Algunas señoras salen a caminar por las solitarias calles del pueblo, envueltas en escapularios, en camándulas y en estampas con imágenes de todos los santos; al encontrarse por coincidencia dos o tres damas, rezan el padrenuestro y tres avemarías, si el tiempo les alcanza leen algunas de las oraciones que cargan en sus bolsos y se despiden dándose mutuamente sus bendiciones. Aseveran que las calles del pueblo son vigiladas de todo mal y pecado por un ejército de ángeles guardianes, a solicitud expresa del padre Vicente. La niñez es adoctrinada en el hogar, en la escuela y en las clases sabatinas de catecismo, dentro de los cánones cristianos y, en el cumplimiento de las reglas estrictas de los Diez Mandamientos, de los Siete Pecados Capitales, de los Siete Sacramentos, de las virtudes teologales y acerca del miedo a los severos castigos para los pecadores veniales y los pecadores mortales, en las cárceles del infierno y del purgatorio.
Dentro de la mayor religiosidad trascurren los días con gentes laboriosas, comunitarias y amistosas, aunque por las calles caminan algunos pecadillos nocturnos de infidelidades, de amantes furtivos, de maricas agazapados, de gallinas robadas, de beodos y de un grupito de masones, pero con los rezos y con las bendiciones y con los gritos de exclamación al cielo por parte de las “señoras de los escapularios”, dicen buscar el perdón a los pecadores para conservar puro e inmaculado al pueblo.
Los “señores inquisidores” como ellos se hacen llamar, pero a quien la gente llama los “fueteadores”, hacen rondas por el pueblo en la búsqueda de menores infractores para llevarlos hasta sus hogares, informar a los padres de sus faltas y, en su presencia, exigen que sean fueteados, buscando enderezar sus malos comportamientos. Las faltas más frecuentes de los niños y de los adolescentes son: su inasistencia a clases; sorprenderlos en huertas ajenas robando frutas; encontrarlos afuera de la iglesia, durante las celebraciones; ocasionar peleas callejeras y/o pronunciar palabras soeces que ofendan al Señor Dios. Una vez cumplidos los dieciséis años, los jóvenes son considerados adultos y los “señores inquisidores” no están autorizados en su supervisión.
Cierto fin de semana, en la calle Cielo donde vive doña Susana, la regente de las “señoras del escapulario”, se inaugura con invitados especiales la cantina don Fernando, hubo licor en exceso y música en altos decibeles, lo cual ocasiona un gran revuelo, escándalo e indignación entre las “señoras escapulario” y los “señores fueteadores”; luego de la misa dominical, convocan a un desfile de protesta por las calles con pancartas y gritos impetuosos exigiendo el cierre del bar, y hacen un plantón frente a la alcaldía, el burgomaestre militar en su sabiduría, fue contundente al afirmar, que no podía acceder a sus peticiones y que sería contra la ley y la constitución, no permitirle a don Fernando el derecho a trabajar en su taberna.
En los días siguientes, don Fernando el cantinero, es más cauto en el volumen musical y a sus clientes los invita a guardar compostura para evitar escándalos que pudieran perjudicarlo. Las medidas cautelares dan excelentes resultados a tal punto que los guardianes de la fe y de la moral no vuelven a demandar. Sin embargo, tanta prudencia, tanto recato, tanto juicio y tanta cordura, aún de los más reconocidos belicosos del pueblo, dan pie a la suspicacia de todas las señoras y de todas las novias quienes sospechan que algo sucede al interior de la cantina;
–A mi esposo lo vieron entrar a esa taberna, pero a la casa llegó sobrio y muy contento –asegura una dama.
–Lo mismo pasa con mi novio –replica con timidez la señorita Gloria.
–Tendremos que averiguar nosotras mismas para ver qué sucede allí, todos los hombres se alcahuetean –dice con contundencia la señora Susana, regente de las señoras del escapulario y todas asienten decididas.
