Un cuento filosófico: Así es la vida (Miguel Bravo Vadillo)

Hoy, para mí, es un día de trabajo como otro cualquiera; es decir, de trabajo por el que no percibo ni una mísera moneda, ya que nunca he logrado vender uno solo de mis cuentos. Al menos, Ana –que así se llama mi encantadora esposa– gana algún dinero con un empleo a media jornada que apenas nos alcanza para pagar las facturas. Mal que bien, y apretándonos el cinturón más de lo aconsejable para nuestra salud física y psíquica, logramos llegar a fin de mes. La nuestra es una lucha sin tregua por la mera supervivencia. No es un panorama halagüeño, desde luego, pero podría ser peor. Por suerte, cerca de mi cuchitril –pues no de otro modo podemos llamar a la casucha en que doy cobijo a mis tristes huesos– hay una biblioteca pública bien provista de libros que puedo leer sin necesidad de rascarme el bolsillo. Con todo, lo que más me desalienta es que, a pesar de que escribo desde mi más temprana adolescencia, sigo siendo un autor sin obra publicada. Sin embargo, y a las pruebas me remito, no soy tan mal escritor como cabría deducirse de mi completo anonimato. Ustedes se preguntarán cuáles son esas pruebas a las que me refiero. Pues bien, si disponen de unos minutos les explicaré el último experimento que llevé a cabo a este respecto. Mi intención, claro está, era la de infundirme ánimos renovados si el experimento salía como yo esperaba, pues buena falta me hacía un poco de confianza en mí mismo después de tantos años recibiendo las diplomáticas cartas de negativa que algunas editoriales (la mayoría ni siquiera se tomaban esa molestia) se dignaban en remitirme.

Michel de Montaigne dijo en uno de sus ensayos que muchos lectores tenían por norma criticar sus escritos (los escritos del propio Montaigne, se entiende) solo porque se trataba de un autor aún vivo y no consagrado, mientras que nadie se atrevía a injuriar a reconocidos autores clásicos como Plutarco o Séneca. Así pues, con objeto de ver cómo reaccionaban esos lectores que se creen con derecho a censurar a los escritores coetáneos en beneficio de aquellos a los que la pátina del tiempo ha impregnado con los honores de la gloria literaria, el bueno de Michel disfrazaba de vez en cuando algunas sentencias de los clásicos como si fueran suyas propias. De este modo probaba a sus lectores que no lo criticaban a él, sino a aquellos autores cuyas palabras no se hubiesen atrevido a cuestionar de haber sabido de antemano qué plumas las acreditaban. «Y así quiero que den un papirotazo a Plutarco en mi nariz o que en mí injurien con ardorosas palabras a Séneca», escribe el genial ensayista.

Inspirado por esta anécdota, yo mismo hice la prueba de dar a leer dos cuentos míos y tres cuentos poco conocidos (pero de incuestionable calidad) de otros tantos autores consagrados a un grupo de diez lectores habituales, miembros todos ellos de un club de lectura. Como cabe suponer, en ninguno de los cuentos aparecía el nombre del autor, y ninguno de ellos tenía más de dos o tres páginas, pues no pretendía fatigar a los improvisados críticos; consideré, además, que dicha extensión era más que suficiente para demostrar mi hipótesis. Les pedí, acto seguido, que ordenaran los cuentos numerándolos del uno al cinco según su preferencia. Todos los lectores, sin excepción, colocaron uno de mis cuentos en la primera posición, y ocho de ellos colocaron el otro en la segunda. A los cuentos de escritores consagrados pusieron más objeciones que a los míos, y los puntuaron peor. Todos quedaron muy sorprendidos cuando les mostré que los cuentos que menos les habían gustado eran de autores famosos y de reconocido prestigio (si no los nombro aquí es para no despertar susceptibilidades); autores, en cualquier caso, a los que no hubieran puesto ninguna pega de haber sabido de quiénes se trataban, y cuyos cuentos habrían asegurado preferir sobre los míos si hubiesen estado firmados (aunque mi sondeo demostró justo lo contrario). No obstante, mal que me pese, sigo siendo un autor inédito. ¿Qué demuestra esto? Entre otras cosas, demuestra que el mundo editorial está muy mal en este país. Se publican muchos libros, sí, pero no todos tienen la suficiente calidad literaria; mientras que muy buenas obras son desestimadas de continuo por la simple razón de que sus autores no son lo bastante conocidos por el público y, según el editor de turno, carecerían del número necesario de lectores para hacer rentable la edición. Es decir, el mercado manda.

Así están las cosas en mi vida, y pronto cumpliré los treinta años. Pero por increíble que parezca apenas hace siete meses que contraje matrimonio con una mujer que, por dondequiera que la mire, es toda ella inteligencia, belleza y bondad. Atreverme a pedirle que compartiera su vida conmigo es solo una locura más de las muchas que he hecho por amor: la única faceta de esta vida por la que podría sentirme dichoso si no fuera porque ser amado por una mujer que no merezco no hace que me sienta mejor conmigo mismo, sino más culpable aún de mi fracaso. Publicar, qué duda cabe, tampoco me asegura el éxito. A este respecto solo tengo una duda: ¿cuánto tiempo más debe pasar para que mi condición de escritor pobre e inédito transmute hacia la más honrosa de escritor pobre y publicado?

La pregunta es irónica, claro; y la respuesta, como comprenderán ustedes, deja cierto margen a la incertidumbre. Un margen por el que deambula, escuchimizada y aterida, la poca esperanza que aún tengo en mis posibilidades de triunfo. Pero ¿acaso no estamos todos nosotros unidos a esta vida a través de un frágil cordón umbilical que nos alimenta de sueños y esperanzas? Si ese cordón se rompiera, ya nada me retendría en este mundo. Y, sin embargo, y por lo que a mí se refiere, hablar de esperanza, aunque sea minúscula, me parece algo casi indecente; quizá porque, de algún modo, siento que para mí ya pasó la edad de la ingenuidad y el entusiasmo. Es más, he llegado a tal punto de desespero que ni siquiera me avergüenza admitir que mi esposa y yo vivimos al borde de la indigencia. Tal vez este espontáneo testimonio sirva para que alguien se apiade de nosotros y haga cuanto esté en su mano –siempre, por supuesto, dentro de los límites que exige la más digna y plausible honestidad– para sacarnos de este profundo pozo de amargura y desolación. Este cuento –al que quizá debería llamar relato, pues ningún hecho de los que aquí narro tiene la consideración de ficticio– es, ante todo, una llamada de auxilio.

