Miguel Díez R., nuestro viejo profesor, nos ofrece tres cuentos de Rafael Sánchez Ferlosio extraídos de su libro Industrias y andanzas de Alfanhuí. Los títulos de los relatos van entre corchetes, pues los ha elegido el propio Miguel Díez R. Recordemos que estas historias forman parte de una novela.
Tres cuentos de Industrias y andanzas de Alfanhuí. Rafael Sánchez Ferlosio (España, 1927- 2019)
En sus últimos años de vida, Rafael Sánchez Ferlosio paseaba por el Barrio de la Prospe de Madrid, generalmente solo –sombrero negro, capa amplia y bastón en mano– ante la velada admiración de los vecinos, que comentaban al pasar: “Es un famoso escritor”.
Era muy metódico: en el quiosco compraba los cuatro periódicos españoles más importantes, hacia siempre el mismo camino, lo afeitaban diariamente en la misma peluquería y, al final, se dejaba masajear delicadamente con el after-shave “El genuino Floïd” y, ante la admiración de toda la peluquería y el “buenos días, don Rafael”, el Maestro se llevaba la mano al ala del sombrero e inclinaba la cabeza. Después se dirigía a la pequeña plazoleta, delante de su piso, hojeaba por encina la ristra de prensa, y esperaba a Demetria, su segunda mujer, y su hija Lucía con la nieta Laura a la que tanto quería, su gran pasión.
La cafetería Universal era su centro de reunión con los amigos que allí solían acudir –los sábados, a las 12 en punto–, para celebrar una tertulia en torno al Maestro (Tomás Pollán, Eugenio Gallego, Miguel Ángel Aguilar, Javier Fernández de Castro, Gonzalo Hidalgo Bayal, Miguel Aguilar, Ignacio Echevarría… y, desde luego, Demetria).
Mi mujer, Paz, ya fallecida, y yo éramos vecinos de la Prosperidad, y ella había conocido personalmente a Demetria en sus alegres andanzas juveniles. Cuando estábamos preparando la publicación de un libro titulado Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada para la Editorial Cátedra, nos reunimos varias veces con don Rafael (en la ya citada cafetería Universal) para comentar con él nuestro proyecto y pedirle su autorización para incluir el cuento titulado “Dientes, pólvora, febrero”(1956). Le gustó el comentario que acompañaba su cuento, aunque creía que exagerábamos en ciertas apreciaciones (“cuadro tenebrista”, “reflejo del más duro primitivismo español”, “el brutal descuartizamiento de la alimaña moribundo”).
En alguna de aquellos encuentros, don Rafael (como sabía que éramos profesores de Lengua y Literatura en BUP y COU) nos preguntaba qué pensábamos de su obra literaria. Paz y yo le contestábamos al unísono que nuestras preferidas indiscutibles eran Industrias y andanzas de Alfanhuí y El Jarama, novela esta última que incluso estaba recomendada como libro oficial de lectura, en aquellos años de nuestra docencia. Ante nuestra respuesta, el Maestro se quedaba un tanto pensativo.
Don Rafael, meses antes de su fallecimiento, había tenido algún vómito de sangre, pero no le dio mayor importancia. Un día tuvo otro episodio de este cariz y lo llevaron en ambulancia (o tal vez en un taxi) a un hospital para ingresarlo y hacerle pruebas diagnósticas de su dolencia. Su mujer, Demetria, no pudo acompañarlo porque se encontraba aún convaleciente de una operación de pulmón. “Mañana ya vendréis a verme”, les dijo él. Cuando Demetria y su hija Lucía llegaron al hospital, les comunicaron que acababa de morir. Su queridísima nieta, Lucía, se encontraba en una excursión, lejos de España.
Unas horas antes de fallecer, llamó desde el hospital, con un móvil muy elemental y viejo –lo llevaba colgado al pecho como un escapulario– a su mejor amigo (¿) y le recitó, de memoria y en italiano, una parte del poema El infinito de Giacomo Leopardi (1787-1837):
Così tra questa
immensità s’annega il pensier mio:
e il naufragar m’è dolce in questo mare.
(Así a través de esta
inmensidad se anega el pensamiento mío;
y naufragar me es dulce en este mar).
Rafael Sánchez Ferlosio fue enterrado (el martes, 2 abril del 2019) en el panteón familiar del cementerio madrileño de la Almudena, junto a su padre, el escritor Rafael Sánchez Mazas; su madre, Liliana Ferlosio; su hija, Marta Sánchez Martín; y su hermano Chicho Sánchez Ferlosio. Todo en silencio, ningunas palabras, ningún responso. El féretro de madera oscura llevaba solo una cruz en relieve.
