e ir a recorrer el ancho mundo. Una mañana cogió un petate con una muda y algo de comida, y se adentró en el bosque siguiendo un estrecho caminito de piedra. Al cabo de un rato, vio a un joven pecoso de pelo rojizo, tumbado de lado sobre el suelo.
–¡Buenos días! Disculpa mi curiosidad pero… ¿Qué haces tirado con la oreja pegada a la tierra?
–Estoy oyendo el sonido de la hierba al crecer ¡Tengo muy buen oído!
–Qué curioso… ¿Sabes una cosa? Yo estoy de viaje y voy sin rumbo fijo a buscarme la vida a otro lugar ¿Te gustaría venir conmigo?
–¡De acuerdo, te acompaño!
Juntos retomaron el camino y se encontraron con un joven alto, muy musculoso, que estaba levantando un árbol con sus propias manos. El campesino se quedó asombrado.
–¡Increíble! ¡Nunca había visto a nadie tan fuerte!
–¡Gracias! Los árboles son como juncos para mí ¡Casi no tengo que hacer esfuerzo para arrancarlos! Vivo de vender la madera y yo mismo transporto los troncos sobre la espalda hasta el pueblo. Lo malo es que se gana muy poco con este trabajo…
–Nosotros vamos a recorrer el mundo ¡Quién sabe dónde acabaremos!… ¿Quieres unirte?
– Tu propuesta suena bien… ¡De acuerdo, me apunto!
Y así fue como los tres muchachos, conversando animadamente sobre lo que les depararía el futuro, llegaron a una posada muy cerca del palacio, decididos a pasar la noche bajo techo.
La dueña les contó que en los últimos días mucha gente venida desde muy lejos se alojaba allí. Cuando los muchachos le preguntaron a qué se debía, la señora les contó la historia de la apuesta y cómo todo el mundo soñaba con ganarla.
Se instalaron en la habitación y, de mutuo acuerdo, decidieron intentarlo y repartir la recompensa en tres partes iguales. Se dieron un apretón de manos para sellar el pacto entre amigos y el chico pelirrojo comentó:
–Mi oído es más agudo por la noche. Voy a acercarme a los jardines de palacio a ver de qué me puedo enterar ¡Esperadme aquí, ahora vuelvo!
Sigilosamente, salió de la posada y se plantó bajo la ventana de la alcoba de los reyes. Como estaba abierta de par en par, pudo escuchar perfectamente la conversación que mantenían.
–Querido… ¡Hoy hemos conseguido muchísimas monedas de oro!
–Sí, mi amor… ¡Nadie es capaz de adivinar que el tambor está hecho con piel de piojo!
El muchacho, estupefacto, salió pitando de vuelta a la posada. Cuando se reunió con sus amigos, le temblaba todo el cuerpo. Les contó que había descubierto el secreto del tambor y se abrazaron locos de contento. Por la mañana, se presentaron ante el rey y éste les preguntó:
– Decidme, muchachos… ¿De qué creéis que está hecho el tambor de la princesa?
El campesino tomó la palabra en nombre de los tres.
–Señor, el tambor está fabricado con piel de piojo.
El rey se quedó de piedra, estupefacto, sin habla. ¡Lo habían adivinado! Ahora no le quedaba más remedio que entregar la recompensa prometida. Estaba que se subía por las paredes porque no podía soportar desprenderse de ninguna de sus riquezas. Rabioso y enfadado, el muy rácano se inventó una artimaña para darles lo menos posible.
–¡Está bien! La recompensa es todo el dinero que una persona sea capaz de cargar sobre su espalda, ni una moneda más, ni una moneda menos ¿Entendido?
El campesino, sonriendo, le respondió:
–¡Sí, señor! Así será.
El rey pensaba que como mucho se llevarían un pequeño saco, pero no contaba con el amigo fortachón, que dio un paso adelante y se puso sobre el lomo varios sacos, unos sobre otros, llenos de miles de monedas del tesoro real.
Felices, los tres muchachos salieron del palacio con dinero suficiente para el resto de sus vidas, y atrás quedó el codicioso monarca tirándose de los pelos por haber perdido la apuesta.
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