Pero pasen, por favor; no se queden ahí parados en la puerta. Dejen que les muestre el pequeño habitáculo donde transcurre la mayor parte de mi vida. Yo lo llamo «mi estudio». Helo aquí. Como ven, está repleto de papeles manuscritos amontonados por aquí y por allá. Y esa triste personita que ocupa su asiento frente a la máquina de escribir soy yo. No considero necesario que les describa mi semblante, aspecto y cosas por el estilo: ustedes mismos pueden verme sentado en ese sillón verde y raído, tecleando a toda velocidad en una vieja Hispano Olivetti que heredé de mi abuelo (apenas tengo dinero para calzar unos zapatos decentes, menos aún para comprar una de esas computadoras personales que ahora tiene todo el mundo y que bien podría facilitarme la redacción de mis textos). Mientras tecleo, la lluvia golpea con tenacidad el cristal de mi ventana, y una taza de hirviente café negro exhala el delicioso y sugestivo aroma que aviva mis fantasías. En este «sillón umbrío» (que diría Rimbaud) he vivido incontables horas y he escrito infinidad de historias. Aquí leo, aquí escribo y aquí, quizá más a menudo de lo que debería, me distraigo soñando con la inmortalidad. En momentos como este puede parecer que no estoy haciendo nada, pero, en realidad, estoy pensando en el diseño más importante que puede afrontar un ser humano: su futuro. Me gusta pensar en mi futuro, quizá porque me consuela imaginar que la vida, tarde o temprano, será generosa conmigo. De hecho, no me cuesta ningún esfuerzo fantasear con la idea de que tras muchos años de heroicos y penosos trabajos, años durante los que nadie ha reparado en mi talento literario, mi obra comenzará a llamar la atención de los lectores y a recibir los laureles –áureos y divinales laureles– que, por descontado, recogeré con sincera humildad pero sin menoscabo de su merecimiento. Galardones, eso sí, que siempre juzgué más propios de la legendaria Edad de Oro que de los actuales tiempos de blanda corrupción y férrea injusticia.

También sin esforzarse demasiado, ustedes pueden adentrarse en mi colorida imaginación y verme traspasar la puerta de un café en compañía de un joven de dieciocho años: mi hijo. Ahora, los dos nos sentamos a una bonita mesa apartada. La mesa es de madera maciza, muy fuerte y limpia. Poco después, sendas tazas humeantes atemperan la corta distancia que nos separa. Si se acercan lo suficiente, podrán ver cómo Andrés –que así habrá de llamarse mi hijo– abre un sobre de azúcar y lo vierte sobre el dibujo de una hoja blanca y cremosa que el camarero ha hecho en su café con leche; el azúcar forma un pequeño montículo sobre la superficie espumosa antes de hundirse con extrema suavidad. Solo entonces, él hace girar la cucharilla dentro de la taza. Yo tomo un trago del brebaje en la habitación solitaria, y asimismo en la cafetería de mi ensueño. Como he dicho más arriba, a esas alturas de mi vida ya he publicado una ingente e importante obra, muy apreciada por público y crítica, que me granjea fama y dineros, o, si ustedes lo prefieren, y para decirlo con palabras más escogidas, prestigio literario y libertad creativa. Me siento en sumo grado satisfecho de lo que he conseguido y de lo que puedo ofrecer a mi amada familia, quienes, sin duda alguna, amén de vivir sanos y felices, pueden sentirse tan orgullosos de mí que puedo ver colmadas, al fin, todas mis aspiraciones sobre la faz de la tierra. Entonces comienzo a hablar como si mis palabras las hubiera sacado de una novela, como si estuviese viviendo dentro de una novela. Pero acerquen también sus oídos a mi inquieta fantasía y podrán escuchar nuestra conversación:

–Andrés, hijo, te he traído aquí porque quería hablar contigo a solas. Necesito decirte algo que nunca le he contado a nadie, pero me gustaría que tú lo supieras. Escucha: en cierta ocasión, cuando yo tenía la misma edad que tú tienes ahora, mi abuela Carmina me relató un suceso del que nunca me habían hablado mis padres. En aquel momento no le di demasiada importancia a ese asunto; después de todo, yo no debía sentirme culpable de la situación que otros habían creado antes de mi nacimiento. Además, con mi mayoría de edad recién estrenada, decidí que podía y aun debía soportar con total entereza cualquier confidencia familiar, por desagradable que esta fuera. Mi abuela me contó esta historia una fría tarde de invierno, en su casa, mientras tomábamos una taza de café: su bebida favorita. En realidad, tu bisabuela no bebía otra cosa; ni siquiera agua. Recuerdo que poco después de aquel día, comenzó a perder la memoria y el buen sentido, ni hablar quiero de la voluntad. Tanto es así, que sus hijos pusieron pestillos de seguridad a todas las puertas de los muebles de la cocina para que ella no pudiera abrirlas, porque a veces mezclaba alimentos como guiada por una extravagante y nada recomendable receta; también escondía objetos que luego no recordaba dónde había puesto y que ya nunca más volvía a ver criatura viviente, conocida o por conocer. Incluso se le impidió salir sola a la calle, por temor a que no recordara el camino de vuelta y, al igual que todo aquello que extraviaba, ella misma no apareciese jamás de los jamases. En suma, actuaba a la buena de Dios y necesitaba de constante vigilancia a todas horas. Y así hasta que llegó el amargo momento en que ya no supo reconocerme, ni era capaz de reconocer a nadie; quizá ni siquiera a sí misma, pues nunca más pudo recordar su verdadero nombre. Sí, hijo, mi abuela olvidó todo cuanto había aprendido a lo largo de su vida. Sin recuerdos, vagaba por el presente como un fantasma, mera sombra de lo que antaño fue. Se convirtió, por contra, en un paradigma poético: el ser humano rebosante de perplejidad, para quien todo era extraño y novedoso. Es más, muchas de sus frases, aisladas del contexto en que eran pronunciadas, no carecían de ingenio o de interés filosófico. Ya muy anciana perdió la capacidad de hablar, y durante sus últimos años casi no podía moverse. Vivió encamada hasta que le sobrevino una muerte sigilosa, como si una ligera brisa le remolcara el alma ya carente de potencias.