Las dos grandes novelas de Rafael Sánchez Ferlosio son: Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951) (el autor, cuando tenía 24 años, le pidió 13.000 pesetas a su madre para editarla) y El Jarama (1956). La primera tuvo una reducida resonancia crítica en el momento de su publicación, mientras que, por el contrario, la segunda ha recibido desde el principio multitud de opiniones elogiosas por los entendidos en letras: El Jarama es una de las mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo XX.
Ferlosio, en gran parte de su vida, quiso olvidarse (renegar) de sus dos grandes y primerizas obras narrativo-literarias. Pensaba que debía dedicarse a fondo a la reflexión (mediante los ensayos) y olvidarse de la fantasía. Aunque no lo quisiera, Rafael Sánchez Ferlosio fue uno de los grandes narradores contemporáneos. Es bastante frecuente que los escritores no sean, precisamente, los mejores validadores de su propia obra –y a veces tampoco de la ajena.
Con relación a Alfanhuí, la perspectiva hace tiempo que cambió, y muchos críticos famosos y muchos buenos lectores opinan así:
“Una joya inclasificable, una novela mágica, iniciática y picaresca, escrita en el estado de gracia que hace posible que cada palabra esté en su sitio sin estridencia alguna”.
“Ferlosio juega con la fantasía abierta a la pura maravilla inventiva”.
“Hace 32 años que en el cole Don Manuel decidió usar esta maravillosa novela como base para sus clases de lengua y nunca se lo agradeceré lo suficiente. Fue el inicio de mi pasión por la literatura que me ha llevado por mil mundos, mil dramas, mil aventuras… a lo largo de mi vida. Tal vez sea ahora momento de releerla y refrescar los recuerdos tan gratos que guardo de las vivencias de Alfanhui y de su mundo mágico”. Alfanhuí no es solamente una obra fantástica. Detrás de la fantasía, de la continua exaltación de lo vital y de la naturaleza, hay un reproche a la sociedad por su alejamiento de lo natural y por su falta de creatividad”.
“He aquí un libro cautivador, cuya lectura no ha dejado de asombrar desde su aparición en 1951, en unos tiempos en que la tendencia predominante de la narrativa española era el realismo. Se han buscado todo tipo de linajes para esta novela insólita e inclasificable, mezcla de relato de formación y retablo de maravillas, escrita con una prosa prodigiosa, de originalísima imaginería, y dotada del encanto intemporal de las viejas narraciones. Elegía de un mundo antiguo, de la infancia perdida, las Industrias y andanzas de Alfanhuí no han dejado de suscitar todo tipo de interpretaciones, sobre las que «revolotea», ingrávida, su peripecia llena de gracia y de ligereza”.
“Aunque concebida como un cuento de cuentos, episódica, esta pequeña gran novela tiene una estructura argumental muy limpia. Una primera parte que comenzaría con la fabulosa historia del gallo de la veleta y finalizaría con la muerte de su maestro taxidermista. Seguiría una segunda parte con el viaje de Alfanhuí a Madrid y, ya, una tercera parte con el retorno a Castilla con destino a Moraleja (el pueblo de su abuela), su trabajo de boyero, su encuentro con el herborista D. Diego Marcos y su encuentro consigo mismo ante la bandada de alcaravanes que gritan su nombre. El análisis lingüístico-discursivo de la novela nos mantiene en una alerta léxica riquísima y con una fluidez narrativa oportunamente fragmentada por los 51 capítulos significativamente titulados”.
“Alfanhuí es la crónica de un viaje, pero más que de iniciación o de maduración, se trata de un viaje de búsqueda del destino. Lo que hace en realidad este adolescente, es buscar su lugar en la vida”.
«Historia castellana y llena de mentiras verdaderas» (como anuncia su dedicatoria), Alfanhuí ha quedado inscrito como el primer relato español dentro del realismo mágico”.
“La historia de Alfanhuí es picaresca, surrealista, viaje iniciático, novela de crecimiento, cuento y narración realista. Tiene formas de El Quijote, y bastante afinidad con el Lazarillo de Tormes, porque, -como un Lazarillo moderno y no de mediados del siglo XVI- entre una y otra andanza va creciendo el protagonista por los viejos pueblos y polvorientas rutas tan bien descritas por Ferlosio”.
“Se puede considerar la autobiografía si acaso de la niñez de su mismo autor, que, en tercera persona, habla de sí mismo cuando era niño, cuando era Alfanhuí, con la pretensión de agotar con su propia historia idealizada el tema universal de la pérdida de la inocencia infantil”.
“Alfanhuí es un caso único en nuestras letras. Una primera, magnífica y rara novela”.
“Con Alfanhuí, Ferlosio escribió el libro más hermoso de su tiempo”
“¿Es Alfanhuí, en un sentido amplio, prosa poética? Desde luego que en esta obra la poesía desborda la realidad: las descripciones, en algunos momentos, consiguen un muy elevado tono lírico, y, por doquier, se encuentran sorprendentes comparaciones, vivas imágenes e inusitadas personificaciones”.
