¿Por qué no le dijiste la verdad? | Relato telefónico de Francisco Rodríguez Criado

Me gustan los relatos articulados en conversaciones telefónicas. Me refiero a esos cuentos en los que el teléfono funciona como un personaje más. No en vano, he escrito varios de este tipo. Un ejemplo podría ser «¿Por qué no le dijiste la verdad?», incluido en mi libro Hombres, hombrinos, macacos y macaquinos (disponible en Amazon).

¿Por qué no le dijiste la verdad?

Cuento de Francisco Rodríguez Criado

Sin apenas preámbulos, sin preguntarme siquiera qué tal estaba, anunció que quería divorciarse de mí. Enmudecí. “¿Estás ahí?”, quiso saber al otro lado de la línea. “Sí, aquí estoy”, le dije. Y ella, en un tono sereno pero rotundo, sin alzar la voz pero sin hacer la menor concesión, afirmó que después de pensarlo mucho había decidido que era inútil continuar con lo nuestro. Me seguía queriendo “a su manera”, pero pensaba que separar nuestras vidas iba a ser lo mejor. ¿Lo mejor para quién?, me pregunté.

Acto seguido, me confesó que estaba enamorada de otro hombre, también médico, como ella. Eran amantes desde hacía año y medio. Se querían. Congeniaban. Tenían conexión. Todas esas cosas.

–No te lo iba a contar tan pronto, pero las cosas se han precipitado. Ha sucedido algo: Gustavo nos ha pillado entrando en mi habitación de madrugada…

O sea, que llevaba un año y medio con otro hombre y, aun así, le parecía precipitado contármelo. ¿Para cuándo tendría pensado hacerlo?

Yo podría haber dicho algo, enfadarme, gritarle, insultarla, pero no era mi estilo. Preferí escuchar. Siempre se me ha dado bien escuchar, bastante mejor que hablar.

Por no extenderme demasiado, resumiré la conversación: ella estaba en un congreso de cirujanos en la costa oeste y, ya muy de noche, con la desinhibición propia de quien se ha tomado un par de copas de más, había bajado la guardia y se había besado con él en el pasillo de la segunda planta del hotel, justo cuando ella se disponía a abrir la puerta de su habitación mientras él le besuqueaba el cuello. Y resulta que, fruto de esas casualidades que ocurren a veces, mi amigo Gustavo, que también había acudido al congreso en calidad de médico, les pilló in fraganti.

Y esa era a grandes rasgos la historia.

Ella no quiso que la pelota estuviera en el tejado de mi amigo. Antes de que él se viera en la obligación de chivarse, prefería contármelo en persona (o más bien por teléfono, pues nos separaba una distancia de 400 km). En realidad, creí entender, no me comunicaba de manera voluntaria su romance, sino que lo hacía empujada por las circunstancias. Intuí que si Gustavo no hubiera pisado ese pasillo de hotel justo cuando se besaban, yo seguiría viviendo en la más absoluta ignorancia.

–¿No dices nada? –preguntó inquieta.

–No creo que sea el momento –respondí, y concluí la llamada sin despedirme.

Todavía confuso por lo inesperado de la conversación, deambulé como un zombi por la casa hasta llegar a la cocina.

–¿Quién era?

–Mi mujer –respondí.

–¿Tu mujer? ¿En serio?

–Te lo juro.

–¿Y yo quién soy? –preguntó incapaz de contener una risa nerviosa.

Marta estaba preparando la cena: una ensalada, un consomé y una pechuga de pollo a la plancha.

Noté que seguía esperando una respuesta. Es una mujer muy impaciente: ni le gusta esperar ni le gustan los silencios.

Entonces se lo conté todo. Le conté que una desconocida me había llamado por teléfono y que habíamos tenido una breve pero intensa conversación.

–Fue más bien un monólogo. Ha dicho que quiere separarse de mí, que ha conocido a otro hombre y que piensa que es su media naranja. Están tan enamorados que no desperdician la ocasión de darse besos y prodigarse arrumacos por los pasillos de los hoteles. Quiere el divorcio –resumí, esgrimiendo una media sonrisa.