«Pero sus sinceras palabras de aquella lejana tarde son un legado que guardo con agradecimiento, porque toda persona, creo yo, tiene derecho a conocer la verdad (también el deber de buscarla: “vitam impendere vero”, escribió Juvenal); aunque con el paso de los años debe ser nuestro corazón el encargado de restaurar esa verdad y de colocarla, según un juicio comprensivo y clemente, en el lugar que le corresponde.

«Pues bien, tu bisabuela me hablaba aquel día con ese tono cómplice y a la vez solemne que emplea quien cuenta algo que considera que su interlocutor debe saber en justicia, algo que sin duda habrá de interesarle porque guarda una íntima y determinante relación con su propia vida; un tono confidencial –no carente de cautela, dadas las circunstancias–, pero, al mismo tiempo, enfático (como suele hacer todo aquel que se siente protagonista de la historia que está contando). Solo dejó una cosa en el tintero: la relación de determinadas operaciones que en la carta, según pude deducir de sus palabras, debían de describirse con todo lujo de detalles. Supongo que me las ocultó porque le parecerían repulsivas a la imaginación. En fin, no sé si sabrás que los dramaturgos de la antigua Grecia no mostraban la violencia en escena, a lo sumo la ponían en boca de un coro que, con sus palabras, daba fe de aquello que no debía ser visto, pues toda manifestación de crueldad era inadmisible para el buen sentir de autor y público. Bueno, pues mi abuela ni siquiera soportaba la idea de verbalizar aquellas acciones o, al menos, se mostraba reacia a que yo pudiera escuchar su narración con todos sus pelos y señales. “Cada vez que me acuerdo –decía la anciana, aludiendo a las explicaciones que en la carta se daban– se me ponen los pelos de punta”, y se estregaba los brazos para demostrarme que sus sentimientos eran verdaderos y, en cierto modo, permanecían a flor de piel. La viveza de aquel recuerdo colmó su rostro de súbita inquietud.

«La carta había llegado a sus manos por mera casualidad, ya que ella no era la legítima destinataria, y la contrariaba el hecho de haberse visto envuelta en aquel enojoso incidente; pero más aún la habría molestado que su contenido hubiese llegado a manos de su hija (a quien sí iba dirigida) o que, por algún descuido, hubiera despertado el interés malsano de los vecinos. Así las cosas, era necesario que actuara de la manera más diligente posible para salvar el honor de la familia. Como no había tiempo que perder, no se le ocurrió nada mejor que entregar la carta al cura del pueblo, a quien pidió consejo sobre cómo encauzar aquel asunto.

«Enseguida entendí que mi abuela era consciente de estar relatándome un suceso extraordinario en la monotonía de su existencia. De hecho, a todas luces se vanagloriaba de su protagonismo en aquel episodio “indeseable y humillante”, como ella mismo lo calificó; y no solo me relataba la historia siguiendo su criterio y perspectiva, sino que me hacía partícipe de las “arriesgadas pero sensatas resoluciones” que debió tomar para que todo aquel desgraciado asunto arribara al mejor de los puertos (que, en este caso y según su convencional opinión, era el matrimonio). A medida que avanzaba en su relato, la zozobra inicial iba transformándose en grata autocomplacencia. Era evidente que se sentía orgullosa de que, gracias a ella, todo hubiera salido como Dios manda.

«“¿Tú crees, abuela –le pregunté–, que mi madre hubiese sido capaz de llevar a cabo lo que explicaba la carta si esta hubiera llegado a sus manos, en lugar de a las tuyas?”. “No lo sé, hijo mío –me respondió–. Yo creo que no, pero nunca se sabe”».

–Oye, papá, disculpa que te interrumpa. Está muy chula la historia esa de la carta a lo Bette Davis, y tal; pero he quedado con Alicia para estudiar, y voy a llegar tarde si no abrevias un poco la historia.

–No entiendo a qué viene ese comentario sobre Bette Davis: no estoy hablando de una película. Lo que te cuento pasó de verdad; pero, si no te interesa, puedes marcharte cuando quieras.

–No es que no me interese, es que tengo mogollón de prisa; eso es todo. Además, Alicia es capaz de cortarme la cabeza si no llego a la hora que le dije.

–Pues márchate, te lo digo en serio; no tienes la obligación de quedarte. Eres libre para irte si lo deseas, tan libre como para cerrar las páginas de un libro que no capta tu interés. Si no quieres seguir oyendo mi relato, no hace falta que lo hagas: te levantas y te vas, así de sencillo. Nadie te retiene aquí a la fuerza.

–No creo que sea tan fácil, papá. Además, tarde o temprano, puesto que soy hijo tuyo, tendré que escuchar esa historia, igual que he tenido que escuchar muchas otras. Cuando te empeñas en algo, siempre te sales con la tuya. Y seguro que se trata de uno de esos relatos a los que no les falta una buena moraleja, ya sabes: «un relato del que aprenderás alguna lección inolvidable y valiosa para llevar una vida más sabia, más satisfactoria…», y blablabá. Como si ser feliz fuera posible en este mundo.

–No sabía que fueras desdichado.

–No menos que tú, papá; no te hagas el distraído conmigo. Eres un ser humano, y yo también: así que conociéndome, te conozco; y tus risas impostadas no pueden ocultar para mí la verdad de nuestra naturaleza ni de nuestro destino.

–¿Mis risas impostadas? No veo razón alguna para mostrarnos quejumbrosos por el destino de la humanidad y del mundo si dicho destino es, como bien sabemos, inevitable. Mejor enfrentémonos a la vida con espíritu risueño y no demos a las cosas más importancia de la que tienen.

–Pero todos nuestros actos son triviales y anodinos si, con la muerte, deben desembocar en el más absoluto vacío. Y eso es, precisamente, lo lamentable: que nada podemos hacer para evitar nuestro fin último. Por otra parte, yo no pedí venir a este mundo en el que ahora tengo que abrirme paso a codazos, hacer cosas que no quiero hacer y sufrir más que gozar. Porque, para ser sincero, papá, si coloco en la balanza de mi vida de un lado el placer y de otro el dolor, a mí no me salen las cuentas de la felicidad; y eso que aún soy joven, porque seguro que la cosa irá a peor con los años. Tan listo como eres, no sé por qué decidiste traerme a este valle de lágrimas.