“La impresión primera que origina Alfanhuí en todo buen lector es dilucidar la imprecisa barrera entre fantasía y realidad, al contar en términos de un realismo descriptivo tradicional -ceñido a una geografía y ubicación bien precisa- sucesos de la más pura fantasía”.
“Real en las andanzas de Alfanhuí , es el cañamazo geográfico y ambiental que les sirve de soporte, pero sobre aquel ha bordado el autor un mundo intemporal, donde reina a sus anchas la diosa Fantasía”.
“Alfanhuí, de Ferlosio es una auténtica “rara avis” en la descomunal y desigual obra ferlosiana, aunque tal vez contenga, como ninguna otra, un a modo de compendio y exhibición de la principal clave de su escritura: el vuelo poético, la creencia en la capacidad de la lengua para crear realidad. Así que fue un placer sumergirse en sus páginas para volver a comprobar que es posible alcanzar la perfección en el arte de escribir. A veces de forma tan en apariencia sencilla y redonda como en este texto, que bien podría tomarse como un ejemplo del cuento perfecto.
“Industrias y Andanzas de Alfanhuí merece un lugar de honor dentro de la literatura española. Jamás existirá otra novela capaz de gustar y conmover de la extraña manera de la que lo hace Alfanhuí. Todos los amantes de la literatura deberían leerla y sacar sus propias conclusiones, sobre los misterios de la infancia, la vida, la búsqueda de la belleza, la diferencia entre lo real y lo deseado. Jamás Castilla fue tan de cuento de hadas y jamás la fantasía en castellano fue tan real. Una historia precursora del realismo mágico, un relato de fantasía y surrealismo hecha obra pictórica, una novela sobre colores y sobre naturaleza, un tratado sobre ilusión y realidad. Una obra de arte”.
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Se ha dicho que la novela Alfanhui es un cuento de cuentos, un bellísimo collar de cuentos, jamás Castilla fue tan de cuento de hadas, y al protagonista se le designa como “ladronzuelo de cuentos”. En el mundo arcádico del libro de Ferlosio, la principal de las actividades de Alfanhuí es narrar historias, dichas o escuchadas, porque a Alfanhuí le gustaba escuchar estas historias de la vida de las gentes y este gusto era compartido por otros personajes, sobre todo por su Maestro; historias asociadas al fuego, creador de la vida, como en las antiguas cosmogonías también el agua, la tierra y el aire. En fin, todo el libro está transido del regusto por escuchar y transmitir historias, aunque hay que tener en cuenta la observación del propio protagonista, que no quería abusar del romero con que avivaba las historias de la abuela, pues no se debe contar mucho en un día, porque las historias se desvirtúan.
- Sánchez Ferlosio, Rafael (Autor)
El cuento que titulo “La piedra de vetas” pertenece al capítulo V de Alfanhuí, titulado De cómo Alfanhuí llegó a encender el fuego y la larga historia que el Maestro le contó.
Según el Diccionario de la RAE, piedra de vetas es aquella, que por su calidad o color se distingue de la masa en que se halla interpuesta.
En la tradición budista tibetana existe un pequeño objeto de gran fuerza simbólica y extraordinaria belleza: el Dzi o Gzi. Su significado es “brillante”, “luz”, “esplendor” y está realizado con un fragmento de ágata que suele pulirse en forma cilíndrica o alargada, a veces también en medialuna. Lo que distingue a los Dzi de otras gemas es su color marrón oscuro, casi negro, y las vetas que forman dibujos en la superficie. Estos motivos no son obra de los artesanos sino de la propia naturaleza y pueden ser circulares, ovalados, cuadrados, en olas y rayas.
Estas curiosas piedras pertenecen a la extraordinaria cultura tibetana, y por eso los Dzi están presentes todavía en toda el área del Himalaya, desde Bhutan hasta el norte de la India y Pakistán. También se encuentran en la China budista, donde a este término viene asociado al significado de “piedra del paraíso” o “perla del cielo”. Cada Dzi es único, porque a cada uno se le atribuye un valor distinto y un significado intrínseco especial, ligado a su simbología: la creencia más difundida sostenía que quien lo tuviera sería dueño de una gran cantidad de beneficios, como protección, prosperidad, bienestar, fortuna… A estas piedras también se les atribuyen poderes para alcanzar el bienestar espiritual, de desarrollar un equilibrio positivo y como defensa ante cualquier dificultad. Sin embargo, un requisito importante para poder gozar del Dzi era donarlo o también encontrarlo; no se podía comprar y mucho menos robar o intercambiar, so pena de perder todas sus virtudes. En fin, las más valiosas de estas piedras mágicas (o Dzi) es que tienen que tener el dibujo de las vetas muy bien trazado y claro, con formas regulares y proporcionadas, el color intenso y su aspecto brillante y sin imperfecciones.