Marta se echó a reír al verme tan compungido. Quería saber más cosas de la conversación, pese a que no había mucho más que añadir por mi parte. Se lo había contado todo ya: el congreso de cirujanos, la costa oeste, un hotel, cierta indiscreción, un amor clandestino, mi amigo Gustavo…

–¿Tu amigo Gustavo?

–Sí –dije–. Al parecer tengo un amigo que se llama Gustavo. El caso es que no conozco a nadie que se llame así. Y no te lo pierdas: me preguntó si estaba cuidando bien de nuestros perros.

–Ah, tienes perros… –dijo Marta con sorna.

–Dos.

El bueno de Rumbo, un collie precioso que Marta me había regalado por mi cumpleaños cuando aún era cachorro, ahora tumbado a mis pies mientras hablábamos, me dedicó una mirada incisiva, como recriminándome que tuviera otros dos perros en propiedad.

Marta no daba crédito. No comprendía por qué una mujer se pone a hablar con un desconocido por teléfono para pedirle el divorcio ni por qué yo le había seguido la corriente. Más que afearme que hablara con ella, le parecía mal que, antes o después, no la hubiera sacado de su absurdo error.

–¿Por qué no le dijiste la verdad?

–Sinceramente, no lo sé. Creo que me dio pena. No me atreví a confesarle que yo no era su marido. Presentí que era un momento estelar para ella y no me atreví a romperlo.

Nos sentamos a cenar y durante unos minutos nuestra charla giró en torno a la mujer. Marta seguía sorprendida. Se preguntaba si sufriría Alzhéimer, si estaría loca, e incluso planteó que tan solo fuera una broma. Obviamente, yo ignoraba si la mujer desconocida sufría alguna enfermedad mental, pero desde luego rechazaba que hubiera sido una broma. Por cuestiones que tampoco alcanzaba a comprender, ella había creído que yo era su marido, y eso era suficiente para mí. Lo creyó sin fisuras, pese a que había escuchado perfectamente el timbre y el tono de mi voz. Hablé poco, es cierto. Poco pero suficiente. Tal vez influyera, pensé mientras Marta me servía el agua, que yo me hubiera limitado a escuchar, sin delatarme, sin aportar ningún dato que pudiera contradecir que yo fuera su marido.

Poco a poco, Marta y yo nos olvidamos de la extraña mujer y nos sumergimos en las servidumbres de nuestro calendario. Ella, proclive a los listados (detestaba la falta de planificación), citó nuestras próximas obligaciones: el veterinario, la comida con sus padres, la reunión con el constructor, las vacaciones de verano… Marta se preguntó en voz alta si por entonces estaría en disposición de volar en avión. Había comenzado un tratamiento de fertilidad y estaba segura de que se quedaría embarazada al primer intento. Nosotros ya éramos algo mayores para ser padres, pero Marta no podría entender que la vida le negara algo tan preciado como un hijo. Su padre era un acaudalado empresario de hostelería, y nunca le había faltado nada en casa: buenos colegios, buena ropa, buena alimentación, buenas amistades… Tenía un hermano menor al que ella sometía a su voluntad, una madre comprensiva y benevolente y un padre que se desvivía por cumplir todos sus caprichos. Marta lo tenía todo, incluido un marido dócil. Lo tenía todo… menos ese bebé que, antes o después, vendría a colmar su felicidad.

Una hora más tarde, con la excusa de pasear a Rumbo por el parque, aproveché para reflexionar. Llegué a la conclusión de que si yo no le había sacado a la desconocida de su error, no fue por piedad o empatía. Lo cierto es que durante los cuatro o cinco minutos escasos que había durado nuestra charla, me había reconfortado que una mujer, ¡mi presunta mujer!, se dirigiera a mí en esos términos, nada más ni menos que para solicitarme el divorcio.