–Pero no todo son lágrimas en la vida. De hecho, hay dos cosas que hacen que la vida valga la pena: el arte y el amor.

–Pues ya me siento más tranquilo. Supongo que será bastante fácil triunfar en las dos.

–¿Triunfar? No te hablo de una competición, sino de un estilo de vida. Amar y crear ya son un logro, un premio, un triunfo en sí mismos. Además, una vez que te acostumbras a la soledad del espíritu y a lo absurdo de la existencia, tampoco se está tan mal por aquí. Y siempre será mejor sufrir la realidad con carácter burlón que llorar lo que no tiene remedio. Todo depende del enfoque que tú le des a tu propia vida, como nos demuestra Woody Allen en Melinda y Melinda; ¿recuerdas?

–Recuerdo, papá. Pero, según mi parecer, poco importa que te enfrentes a la vida adoptando el carácter de Demócrito o el de Heráclito, cuando el resultado final será el mismo. Mejor sería no tener que sufrir los avatares de la existencia. ¿Qué somos?, ¿qué sabemos?, ¿qué podemos conseguir en este mundo, tan precario como transitorio, por el que valga la pena el alto precio a pagar por el simple hecho de haber nacido? Nuestros logros empequeñecen ante la certeza del dolor y de la muerte. Y por si esto fuera poco, a veces el mundo no me parece más que un vulgar decorado. Un decorado que se viene abajo apenas reflexiono sobre su verdadera naturaleza. Entonces, me cuesta mucho hacer pie, conectar de nuevo con la realidad. En cualquier caso, me siento como un mal actor que no consigue un papel que merezca la pena interpretar.

–¡El mundo como teatro! Todo un clásico. Pero si el mundo es un escenario y los seres humanos somos los personajes de una inmensa tragicomedia, ¿dónde está nuestro público?

–¿Es que debe existir un público?

–¿Qué sentido tendría si no la representación? Es el público el que le da sentido.

–¿Y quién dice que tenga sentido? ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? ¿No decía Shakespeare –para muchos el mejor dramaturgo de la historia– que la vida era un relato que no tenía ningún sentido? Solo ruido y furia.

–También Roberto Benigni dijo que la vida es bella, si vamos a eso. Además, ¿quién nos asegura que no tenemos público? Toda obra debe tener un público, ¿por qué la vida no habría de tenerlo? Y en este caso solo podría tratarse de un público que tuviera el poder de presenciar, al unísono, la totalidad del drama.

–¿Los dioses?

–Los dioses o Dios.

–Eso implica dar un sentido religioso a la existencia. Pero sabes que yo no soy creyente, y que otra vida después de esta me parece de todo punto inconcebible.

–¿Inconcebible, por qué? No habría de serlo más que la realidad que nos rodea. ¿Acaso la existencia del universo y nuestra propia existencia en él son menos inconcebibles? Y, sin embargo, aquí estamos: existimos. La mera noción de eternidad, por su parte, dotaría de sentido a nuestras vidas, porque el cosmos ya no nos parecería un lugar vacío ni nuestra existencia en él una experiencia absurda e intrascendente. ¿Y, si lo piensas bien, es mucho más razonable creer en aquello que dota de sentido a nuestra existencia que en la mera enormidad de un despropósito?

–Te has puesto muy filosófico, papá. Pero, en el fondo, solo estás especulando. Yo me ciño a los hechos. Y, a tenor de los hechos, el mundo me parece un lugar inhóspito, y mi vida tan ridícula y absurda que a menudo pienso que no merece la pena seguir adelante con ella.

–Aun así, debes hacerlo. Y recuerda que ningún escritor debe sucumbir al desaliento, sino mostrar la belleza de la vida; esta es su sagrada misión. Es su deber para con él y para con el resto de la humanidad. El escritor que se suicida se traiciona a sí mismo y traiciona a quienes se acercan a su obra en busca de consuelo y esperanza. Un escritor que se suicida es como un médico que decide no esforzarse más por salvar la vida de sus pacientes (¿para qué, si habrán de morir tarde o temprano?, se diría). Un escritor que se suicida, hijo, no solo es un desertor de la vida, también lo es de su propia obra.

–Veo que has pensado mucho sobre el tema. Pero recuerda que el escritor eres tú, no yo.

–¿Y quién te dice que tú no serás un buen escritor algún día?

–¿Y quién te dice a ti que no sería un escritor suicida? Muchos buenos escritores se quitaron la vida.

–¿Por qué habrías de hacerlo tú?

–Quizá porque tengo demasiado miedo a la muerte.

–No entiendo qué quieres decir.

–La vida es como una ruleta rusa: cualquier día puede ser el último. Hay quienes no aguantan esa presión y deciden matarse por su propia mano, antes que dejar esa tarea en manos de un ajeno homicida: llámalo azar o destino, poco importa; pues nacemos para morir, aunque no sepamos cómo ni cuándo. En todo suicida, pues, hay un miedo atroz a que la muerte le sobrevenga de manera fortuita, quizás incluso horrible. En el suicidio, al menos, hay certeza, seguridad. Así, a la incertidumbre que provoca el azar, los suicidas enfrentan la certeza de ese acto voluntario y definitivo. No es fácil gozar de la vida cuando vivimos bajo la constante amenaza de la muerte. El suicidio es, pues, el único modo de librarse de la espada de Damocles. Incluso para tu admirado Montaigne, el temor de una muerte peor le parecía justificación suficiente para el suicidio.

–Te agradecería mucho que no pusieras las palabras de Montaigne fuera de contexto. Él era un epicúreo amante de la vida. Pero yo diría que tú temes más a la vida que a la muerte.

–¿Y no son, en última instancia, el mismo miedo?

–Mira, si lo que quieres es tomar decisiones deliberadas, no solo puedes decidir suicidarte, también puedes decidir no hacerlo. Y esa puede ser una decisión que tomes cada día de tu vida. Ya lo dijo Albert Camus: «lo más importante que haces cada día es decidir no matarte».

–No creo necesario recordarte cómo murió Camus. En cualquier caso, yo no tendría que decidir nada si no hubiese nacido. Y esa decisión bien podrías haberla tomado tú por mí.

–¡Cómo podría saber yo si tú querías nacer o no! Para preguntártelo, deberías estar vivo con antelación. ¿Comprendes la paradoja?