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El anciano Maestro de Alfanhuí (el disecador, a quien siempre apreciaría y respetaría, es el personaje más bondadoso, la mejor persona de todo el libro; su contrafigura es don Zana, la peor persona – un maniquí- que Afanhuí encuentra en sus andanzas) aparece por primera vez en el capítulo III, en Guadalajara, y lo primero que hizo fue ponerle nombre:
El maestro miró al niño de arriba abajo con unos ojos muy serios y dijo:
–¿Tú? Tú tienes ojos amarillos como los alcaravanes; te llamaré Alfanhuí porque es el nombre con que los alcaravanes se gritan los unos a los otros.
El maestro contaba historias por la noche. Cuando empezaba a contar, la criada encendía la chimenea. La criada sabía todas las historias y avivaba el fuego cuando la historia crecía. Cuando se hacía monótona, lo dejaba languidecer; en los momentos de emoción, volvía a echar leña en el fuego, hasta que la historia terminaba y lo dejaba apagarse. Una noche se acabó la leña antes que la historia, y el maestro no pudo continuar. —Perdóname, Alfanhuí. Dijo y se fue a la cama. Nunca contaba historias si no en el fuego y apenas hablaba de día.
“Además de los momentos tristes en las historias contadas por el Maestro, y la muerte de la criada, el terrible suceso que acabó con la vida del Maestro en la que unos hombres con antorcha y armados que acusaban de brujo al Maestro le hirieron y destruyeron la casa además de quemarla. Alfanhuí y su Maestro tuvieron que huir, y aunque lo consiguieran, el Maestro no pudo sobrevivir a las heridas y murió en los campos de Guadalajara, en un pueblo de aspecto envejecido, por sus habitantes y aspecto. Antes de morir el Maestro, Alfanhuí echó a llorar por primera vez en su vida, además, el Maestro le dijo que debería volver con su madre, y eso hizo tras tres días de viaje”.
[La piedra de vetas. Rafael Sánchez Ferlosio]
Cuando yo era niño, querido Alfanhuí, mi padre fabricaba lámparas de aceite. Trabajaba todo el día, y hacía candiles de hierro para las cabañas y lámparas de latón dorado para los palacios. Hacía mil y mil clases de lámparas distintas. Tenía también los mejores libros que se habían escrito sobre lámparas. En uno de ellos se hablaba de la «piedra de vetas». Era esta una piedra que decían durísima, pero porosa como una esponja, y que tenía el tamaño de un huevo y la forma de una almendra. Tenía esta piedra la virtud de beber siete tinajas de aceite. La dejaban en una tinaja y a la mañana siguiente todo el aceite había desaparecido y la piedra tenía el mismo tamaño.
Cuando se había bebido siete tinajas, ya no quería más. Entonces bastaba ponerle una torcida y encender, para que diese una llama blanca como la leche, que duraba eternamente. Cuando se quería también podía apagarse. Pero si se quería de nuevo el aceite, sólo una lechuza sabía sacárselo, hasta dejar la piedra enjuta como antes.
Mi padre hablaba siempre de esta piedra, y nada hubiera deseado en el mundo tanto como tenerla. Mi padre solía mandarme por los caminos para que aprendiera los colores de las cosas, y yo tardaba muchos días en volver.
Un día salí para uno de mis viajes. Llevaba un palo al hombro, y en la punta del palo, un pañuelo con merienda. Iba por un camino calizo entre colinas de polvo, sin hierba, con apenas algunos árboles secos donde se posaban las urracas. También había por el campo muchos hoyos y harapos y pucheros de barro quebrados, y ruedas y destrozos de carro y otro sin fin de despojos, porque todo lo que se rompía iban a tirarlo a aquella tierra. Apenas nadie iba por el camino porque era un día de mucho sol, y el sol era muy malo allí, aunque todavía no había entrado el verano.
A lo lejos vi una figura sentada en una piedra, orilla del camino. Al llegar vi que era un mendigo y me decía: «Dame de tu merienda.»
Me hizo un sitio en la piedra y nos pusimos a comer. Entonces vi cómo era. Llevaba unos pantalones oscuros, hasta media pantorrilla, y un chaleco pardo, del que asomaban los hombros y los brazos desnudos. Pero su carne era como la tierra del campo. Tenía su forma y su color. En lugar de pelo, le nacía una espesa mata de musgo, y tenía en la coronilla un nido de alondra con dos pollos. La madre revoloteaba en torno de su cabeza. En la cara le nacía barba de hierba diminuta cuajada de margaritas, pequeñas como cabezas de alfiler. El dorso de sus manos también estaba florido. Sus pies eran praderas y le nacían madreselvas enanas, que trepaban por sus piernas, como por fuertes árboles. Colgada del hombro llevaba una extraña flauta.