Ante el ultimátum de las mujeres como una declaración de guerra al sexo opuesto, los caballeros toman una actitud tranquila en el hablar y en el obrar tal como les había recomendado don Fernando, el cantinero. Los valses, los tangos y los boleros cantan con prudencial potencia, mientras los hombres beben amenizados con sus propias anécdotas y con los cuentos que le arrancan al diario vivir de las gentes. Los jóvenes y los viejos, los solteros y los casados parece que hablasen con una seña, con una mirada o con el simple silencio, así nunca sucumbirán en la derrota; hasta los “señores fueteadores” miran de reojo al pasar por la cantina, lanzando luego una tenue sonrisa. Los días pasan y el atisbo femenino con su soterrada inteligencia, más el seguimiento a sus parejas, no les da resultados, ni a ellas ni a los “fueteadores” ni al padrecito Vicente. La cantina de don Fernando no pasa de ser una cantina y punto; aunque muchos señores casados empiezan a ansiarse de tanto seguimiento y tanta cantaleta, al igual, los novios perseguidos por sus suegras; los hombres no saben cómo eliminar tanta sospecha. Todo indica que los hombres están siendo apabullados ante el goteo insistente del señalamiento y de una vaga culpabilidad que se les indilga. Ni siquiera pueden mirar de lejos hacía la calle Cielo, menos mirar hacia la cantina, menos saludar a don Fernando. ¡Los hombres están a punto de reventar, pero nadie sabe cómo podría ser la explosión!
Un sábado, día de mercado, llegan en sus corceles a la cantina los cinco compadres apodados los “Locos”: Raúl, Jeremías, Gerardo, Luis y Guillermo. Piden bebida al por mayor y exigen música al más alto sonido.
–¡Si las mujeres quieren guerra, pues guerra tendrán! –gritan eufóricos los locos.
–¡Imposible seguir escondidos y en secreticos a esta edad! –vuelven a vociferar a manera de arenga.
Muchos hombres empiezan a llegar al bar y a unirse a la bebeta y a la reyerta. Las mujeres, asombradas, en vano tratan de detener a sus consortes. Al cabo de una hora, la calle Cielo se inunda de hombres libertinos que entran y salen de la cantina, se abrazan y levantan sus brazos simbolizando libertad. Impávida, la regenta Susana no puede salir de su vivienda ante el aglutinamiento de tantos hombres ya pasados de copas, pero el mayor impacto de la dama, que la hace caer de rodillas implorando al cielo, fue ver desfilar al “loco” Raúl en su caballo alazán con una mujer montada atrás y muy abrazada a él, su corto vestido deja a la vista sus apetitosos muslos y sus diminutos pantis y, al trote del jamelgo sus senos inmensos parecen llamar a los ojos desorbitados de los hambrientos hombres; de sus labios sensuales, repintados de rojo carmesí, florece una insinuante sonrisa a cada mirada furtiva.
–¡Oh, Dios mío! ¡Es una fufurufa! –es lo último que dice la regenta, antes de soltar el escapulario y caer vencida por el soponcio.
Al “loco” Raúl le siguen sus amigos y otros amigos y, cada uno con su damisela semidesnuda al lomo, inician un recorrido por el pueblo en medio del desenfreno de los ebrios machos, que se lanzan sobre ellas para brindar, para mendigar una caricia, una sonrisa, o dar una palmadita en sus glúteos o en sus senos o en sus jugosos muslos. ¡Es el carnaval del sexo, del derroche, del desmán y del placer! En ese bacanal, las cortesanas, que tienen nombres de flores, son regadas con sudor en el fragor amoroso de cada batalla; y esos cuerpos deseosos de pasión escondida en mazmorras de dedos inquisidores y puritanos vuelan libres ahora, para multiplicar su amor y ofrendarlo a cada estrella ardorosa que del cielo caen sobre ellas; los machos carnavaleros lujuriosos e inagotables, ven satisfechos los albores del nuevo día. Luego de la misa dominical, el padre Vicente encabeza la procesión con la cruz en lo más alto, ancla en la calle Cielo, justo enfrente de la cantina, reza oraciones de rituales para exorcizar a las endiabladas prostitutas, lanza una maldición infernal al cantinero y excomulga a los locos libertinos; invoca la oración de los ángeles custodios y llama a confesión y a arrepentimiento público a los desenfrenados hombres que participaron en el festival del mal y del pecado. Muchos matrimonios están a punto de sucumbir, muchos noviazgos han roto. Los ángeles han vuelto a rondar por la calle Cielo, pero sólo durante el día porque en las noches patrullan los demonios de los hombres en busca de las amantes que cabalgan.
Rafael Garcés Robles (Bolívar, Cauca, Colombia, 1949) es cuentista y poeta.
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