–Comprendo la paradoja, papá. Y te recuerdo las palabras de Gracián, quien dijo que nadie metería el pie en este mundo si tuviera noticias de esta vida antes de nacer. Es evidente que yo no tenía esas noticias, pero tú las tenías antes de que yo naciera; podías haber hecho algo al respecto. Pero no te preocupes por ello. Quiero decir que no te culpes por haber cometido semejante error: por suerte, sí podemos decidir si queremos seguir viviendo o no. La gran ventaja de la vida es que nadie tiene la obligación de vivirla. ¿Cómo era aquella frase de Séneca?: «La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas». Así que, como tú bien has dicho, nadie me retiene aquí a la fuerza: ni en la cafetería ni en este mundo de mierda.

–Yo me refería a la cafetería, desde luego. Pero ¿cuándo has leído tú a Séneca?

–Me has dicho muchas veces que puedo coger cualquier libro de tu biblioteca, ¿no es verdad? Y esas frases de Séneca y de Gracián las tenías muy subrayadas. Como otras por el estilo en libros de Schopenhauer y de Cioran. ¿Cómo era aquello que decía Cioran?: «Nacer es la única, la verdadera mala suerte»; ¿no es así?

–Que las tenga subrayadas no quiere decir que esté de acuerdo con ellas, sino que son frases para reflexionar. Además, deberías reforzar tu amor a la vida leyendo a autores más optimistas ahora que eres joven; de ese modo los pesimistas te harán menos daño cuando se crucen en tu camino. Para Jostein Gaarder, como explica en La joven de las naranjas, nacer es algo así como un billete de lotería premiado, justo lo contrario que le parece a Cioran.

–No te ofendas, papá, pero a veces tengo la sensación de que hablar contigo es como enfrentarse a Sócrates en un diálogo de Platón.

–No puedo ofenderme puesto que no sé qué quieres decir con eso.

–Que no solo tienes respuesta para todo, sino que, puesto que Platón se pone de parte de Sócrates y es él quien escribe sus frases, así como las frases de sus contertulios, pues todos ellos ceden gustosos a las razones del maestro. Vamos, que, por obra y gracia del propio Platón, Sócrates siempre convence con facilidad pasmosa al conjunto de personajes secundarios que aparecen en sus obras; personajes que no presentan la menor batalla intelectual y que no tienen más función que facilitar los razonamientos del eminente dialéctico, ese facundo que nada dejó escrito (quizá porque no sabía leer ni escribir).

–No entiendo a dónde quieres ir a parar: que yo sepa, siempre te he animado a pensar por ti mismo. Pero nada hay más penoso para un padre que descubrir que su hijo ni quiere vivir ni aprecia en un ápice su vida. Es el amor que siento por ti el que me impele a combatir tus funestas razones. Ojalá y pudiera convencerte de que la vida es un privilegio, una suerte de misterioso azar que nos brinda la oportunidad única y maravillosa de experimentar lo sublime.

–Hablas como un poeta.

–Tú también puedes ser un poeta, un artista de tu propia vida. Desde los puntos de vista ético y estético, también tu vida es susceptible de adquirir forma y fondo ricos en verdad y belleza, en valor y mérito. Tu vida puede ser lo que tú quieras que sea, porque con tus palabras tienes el poder de crear tu propio relato, y este tendrá el orden y el sentido que con tu talento para el arte de la ficción sepas otorgarle. Saber vivir también es un arte. Pero no es, desde luego, un arte que esté recogido en libros pesimistas y de mal agüero.

–Bueno, pues ya me recomendarás alguna lectura interesante y optimista. Pero que no me guste el mundo en el que vivo no significa que no quiera vivir. Quiero vivir, solo que preferiría hacerlo en un mundo mejor, menos hostil y decepcionante. Por eso tengo que aprovechar el tiempo y estudiar ahora que soy joven, así podré hacer algo provechoso por esta sociedad el día de mañana: tal vez, escribir libros de autoayuda y cosas así.

–¡Muy gracioso! Al menos, tienes sentido del humor. Eso es bueno. El humor es imprescindible para vivir con el debido aplomo. Además, como ya te he dicho, siempre es mejor enfrentarse al mundo con ironía que ceder al desespero. Y yo, como padre que bien ama a su hijo, prefiero que tengas un carácter burlón a que vivas apesadumbrado y abatido. No te engendré para ahora desentenderme de tu felicidad.

Yo no me considero un hombre optimista. Sin embargo, ahora que me imaginaba ante mi hijo hablando del verdadero arte de vivir, trataba por todos los medios de insuflarle algo de entusiasmo por la vida. Supongo que no hay mejores consejos que los que, de todo corazón, un padre da a sus hijos (a quienes amamos por encima de todas las cosas); y estos consejos son, por tanto, los que cada persona también debería darse a sí misma y a los demás. Así que continué hablando:

–Tu madre y yo te dimos la vida. Continuar viviendo o no es algo que solo depende de ti, por supuesto; pero siempre hemos pensado que era mejor darte la oportunidad de elegir que privarte de antemano de la ocasión de hacerlo. Después de todo, la vida es todo cuanto tenemos. Y créeme cuando te digo que podemos ser felices hasta cierto punto; aunque, para lograrlo, lo más importante es tener talento para vivir. Quizá ahora escuches mis palabras con escepticismo, pero eso se debe a que eres joven y aún no tienes la suficiente experiencia de la vida. Ten paciencia contigo mismo, algún día encontrarás tu lugar en el mundo y lo verás todo con una mirada distinta y nueva.

–Ahora me dirás que la esperanza es lo último que se pierde.

–Pues sí, no se puede vivir sin esperanza.

–La esperanza es cosa de ilusos, papá; y yo no quiero vivir de ilusiones.

–Quizá sea mejor vivir de ilusiones que no vivir.

–Esa es la opinión de la masa irracional, que es tanto como decir que es una opinión errónea.

–No creo que sea un error desearte una vida larga y placentera. Es lo mínimo que un padre puede desear a sus hijos.

–¿Larga y placentera?, ¿la vida? Papá, a tu edad no deberías ser tan ingenuo. La vida en la tierra es lo más parecido al infierno que imaginó Dante Alighieri. Y no importa la situación en que estés ni la edad que tengas, tu vida siempre irá a peor, nunca a mejor. Nunca serás más joven ni gozarás de mayor salud de la que gozas ahora. Al contrario: cada vez serás más viejo, perderás amigos y familiares, sufrirás por muchas y variadas razones; hasta que tú mismo enfermes y mueras. No cumplimos años camino de la felicidad y de la consecución de nuestros sueños, sino camino del horror. Lo peor está por llegar, y, sin duda, llegará.