Era un mendigo robusto y alegre, y me contó que le germinaban las carnes de tanto andar por los caminos, de tanto caerle el sol y la lluvia y de no tener nunca casa. Me dijo que en el invierno le nacían musgos por todo el cuerpo y otras plantas de mucho abrigo, como en la cabeza, pero cuando venía la primavera se le secaban aquel musgo y aquellas plantas y se le caían, para que nacieran la hierba y las margaritas. Luego me explicó cómo era la flauta. Dijo que era al revés que las demás y que había que tocarla en medio de un gran estruendo, porque en lugar de ser, como en las otras, el silencio, fondo y el sonido, tonada, en ésta el ruido hacía de fondo y el silencio daba la melodía. La tocaba en medio de las grandes tormentas, entre truenos y aguaceros, y salían de ella notas de silencio, finas y ligeras, como hilos de niebla. Y nunca tenía miedo de nada.
Me pasé la tarde hablando con él, y se nos vino la noche encima.
El mendigo me invitó a dormir en su tueca de árbol. Anduvimos un rato y llegamos a ella. Era un árbol grande, y había dentro muchas cosas que no se veían bien. El hueco del tronco era altísimo, subía en forma de cono y la madera hacía crestas, vueltas de arista hacia adentro, como las láminas de las setas. Arriba, se veía azulear la noche con estrellas.
El mendigo encendió un candil, y yo vi una llamita blanca, luminosa. Era la piedra de vetas. Entonces le conté cómo mi padre había codiciado siempre aquella piedra, y el mendigo, que era generoso, me la dio. Apenas pude dormir aquella noche, y a la mañana siguiente tomé el camino de vuelta. Llegué a mi casa gritando: «¡Padre, padre!»
Pero al entrar en el cuarto de mi padre vi que había muerto. Todos estaban alrededor de él, quietos y callados. Ni siquiera miraron cuando yo entré. Mi padre estaba tendido sobre una mesa, envuelto en una venda blanca y se le veía tan solo la cara. Tenía la boca abierta como un viejo pez y la luz de cuatro lámparas de aceite brillaba en la rendijita vidriosa de sus ojos entreabiertos. No miré más, y me fui a llorar con la cara envuelta en una cortina morada que había en mi casa, que era la cortina donde lloraba siempre.
—Algunos días después de que lo hubieran enterrado escogí yo la lámpara más bonita que pude hallar y preparé un candil con la piedra de vetas para llevarlo al camposanto.
Mi padre dormía en una cueva, debajo de tierra, metido en una urna de cristal. Sin que nadie me viera entré allí y colgué la lámpara en la pared, a la cabecera. Luego la encendí con la que traía y miré el rostro de mi padre a la luz de la llamita blanca.
[La historia de don Zana. Comentario]
Miguel Díez R.
El cuento al que pongo por título La historia de don Zana se encuentra en la segunda parte, en el capítulo: I. Donde se inicia al lector en la persona de don Zana, y en páginas posteriores.
Si el Maestro del relato anterior es el más bueno de todo el libro, como quedó expuesto, don Zana es un extraño personaje, descrito con las notas más peyorativas. El encuentro de Alfanhuí con Don Zana no puede ser más calamitoso, ya que el hombre marioneta muestra su irascibilidad, y su violencia desatada al golpear salvajemente a una mona con su temible mano de madera. Sin embargo, Alfanhuí acepta que Don Zana le guie por Madrid, aunque enseguida se percata del verdadero y amoral carácter de aquel odioso personaje.
No se llega a saber nunca si Don Zana es un hombre que parece una marioneta o una marioneta que parece un hombre; su descripción y figura están totalmente muñequizados (a la manera de Valle Inclán), pero es capaz de hablar y de moverse autónomamente en un mundo de seres humanos. El propio autor afirma que Don Zana despertó un día de un polvoriento almacén en el que se encontraba junto con otra marioneta que no pudo cobrar vida al igual que su compañero, y da una descripción del personaje propia de un muñeco, aunque este, al fin y al cabo, se trata de un muñeco con vida que vive entre los humanos como si tal cosa
Don Zana era apodado “El marioneta” (una marioneta que sabe de todo un poco), un personaje antipático, un hombre que rompía los corazones de las muchachas que lo amaban, un muñeco vivo que asusta a las gentes danzando por tejados, que da porrazos, a diestro y siniestro, con su dura mano de madera; por no mentar otros vicios del tal señor. De él se ha comentado que era un tipo medio-humano, medio- marioneta, cuya plasticidad descriptiva le acerca ligeramente a la colección de personajes incongruentes de Ramón Gómez de la Serna o que es muy posible que Don Zana sea una amarga crítica al chulo madrileño de la primera mitad del XX: el chulapo castizo, sin moral, guiado por la ambición, con escasos principios, pero al mismo tiempo carismático y querido por algunos por su condición de simpático caradura. En fin, también se ha escrito sobre que él que era una especie de personaje barriobajero, pero caricaturizado en una suerte de Arlequín o Polichinela de una ciudad de Guiñol.