Ahora, en frío, era capaz de aclarar mis emociones. Hablando con la extraña había sentido que yo aún estaba vivo, que había alguien que me quería a su manera y que era capaz, pese a todo, de confesarme por teléfono que amaba a otro hombre. Y caí en la cuenta de que si bien no le había dicho la verdad a aquella que no era mi mujer, tampoco solía decirle la verdad a la que sí lo era. Yo prefería callar, fingir, ignorar o simplemente olvidar. En los tres años que llevábamos casados nunca habíamos mantenido una discusión seria. Mi inconsciente había llegado a la conclusión de que discutir con ella era poco menos que traicionarla. No se merecía un marido que le llevara la contraria, de igual manera que no se merecía un hermano o unos padres que le plantaran cara. Todos estábamos en este mundo para halagarla y para servirle.

De todo esto me di cuenta esa noche, paseando en la fría soledad del parque junto a Rumbo mientras fumaba el tercer cigarrillo del día. (Le había prometido a Marta que ningún día fumaría más de tres). Supe entonces que en realidad no me apetecía veranear con Marta, ni comer en casa de sus padres, ni comprar un piso más grande, ni tampoco tener un hijo suyo. No es que habitara en mí el deseo visceral de romper con ella, pero por otra parte comprendía (¡ahora lo comprendía!) que había hipotecado mi existencia no por la fuerza del amor, sino de la costumbre.

Sin embargo, la otra mujer, la mujer desconocida, la mujer que sufría Alzhéimer, la mujer que estaba loca o que simplemente me había gastado una broma me había sumergido directamente, sin que yo me lo hubiera propuesto, en un lugar donde yo nunca había estado: en el centro de una historia. Una historia incómoda tal vez, una historia tormentosa e incierta, una historia en la que yo llevaba la peor parte, pero al fin y al cabo una historia.

No soy una persona visceral, más bien todo lo contrario. Sin embargo, esa noche un resorte me empujó a sacar el teléfono móvil de mi gabardina. Por la tarde, en un guiño humorístico (que bien mirado marcaba el inicio de mi decisión), yo había guardado el número telefónico de la mujer desconocida en la agenda de mi móvil con este nombre: MI ESPOSA.

Sin dudarlo demasiado, marqué su número. Unos segundos después, atendió mi llamada.

–¿Está él ahí? –pregunté directamente, sin saludar ni identificarme.

Ahora fue ella quien, ante el tono cómplice de mi voz, enmudeció.

–Sí –dijo finalmente–. No ronda lejos.

Pasé a la acción:

–Entiendo que te hayas enamorado de otro hombre. Entiendo que lo nuestro estaba en un punto muerto. Entiendo muchas cosas. No me opondré a que comiences una nueva vida –le dije con falsa convicción; mis manos me temblaban–. Pero me has dicho que me seguías queriendo “a tu manera”.

–Y es cierto –dijo la mujer–. No mentí.

–Tenemos que hablar –le dije, metiéndome de cabeza en la historia.

Ella bajó el tono de su voz y me susurró:

–Está a punto de salir de la ducha. Ahora no puedo…

–Está bien –dije.

–Pero tenemos que hablar –determinó ella–. Cuando termine el congreso y regrese a casa, tú y yo tenemos que hablar…

–Sí, tenemos que hablar.

–¿Quién es? –dijo una voz masculina desde la lejanía.

–Nadie. Se han equivocado. Llamaban a otra habitación –improvisó ella–. Te llamaré –me susurró.

Traté de imaginar al hombre, desnudo. Mi rival… ¿Sería más alto, más guapo y más fuerte que yo? ¿Sería más divertido, más profundo, más enérgico que yo?

–Sí –dije–. Hemos de hablar.

Corté la llamada y, renovadas mis fuerzas, comencé a lanzarle una pelota al bueno de Rumbo, que corría tras ella para entregármela una y otra vez, apasionado, jadeando, como si le fuera la vida en ello.

Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector literario.

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