–Pero la gente no quiere morir, sino vivir. Algo habrá en la vida que compensa todo el sufrimiento que acarrea. Además, tú eres muy joven aún: deberías tener una actitud entusiasta y apasionada frente a la vida, no seas tan derrotista. Recuerda las palabras de Woody Allen en Manhattan: «¿Es que no te interesa esta experiencia?».

–¡Qué pesado te pones con Woody Allen! Por cierto, siempre me ha parecido un gran pesimista.

–Un gran pesimista que no quiere morir. Por algo será.

–Porque le tiene miedo a la nada. Pero la nada solo es nada, y nada hay que temer. Ya lo dijo Epicuro: «La muerte nada es para nosotros», y esto es así porque la muerte no se puede experimentar, es la ausencia de toda sensación. Yo nunca estaré muerto, porque después de morir no existirá ningún yo.  Cuando nosotros estamos, la muerte no está; y cuando la muerte está, nosotros ya no estamos. Solo podemos experimentar la vida. Así que estar vivo es lo realmente jodido.

–Desde luego, ese es el colmo del pesimismo. A ver, no te diré que el sufrimiento y el dolor hagan más preciada la vida. Pero si la alternativa a la vida es, como tú piensas, la nada, el vacío más absoluto, entonces se hace más evidente aún que lo único que podemos vivir es, valga la redundancia, la vida misma; y eso es lo que le da, precisamente, su incalculable valor. La vida es lo más valioso que tenemos, pues fuera de ella nada somos. Y, desde luego, no todo es angustia y dolor, la vida puede ser también un hermoso viaje. ¿No leíste Ítaca, el poema de Cavafis que te recomendé el otro día?

–Lo leí. Pero háblales de Ítaca y de lo bella que es la vida a esos niños que viven en medio de la miseria y de la violencia, a esos niños que sufren terribles enfermedades, a esos niños que mueren todos los días por culpa de la codicia de unos pocos que no se detienen ante nada con tal de incrementar su patrimonio y asegurar el futuro de su propio linaje. Háblales de poesía a esos niños, diles que la vida es maravillosa, un cuento mágico en el que si eres honrado y cumples a rajatabla con los preceptos de la ética todo te saldrá a pedir de boca. O mejor aún, cuéntales que son un boleto premiado, como dice Jostein Gaarder. El optimismo es cosa de ignorantes, papá; y tú sabes eso mucho mejor que yo.

–Los juicios que emitimos sobre la realidad de las cosas dicen más de nosotros mismos –es decir, de nuestra manera de ver la vida y el mundo– que de la propia realidad de lo juzgado. Mucho me temo que tú no eres en absoluto objetivo en tus juicios. Por mi parte, no pretendo convertir este mundo en un paraíso por arte y magia de la poesía, haría falta algo más que eso; pero sin poesía este mundo sería mucho peor aún, como lo sería sin arte en general. Quizá no podamos cambiar el orden de las cosas, pero sí podemos lograr que nuestra vida sea una experiencia única y emocionante; al menos, podemos intentarlo, debemos intentarlo. Yo sería dichoso con solo saber que sientes deseos de vivir y que te entusiasmas con la idea de hacer algo provechoso con tu vida. Nada se logra en este mundo sin entusiasmo.

–Ni con entusiasmo tampoco. ¡Cuánta gente entusiasta ha sido, al fin, derrotada por el mundo! Tener suerte en esta vida importa mucho más que tener talento, no digamos ya que tener entusiasmo. Pero tú hablas desde la perspectiva de un hombre que ha triunfado en la vida. Una persona entre un millón puede triunfar, nadie te lo discute; pero qué sucede con ese millón que no triunfará por mucho que se esfuerce. Si la vida es generosa con una persona e ingrata para un millón, la conclusión lógica es que la vida es cruel y despreciable, no que es maravillosa. ¿O acaso no te parece ese el juicio más objetivo? Para colmo de males, la vida es así porque obedece al interés financiero de los amos del capital (quienes, según las pautas y directrices del sistema capitalista imperante, se convierten, de manera indefectible, en los amos del mundo); y esto es tanto como decir que vivimos sometidos a un sistema político inamovible.

–¿Ahora me vas a hablar de política? Hijo, yo te estoy hablando de la vida y de lo que la hace placentera y deseable. Dejemos la política a un lado y centrémonos en la filosofía.

–Te equivocas, papá, si piensas que la política es ajena a la vida cotidiana de las personas. La política de verdad es importante y decisiva para el devenir de los hombres; pero no las discusiones baladíes sobre intereses partidistas, tan efímeros como despreciables y mezquinos. Yo hablo de la gran política, no de las vulgares polémicas solo destinadas a captar votos mediante la abominable consigna del divide y vencerás, y que, al fin y al cabo, no hacen más que emponzoñar las aguas de la vida social. Pero, por desgracia, los gobernantes viven a expensas del pueblo, y este está destinado a sufrir los designios de la clase dirigente en cualquier régimen político conocido o por conocer. Lo mismo da bajo qué régimen se desarrollen nuestras vidas, porque en todos ellos hay ricos y pobres, opulentos y desheredados. El poderoso es quien maneja los resortes de la política y de la economía, y a la masa no le queda más remedio que pasar por el aro. Aquellos inventan las reglas del juego para someter a los desposeídos de la tierra, reglas que ellos mismos transgreden (siempre buscando su propio beneficio) de manera tan flagrante como impune; mientras que los segundos, la gran mayoría, viven para trabajar (por regla general, en trabajos indeseables y mal pagados) y sostener a quienes solo viven para hacer lo que les place. Y solo estos, que son minoría, están en condiciones óptimas de sacar algún provecho de la vida, esa vida que no es igual de espléndida y deseable para todos; por mucho que tú insistas en que sí.

–Yo no digo que sea espléndida para todos, pero tampoco es indeseable para todos, si acaso para unos pocos. Al menos, tú y yo tenemos la suerte de vivir bajo los auspicios del mejor sistema político conocido hasta la fecha, que es el de la democracia liberal, justo el que predomina en los gobiernos de Occidente.