Don Zana será castigado por Alfanhuí cuando este, harto de su mediocre inhumanidad lo destroza como marioneta que es. Alfanhuí lo mata, pero no parece haberse convertido en un asesino, simplemente el cree que ha hecho lo correcto en el acto final de una simbólica obra de teatro en donde la máscara que representa al villano muere. Es como el niño inocente frente a su odiado y horrible muñeco. Don Zana parece tener sangre, pero puede ser el tinte de los zapatos color corinto del personaje, o la sangre del propio Alfanhuí al herirse golpeando al duro muñeco de madera. Alfanhuí puede incluso que no haya matado a nadie.
[Don Zana]
Era don Zana un hombre guapito y risueño, flaco y con los hombros anchos y angulosos. Su pecho era un trapecio. Vestía camisa blanca, una chaqueta de franela verde, corbata de lazo, pantalón claro y zapatitos de color corinto en el pie pequeño y bailarín. Este era don Zana “El Marioneta”, el que bailaba sobre las mesas y los ataúdes. Despertó un día, colgado en el polvoriento almacén de un teatro, junto a una señora del siglo XVIII con muchos bucles blancos y cara de cornucopia. La señora, aunque había bailado con él en los teatros de París, no despertó, porque tenía menos temperamento. Por un ventanuco, al tejado se fue don Zana, y anduvo algunos días bailoteando por las tejas, asustando a las gentes en los áticos y en las buhardillas.
Don Zana rompía los floreros con su mano y se reía de todo. Tenía una voz antipática, como un quebrarse de cañas secas; hablaba más que nadie y se emborrachaba en los taburetes de las tabernas. Tiraba los naipes por el aire cuando perdía, y no se agachaba a recogerlos. Muchos probaron su seca bofetada de madera, muchos escucharon sus odiosas canciones, y todos le vieron danzar sobre las mesas. Le gustaba discutir, ir a las casas de visita. Bailaba en los ascensores y en los descansillos, vertía los tinteros, aporreaba los pianos con sus rígidas manitas duras y enguantadas.
La niña de un frutero se enamoró de él y le regalaba albaricoques y ciruelas. Don Zana guardaba los pipos parar hacerle creer que la quería. La niña lloraba cuando pasaban días sin que don Zana fuera por su calle. Un día la llevo de paseo. La niña del frutero con sus labios de membrillo, sin sangre besó ingenuamente aquella risa de sandía rachada. Volvió a su casa llorando y, sin decir nada a nadie, se murió de amargura.
Don Zana solía andar por las afueras de Madrid y pescaba peces sucios y pequeños en el Manzanares. Luego encendía un fuego de hojas secas y se los freía. Dormía en una pensión donde no paraba nadie. Todas las mañanas se hacía limpiar, puestos, sus zapatos de color corinto. Desayunaba una taza grande de cacao y no volvía hasta la noche o la madrugaba.
Trabajaba don Zana en una fábrica de chocolates, y nadie tenía mejores manos para batir la pasta. Las suyas eran como palmetas de madera, y tenían los dedos rígidos y extendidos, pegados entre sí, esbozados apenas. Trabajaba con una maravillosa rapidez; tomaba la pasta, la batía y la volteaba en el aire como nadie. Se meneaba como un malabarista, como si estuviera en el circo, y daba un ritmo a los golpes de sus manos que parecía mover el trabajo de toda la fábrica. El gerente no había tenido nunca un obrero tan bueno, y el chocolate batido por don Zana se conocía entre todos los demás. Tanto que lanzaron un tipo de libreta para crudo, que se llamó “Libreta Donzana”, tan homogéneo y apretado que se paría como el regaliz, con fractura concoidea, y qe ganó una medalla de oro en la Exposición Mundial de Barcelona. Con esto, LA SABROSA, S. A. tomó un auge que nunca hubiera sospechado su humilde director-gerente; amplió sus talleres, centuplicó sus ingresos. Fue en el mejor momento cuando don Zana quiso marcharse, pretextando que se le astillaban las manos al batir el chocolate. De nada sirvieron los ruegos del director-gerente y de todo el Consejo de Administración, al que había llegado a pertenecer el mismo don Zana. Éste se subió en la mesa y, ante el escándalo de los miembros, hizo su danza:
Traque, traque, traque
Traque, traque, tra
luego, sin que nadie pudiera detenerle, tomó el portante y se marchó.
