Blog de literatura: historias cortas, cuentos, poemas, entrevistas literarias…
María Karmo
María Carvajal: Cursó estudios de Filología Inglesa. Autora del libro de relatos Mis días con Marcela (Rumorvisual, 2012), ha publicado poemas y relatos en revistas de España, México y Polonia. Fue coeditora de la revista mexicana Ombligo. Ha escrito letras para el grupo de rock español Bucéfalo. Es editora de contenidos en Narrativa Breve y responsable de la sección CURIOSIDADES LITERARIAS.
Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana -una ventana abierta a la altura del hombro- que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció por la puerta.
–¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! –gritó–. ¿Me oyes?
En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
A casa de Eupator, cestero y ciudadano de Tebas, que sentado en el patio tejía sus cestos, se dirigía su vecino Filágoros, el cual le gritó ya desde lejos: —¡Eupator, Eupator! Deja tus cestos y escúchame, porque ocurren cosas terribles. —¿Dónde hay fuego? —preguntó Eupator, e hizo un movimiento como si quisiera levantarse. —Esto es peor que si hubiera fuego —dijo Filágoros—. ¿Sabes qué ha ocurrido? Quieren acusar a nuestro estratega Nicomas. Algunos dicen que es culpable de un complot tramado con los de Tesalia y otros aseguran que se le acusa de ciertas relaciones con el Partido de los Descontentos. ¡Ven en seguida! ¡Vamos a la Plaza! — ¿Y qué voy a hacer allí? —preguntó Eupator indeciso. —Es terriblemente importante — habló Filágoros—. La Plaza está llena de oradores; unos aseguran que es inocente, mientras los otros dicen que es culpable. ¡Ven a oírlos! —Espera —dijo Eupator—, en cuanto acabe este cesto que tengo empezado. Y dime: ¿de qué es culpable, en realidad, ese Nicomas? —Eso es, precisamente, lo que no se sabe —refirió el vecino—. Se dice esto y lo otro, pero las autoridades callan, porque parece ser que todavía no se ha terminado de hacer las investigaciones. Mas en la Plaza hay un alboroto… Tenías que verlo. Algunos gritan que Nicomas es inocente… —¡Espera un momento! ¿Cómo pueden gritar que es inocente, si no saben claramente de qué se le acusa? —Eso no importa. Cada uno ha oído algo y habla sobre lo que sabe. Todos tenemos derecho a hablar de lo que oímos ¿no es eso? Yo creo que Nicomas nos quería traicionar con los de Tesalia; uno de allí lo decía, y contaba que un conocido suyo había visto no sé qué carta. Pero otro hombre decía que es un complot contra Nicomas y que él sabe muchas cosas… Se dice que hasta está complicado en el asunto el gobierno de la localidad. ¿Me oyes, Eupator? Ahora la cuestión es… —Espera —le interrumpió el cestero—. Ahora la cuestión es: ¿Son nuestras leyes, que nos hemos dado nosotros mismos, buenas o malas? ¿Ha hablado alguien sobre esto en la Plaza? —No; pero ahora no se trata de eso, sino de Nicomas. —¿Y dice alguien en la Plaza, si los funcionarios que están investigando el asunto de Nicomas, son justos o injustos? —No; de eso no ha hablado nadie. —Entonces, ¿de qué se ha hablado? —¡Si ya te lo he dicho! Sobre si Nicomas es culpable o inocente. —Oye, Filágoros, si tu mujer discutiera con el carnicero sobre si le había dado o no una buena libra de carne, ¿qué harías? —Le daría la razón a mi mujer. —¡No lo creas! Verías si el carnicero usa buenas pesas. —Eso lo sé sin necesidad que me lo digas, hombre… —¿Lo ves? Y después mirarías si estaba la balanza en orden. —Tampoco eso necesitabas decírmelo… —Me alegro mucho. Y si las pesas y la balanza estuvieran en orden, verías lo que pesaba el pedazo de carne y en seguida te darías cuenta de si tenía razón tu mujer o el carnicero. Es extraordinario, Filágoros, que la gente sea más lista cuando se trata de un pedazo de carne, que tratándose de asuntos públicos. ¿Es culpable o inocente Nicomas? Eso se verá en la balanza si ésta está en orden. Pero si se quiere pesar bien, no se debe soplar en los platillos de la balanza para que se inclinen a uno u otro lado. ¿Por qué afirmáis que los funcionarios que han de juzgar el caso de Nicomas son tramposos o qué sé yo qué? —¡Eso no lo ha dicho nadie, Eupator!
Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
Cuento de Aleksandr Nikoláyevich Afanásiev: El soldado y la muerte
Un soldado, después de haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a correr mundo.
Anduvo algún tiempo, y se encontró a un pobre que le pidió limosna. El soldado tenía sólo tres galletas y dio una al mendigo, quedándose él con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le pidió limosna saludándolo humildemente.
En ese tiempo me interesaban las casas que habían muerto porque, a diferencia de las personas, uno las podía revivir. Eso es lo que buscaba una mañana brumosa frente al mar de Miraflores. Una casa para resucitar. Una casa donde hubiera habido vida a raudales que se hubiese ido extinguiendo poco a poco hasta quedar reducida a telas de araña y a fantasmas.
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (Anónimo)
Prólogo
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto, para ninguna cosa se debría romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar della algún fruto; porque si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de que, se las alaben; y a este propósito dice Tulio: “La honra cría las artes.” ¿Quien piensa que el soldado que es primero del escala, tiene más aborrecido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse en peligro; y así, en las artes y letras es lo mesmo. Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el provecho de las animas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: “¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!” Justo muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas. ¿Qué hiciera si fuera verdad?
La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era «inteligente», y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental.
Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
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