–¿Bajo los auspicios? ¡Pero qué coño significa eso! Ahora me dirás que vivimos en el mejor de los mundos posibles.

–En el mundo hay muchas cosas que mejorar, quién lo duda: no vivimos en un mundo perfecto, pero nuestra época es, con todos sus defectos, la mejor época que ha vivido la humanidad. Así lo dijo Karl Popper, cuya obra ya deberías empezar a conocer para poder contrarrestar a todos los intelectualoides perniciosos que pronto te obligarán a leer en la universidad.

–Pero echa un vistazo a tu alrededor, papá, y mira cómo está todo: cada año que pasa la pobreza se instala en el hogar de más familias, el número de parados no deja de aumentar y la mayoría de las personas que conservan sus precarios empleos se ven obligadas a trabajar inacabables jornadas a cambio de la mera subsistencia. Los pobres son cada día más pobres, mientras que los ricos cada día son más ricos. El mundo entero está en manos de unos pocos que mueven los hilos, y al resto no nos queda otra opción que sobrellevar lo mejor posible nuestro papel de marionetas, de simples comparsas en el espectáculo de la vida. Ellos son los verdaderos dueños de nuestro destino, y no nosotros (ni mucho menos nuestro carácter, como dijera Heráclito). Todo se va al garete, papá, y tú hablas de pasión por la vida.

–Solo reparas en el lado más amargo de la vida, pero la vida también tiene un rostro amable. Si no puedes sobrellevar la carga de la existencia tal y como esta es en realidad, con sus luces y sombras, abstente de indagar en la negrura del mundo. La vida se hace más llevadera cuando sabemos lo justo en su justa medida. En esto, nuestra razón debería seguir a nuestros sentidos, que, tal y como dicta la naturaleza, ni ven ni oyen ni perciben más allá de lo humanamente tolerable. Resiste, Andrés, y verás que al final triunfa en ti la razón sobre la sinrazón de quienes se ganan la vida criticándolo todo. Influir en la marcha de la historia es difícil, pero no lo es tanto arbitrar en el devenir de tu propia existencia; no me cansaré de repetírtelo: no vayas a contracorriente y utiliza el sistema, siempre que esto sea posible, en tu propio beneficio.

–Pero es imposible sustraerse a la influencia negativa que el sistema ejerce en la propia vida cotidiana. Los gobiernos toman decisiones que afectan a toda la sociedad sin excepción, que encauzan la vida de los ciudadanos en la dirección que más interesa a los grandes inversores y a los administradores del mal llamado estado de derecho. Y es que no son pocos los decretos, normas y leyes que obvian los valores de la verdadera justicia y de los derechos humanos; mientras que aquellas leyes que sí son justas no pocas veces acaban convertidas en papel mojado. Para colmo de males, los gobiernos no fomentan la cultura ni las humanidades, sino la telebasura y los espectáculos chabacanos; todo a mayor gloria de nuestra ignorancia y sumisión. Tú sabes muy bien que vivimos en un mundo donde se impone el espectáculo sobre la cultura, donde el hombre mediocre descuella sobre el hombre de genio si sabe vender a la multitud la repelente dosis de inmundicia y obscenidad que esta necesita para adormecer, siquiera por un momento, la irreparable miseria de sus vidas.

–Eso no quiere decir que no puedas disfrutar de la cultura si sabes cómo acceder a ella. Dejas que la vida de la sociedad en general influya en tu vida particular, y eso no es muy inteligente de tu parte. Yo solo quiero que le saques a la vida el mayor partido posible. Ocúpate de hacer hermosa y llevadera tu vida, tu intrahistoria, para utilizar un vocablo de Unamuno. Sé el padre de tu futuro, como también aconsejara el propio don Miguel. Haz tu camino.

–Tú me pides que sea padre de mi futuro. Yo te pido que seas padre de tus obras, no mi padre. Engendra obras, no hijos, y ámalas de corazón, pues ellas serán, sin duda, más dignas de ti que yo mismo. Solo ellas, papá, te ayudarán a alcanzar tu gran sueño: el de llegar a ser quien quieres ser, aquel que, en verdad, eres. Pero no perdamos más tiempo hablando sobre lo que nunca nos pondremos de acuerdo, por más que mis palabras no sean mías.

–Si tus palabras no son tuyas, ¿de quién son? Tuyas han de ser si son tus palabras.

–Está bien, papá, dejémoslo. Y si quieres contarme algo sobre tu abuela y esa carta, te agradecería que fueras al grano. Ya sabes: lo bueno, si breve… Porque si no, te aseguro que Alicia…

–Alicia te cortará la cabeza, ya lo has dicho. ¡Vaya con Alicia!: ¡más parece la Reina de Corazones! En cuanto a ti, nunca tienes tiempo para nada; ¿o debería decir que nunca tienes tiempo para hablar conmigo?

–No es eso, papá; es que tengo mucho que estudiar, te lo aseguro. Y tú sabes mejor que nadie que el arte es largo, y la vida… Bueno, ningún mortal sabe el tiempo que le queda de vida; pero siempre nos parece corta.

–Pues mejor para ti si la vida te parece corta, ya que te interesa tan poco.

–Nada tiene que ver una cosa con la otra. Además, hablaba en general.

–Eso me recuerda un chiste que cuenta Woody Allen en Annie Hall.

–Por favor, papá, déjate ahora de chistes o esto será el cuento de nunca acabar.

–Tienes razón. Será mejor que dejemos esta conversación para otro día: no quiero que llegues tarde a tu cita con Alicia. Yo necesito quedarme a solas un momento: quiero pensar con calma sobre todo lo que me has dicho.

–¿Y vas a dejar la historia de la carta así: truncada como inacabado romance?

–Pues sí. Ya te la contaré otro día, cuando tengas más tiempo.

–Está bien, papá; pero no te enfades conmigo. Ya sé que no hablamos a menudo, pero es que a veces te enrollas más que una persiana y, al final, acabas rallando al personal. Te dejo, entonces, para que medites a solas. Creo, en verdad, que tienes mucho en lo que pensar. Reflexiona a conciencia, padre querido, porque quizá mi madre y tú estéis a punto de causarme un mal irreparable.

–¿Qué quieres decir? ¿A qué viene ponerse tan enigmático ahora?