Todavía durante algunos meses mantuvo la Empresa su prestigio, a duras penas, falsificando las “Libretas Donzana”; pero el público no se dejó engañar, y al poco tiempo LA SABROSA, Sociedad Anónima dio en quiebra, se cerraron los talleres y se disolvió la Sociedad.
Don Zana andaba ahora libre por las calles, al antojo de sus zapatos color corinto, sin que nada ni nadie lo retuviera. Otras muchas cosas, ninguna de buen recuerdo, hizo don Zana “el Marioneta”, tristemente famoso en Madrid en el tiempo en que había geranios en ls balcones, puestos de pipa en la Moncloa, rebaños de ovejas churras en los solares de la Guindalera.
[…]
Alfanhuí y don Zana [que antes… “al caer la noche se hallaban en dos extremos opuestos de la ciudad. Don Zana, al mediodía; Alfanhuí, en el septentrión, del lado, del lado del viento”.] avanzaban ahora el uno hacia el otro. Don Zana hubiera querido huir, pero la mirada de Alfanhuí lo tenía clavado.
Junto a lo oscuro de una esquina se juntaron. En los ojos amarillos de Alfanhuí había ira. Agarró a don Zana por los pies, lo levantó en el aire y comenzó a sacudirlo contra la esquina de piedra. Se soltó la redonda cabezota y la risa pintada de don Zana fue a estrellarse rodando contra los adoquines. Sonaba y botaba como la manera. Alfanhuí golpeaba con furia y don Zana se destrozaba en astillas. Al fin quedaron en las manos de Alfamhuí tan sólo los zapatos los zapatos color corinto. Los tiró al montón de astillas y respiró hondo, apoyándose en la pared. Un sereno venía corriendo y gritó:
–¡Eh, ¿qué jaleo es ese?
Alfanhuí dijo apenas:
–Nada, yo.
El sereno vio los restos de don Zana, esparcidos por el suelo.
–¿Qué es eso?
–Ya lo ve. Astillas y trapos.
Dijo Alfanhí, mientras los empujaba, como distraído, hasta la boca de la alcantarilla.
*****
“Doña Tere era una señora pequeñita y con algunas canas. Tenía con sus huéspedes muchos miramientos y era muy simpática. Una noche en que don Zana no volvía, Alfanhuí se quedó mucho tiempo hablando con ella. Era viuda; su marido había sido maestro. De su marido era el único libro que quedaba en la casa. Un libro con pastas color naranja que tenía en la portada una muchacha soplando sobre un molinillo. El molinillo se deshacía en pequeños vilanos que volaban. El libro se llamaba Petit Larousse Illustré. Alfanhuí se entretenía mucho viendo las figuras.
También contó la patrona la historia de su padre. Eran de Cuenca. Allí había conocido ella a su marido”.
[El surco. Comentario de Miguel Díez R.]
El cuento que denomino El surco aparece en el capítulo VI de la segunda parte, titulado: “Donde doña Tere cuenta la historia de su padre y particularidades de la Silve y de don Zana”.
Un día, hablando con mi hermano Luis Mateo Díez, me dijo que había vuelto a leer Alfanhuí y le había gustado mucho más que en anteriores lecturas. Como conocía mi contumacia lectora en la búsqueda de cuentos muy breves, me recomendaba este libro de Ferlosio, porque le parecía digno de que lo tuviera en cuenta en mis futuras selecciones, ya que aquí podría encontrar relatos brevísimos muy interesantes; además, en las antologías de microrrelatos al uso nunca los había visto recogidos. Me puse al loro, releí las andanzas del protagonista del libro que tenemos entre manos, y estuve de acuerdo con mi docto hermano.
Mi nueva lectura de Alfanhuí me dejó apabullado. Hermosísima novela, digna de leerse de vez en cuando, que es lo que sucede con cualquier “pequeña” obra de arte: siempre nos descubre algo nuevo que no habíamos caído en las lecturas anteriores, sobre todo, si hacía bastante tiempo del encuentro literario con ella.
En una de mis lejanas audiciones en YouTube, que llevaban como título general Memorias de un viejo profesor (Amazon), al final dela número 9, (¿El dinosaurio de Monterroso es realmente un cuento?) y como remate final de aquella disertación, concluía, más o menos, con estas palabras: “En media o una página se puede escribir un cuento brevísimo –minicuento o microrrelato -y dejémonos de otras zarandajas como cuasicuento, hiperbreve, relato bonsái, textículo, relato pigmeo, relato vertiginoso, ficción súbita, cuento alígero…- que nos impacte, nos deje tocados, y tengamos que levantar la vista del texto, para pensar un poco en lo que acabamos de leer.
