Estábamos en Plaza San Martín. Veíamos a todo el mundo llegar al centro, una marea de sacos y vestidos subiendo la barranca desde la Estación Terminal de Trenes. La gente tenía en el rostro la mueca de la tristeza, o el rictus de la preocupación, esa forma gris de ver el mundo y de permanecer. Nada hacía suponer que una historia distinta y nueva podía estar ahí mismo, entre tanta rutina y entre tanto padecer.
De pronto pasaba una niña con una sonrisa y una muñeca, acompañada de su madre. Los niños todavía sostienen algo de verdadera gracia, pensé. Jubilarse debía devolvernos al menos algo de esa sonrisa de niños, ese estremecerse por la vida misma, descubriéndola aun tarde, en todos sus recovecos. Rincones donde se podía gestar como un pollito amarillo una verdadera historia, una historia que nos hiciese olvidar por un rato esas caras tristes.
Dos viejas jubilosas, llenas de alegría, sentadas en un banco de plaza, viendo pasar al mundo preocupado y triste por nuestras narices, eso éramos nosotras, dos amigas inseparables que comenzábamos a entender el trajín de todos, pero de costado, habiendo sido permeables a parte de él tantas veces como años acumulados, habiendo transitado ya las veredas rotas de casa al trabajo y viceversa, sin queja ni rebeldía. Sin literatura.
Ella tejía un pulóver para alguno de sus sobrinos, yo hacía como si leyera en la gente el destino fatal del Universo. Hablábamos entre nosotras mientras el sol nos besaba las caras. Recordábamos el pasado como si no fuese algo separado del propio presente, dando cuenta de nuestras vidas como un lugar privado y secreto, encerrado en un cuento escrito para nosotras solas.
De pronto una brisa desde el bajo daba cuenta de la cercanía del puerto. Nos revolvía el pelo y la conversación, provocando un silencio largo y el olor a río. Y esas ganas de cuento otra vez, de que alguien nos contase un cuento.
En eso estábamos cuando vimos al hombre. Tenía el rostro más preocupado y triste que cualquiera, desencajado, casi terrible.
Habría perdido algún pequeño objeto, alguna llave, algún talismán, quién sabe, por lo visto algo bastante importante para él, preciado tal vez.
Parecía buscarlo en el suelo mientras metía las manos en su cara. Estaba realmente aterrado, como si se hubiese ido su alma en eso.
Se acercó a nosotras. Tenía la cara de esos hombres humillados por el mundo, perdida, como si en el oficio del éxito su fracaso fuera ley.
Pensamos que nos iba a preguntar si habíamos visto una llave, ese talismán, ese objeto tan preciado en alguna parte, en alguna baldosa, en algún banco de plaza. Pero lo que nos dijo fue que había sido estafado, que lo habían olvidado dentro de una historia de amor, que él era protagonista de un libro, de una novela rosa y que alguien la había tirado en un cesto de basura. Ya nadie quería al amor. Ya nadie quería historias de amor.
Nadie leería la historia, nadie podría saber algo de él, estaba varado a la mitad y ahora en este mundo de hombres y mujeres de sacos y vestidos y de historias grises y chatas, sin ninguna literatura posible. Su existencia era ahora absurda, y sin embargo se parecía bastante a todos los que pasaban por ahí. Sería uno más entre tanta gente sola y triste.
Mientras nos hablaba compungido y desesperado, vimos a la mujer del sombrero, parecía la actriz de cine que, habiendo renunciado a su papel, hubiera buscado otro final.
Vino tras él, lo besó largamente como si tuviera que despertarlo, le dijo algo que no pudimos escuchar. En su mano llevaba una cinta y una carusita. Incineraron la película y se fueron para el lado de la Torre de los ingleses.
Las agujas del reloj se habían detenido…
Javier Santos Rodríguez
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