–Tú puedes responder mejor que yo a esa pregunta, ya que eres tú quien pone tus palabras en mi boca. De momento solo soy un producto de tu imaginación, pero quién sabe en qué podría estar a punto de convertirme. Por eso te pido que no me engendres. Piensa que si no me traes a este mundo no me veré obligado a plantearme la disyuntiva de si merece la pena seguir viviendo o es mejor hacer mutis por el foro, que, como bien sabes, y según escribió Camus en El mito de Sísifo, es la pregunta fundamental de la filosofía (de tu amada filosofía, que no de la política. Es más, si nunca hubiese tenido que plantearme esta pregunta, tampoco sería necesario armarme de valor para enfrentarme al acto consecuente. El suicidio no es un acto tan fácil de ejecutar como pueda parecer a priori. Hace falta valor y mucha fuerza moral para sobreponerse a los dictados de la sangre, al pertinaz instinto de supervivencia que rige en todas y cada una de nuestras células. Por eso es mucho mejor no haber nacido.

–Confío, Andrés, en que no hagas ninguna tontería. Siempre habrá tiempo para tomar la salida desesperada, no te precipites y dale una oportunidad a la vida.

–Es cierto que el mero hecho de tener esa puerta abierta ha evitado que muchos se decidieran a cruzarla. Incluso Nietzsche consideraba que el hecho de poder disponer del suicidio era un gran consuelo: se pueden soportar muchos malos ratos sabiendo que siempre tienes a mano el remedio definitivo para ponerles fin. Pero el suicido no era para Nietzsche un acto de negación de la vida, como sí parece serlo para ti, sino un acto de libertad. Si no quieres que me pase nada malo por tu culpa, mejor harías en dejar las cosas como están. Después de todo, yo nunca habré de arrepentirme de no haber nacido.

–La vida, salvo casos excepcionales, vale más que la no vida. Pero, como ya te he dicho, necesito meditar a solas sobre estas cuestiones.

–Pues me voy. Ya continuaremos con esta conversación otro día. Aunque, de todos modos, ya llego tarde a mi cita con Alicia.

–Si llegas tarde ya no tendrás que armarte de valor para suicidarte: Alicia se encargará de cortarte la cabeza.

–Ahora eres tú el gracioso.

–Prefiero reír antes que llorar, ya lo sabes.

–Está bien, papá, sigue riendo cuanto quieras. Te dejo para que pienses bien lo que haces. Aún estás a tiempo de cambiar tu futuro y, sobre todo, el mío. Pero ten en cuenta que lo mejor que le puede ocurrir a un hombre, ya lo dijo el viejo y sabio Sileno, es no nacer; por algo lo diría. Incluso Calderón llegó a escribir que el mayor delito del hombre era haber nacido, ¿recuerdas? Pero Calderón no tuvo en cuenta un pequeño detalle: en mi meditada opinión, no es haber nacido el mayor delito del hombre; porque esto implicaría que el delito lo cometen los hijos, lo cual es un completo desatino. El delito, porque lo cierto es que hay delito (y grave), no lo cometen los hijos, puesto que ninguna persona puede decidir si quiere o no nacer. El delito lo cometen los padres que traen a sus propios hijos a este ingrato y puñetero mundo, porque ellos sí que son conscientes (o deberían serlo) de lo que están haciendo. Medita sobre ello, y adiós.

Tras decir estas palabras, el fantasma de mi hijo se aleja de mí sin volver la vista atrás. Mientras tanto, yo continúo rumiando sus palabras frente a la silenciada máquina de escribir. La lluvia no cesa, el café ya está frío.

En verdad, creo que Sileno estaba en lo cierto: no nacer es lo mejor que le puede ocurrir a un hombre. Y supongo que eso también vale para la mujer. No nacer, desde luego, es mejor que morir, ya muera uno a causa del destino o por su propia mano. Si yo sigo vivo es porque sigo soñando. Mis sueños tiran de mí hacia delante, como la zanahoria tira del burro. Pero esto no deja de ser un tosco ardid, una burda engañifa. Yo estoy vivo, pero no por ello debo obligar a vivir a nadie más (y menos aún a ese ser que habré de amar por encima de todas las cosas). En realidad, yo mismo no debí nacer. Si nací fue porque las circunstancias se aliaron en mi contra: esto es lo que trataba de decirle a mi hijo cuando le hablaba de aquella famosa carta. Y fue mi abuela la que cambió el curso de los acontecimientos. Ella interceptó esa carta que iba dirigida a mi madre, y en la que una persona anónima, interesada en que la boda de mis padres no se celebrase nunca, le explicaba cómo debía abortar. Luego, mi abuela entregó la carta al cura del pueblo, quien se encargó de que la ceremonia sí se ejecutara. Y fue así como me vi forzado a ver la luz de este mundo, donde la cruda realidad siempre se impone al deseo. Luchamos, sufrimos y nos desvivimos tratando de cumplir un sueño que casi siempre se muestra esquivo o, una vez cumplido, se queda en agua de borrajas. ¿Podemos, acaso, compensar con un sueño, siquiera el más preciado, toda una vida de penurias? La balanza nunca estará equilibrada, y mucho menos se decantará del lado de la bondad y la justicia. Tenían razón los filósofos antiguos: más nos valdría no haber visto jamás las iniquidades que se cometen bajo el sol. Para decirlo con palabras de Sófocles: «No nacer es la suerte que sobrepasa a todas las demás». Fue mala suerte, por tanto, que aquella carta no acabara en las manos de su destinataria legítima. Y sabiendo esto, ¿habré de imponer a mi hijo, a mi propio hijo, la persona que más habría de querer en este mundo, la carga terrible de la existencia? No y mil veces no. Quiero tanto a este hijo mío, este hijo que hasta ahora solo habita mi propio mundo imaginario, que estoy dispuesto a evitarle cualquier sufrimiento, todos los sufrimientos. Y la única forma de conseguirlo es no cometiendo el delito de ser padre. Solo hay dos cosas que hacen que la vida valga la pena: el amor al arte y el arte del amor. A ellas viviré entregado, con pasión inquebrantable, hasta el último de mis días.

Justo después de tomar la decisión más sabia de la que guardo memoria, mi mujer –ya la ven ustedes abriendo la puerta– entra en mi estudio y, alegre como un día de primavera, me da lo que ella considera la mejor de las noticias.

En fin, así es la vida.

Miguel Bravo Vadillo

Imagen: janeb13 (Pixabay)

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