En una prestigiosa editorial, se publicó, hace no mucho tiempo, una amplísima antología de cuentos brevísimos (microrrelatos) hispánicos preparada por una “experta teórica” del mundo microrrelatano. Eran 73 autores, -escogidos entre los años 1906-2011. Con un criterio de cierto rigor literario personal, solo pude señalar un puñado de ellos que me parecieron realmente interesantes. Una gran mayoría eran mediocres, inanes, intrascendentes…
Conseguir un cuento brevísimo inolvidable es un logro que exige mucho esfuerzo y no poco tiempo. Un autor, conocido por sus indiscutibles aportaciones a este subgénero narrativo, decía que un cuento, de media a tres páginas, le llevaba, a veces, una semana entera de trabajo.
Además del tema, el título, el inicio y el final, cada palabra, cada signo ortográfico, tienen que ser minuciosamente sopesados, mediante un procedimiento literario, una figura retórica llamado elipsis: despojar o modificar el pequeño texto hasta llegar a la difícil conclusión de que nada falta y nada sobra en ese diminuto texto, en aras de acercarse, lo más posible, a la inalcanzable perfección total.
El cuento seleccionado, y que ahora nos ocupa, El surco, a mi entender,es digno de figurar en cualquier antología rigurosa de microrrelatos hispánicos.
Alfanhuí –además de otras muchas y extraordinarias cosas– se inclina más a la, llamemos, “pura creación literaria poética”, engendrada, como casi todo el libro, por la libérrima e irreprimida imaginación y fantasía, -siempre abiertas a la maravilla de lo inventivo- de su autor. Goytisolo dijo que en este libro “la poesía desborda la realidad”. Sin embargo, El surco, en concreto, es una excepción. En este cuentecillo no encontramos, ni con lupa, un solo elemento textual poético.
En cambio, es normal hallar, en toda la novela, frases de claro sesgo poético, como en estos ejemplos espigados al albur: “Era la cigarra de los bochornos plomizos, cuando se envenenan las sandías”. “A las dos horas, todas las hojas estaban teñidas y el castaño era como un maravilloso arlequín vegetal”. “Burbujas que explotaban como besos de boca redonda”. “Y las algas ondulaban, muy peinadas, por el fondo, como cabelleras al viento”. “Las grupas negras de los cerros, embozadas en sus capas”. “Sus ojos eran ahora como claras, espesas selvas, monótonas y solitarias, donde todas las cosas se perdían. Y caía la luz sesgadamente y se hacía silenciosa y pausada al trasluz de las hojas o se posaba en rachas sobre los claros del bosque, dando a la selva, con su variada sucesión de términos, una honda perspectiva interminable. Y desde lo profundo de aquel vario silencio, maduraba Afamhuí una nueva y multiverde sabiduría”…
El surco es un texto de duro realismo castellano rudo y austera fantasía, un cuento, una historia condensada al máximo posible.
Creo que no hay que evidenciarlo: ocho líneas en el tipo de tamaño de letras aquí adoptado, y que podrían reducirse más. Frases cortas, continuos puntos y seguido -como en casi todo el libro. Se cumple en él la antigua norma aristotélica: introducción -presentación del protagonista en las primeras frases. Nudo: desarrollo de la historia en las restantes frases hasta las cuatro últimas. que son el desenlace o final de la historia. Se acabó el cuento. Así pues: introducción, nudo y desenlace, como sucede en la mayoría de los grandes relatos -romances, cuentos que en el mundo han sido. Pero no en todos. Hay algunos magníficos que presentan un final abierto. ¿qué se pretende con ello? La respuesta es literariamente muy interesante, pero no nos concierne en este momento.
¿Qué más puedo decir de este brevísimo cuento? Nada. Que el buen lector, -el que sabe si un microrrelato es muy bueno, bueno, regular o malo- lo lea varias veces -alguna en alta voz- y responda.
[El surco]
Su padre que era labrador y tenía algunas tierras, una tarde se durmió arando con los bueyes. Y como no volvía el arado, los bueyes siguieron y se salieron del campo. El hombre seguía andando, con sus manos en la mancera. Iban hacia Poniente. Tampoco a la noche se detuvieron. Pasaron vados y montañas sin que el hombre despertara. Hicieron todo el camino del Tajo y llegaron a Portugal. El hombre no despertaba. Algunos vieron pasar a este hombre que araba con sus bueyes un surco solo, largo, recto, a lo largo de las montañas, al través de los ríos. Nadie se atrevió a despertarle. Una mañana llegó al mar. Atravesó la playa; los bueyes entraron en la mar. Rompían las olas en sus pechos. El hombre sintió el agua por el vientre y despertó. Detuvo a los bueyes y dejó de arar. En un pueblo cercano preguntó dónde estaba y vendió sus bueyes y el arado. Luego cogió los dineros y, por el mismo surco que había hecho, volvió a su tierra. Aquel mismo día hizo testamento y murió rodeado de todos los suyos.
Rafael Sánchez Ferlosio
Relato corto de Sánchez Ferlosio: El reincidente
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