La bella durmiente, un cuento para niños de Charles Perrault
Aunque no fuera invitada, el hada maligna se presentó al castillo y, al pasar delante de la cuna de la pequeña, le puso un maleficio diciendo: “Al cumplir los dieciséis años te pincharás con un huso y morirás”.
–¡Quiero ser algo! –decía el mayor de cinco hermanos–. Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo.
–Sí, pero eso es muy poca cosa –replicó el segundo hermano–. Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.
Comparto con vosotros este cuento sobre la bandera de México, que he leído en Internet. No sé quién es su autor, pues no lo indica la web donde está publicado, pero intuyo que es uno de esos cuentos infantiles, más didácticos que narrativos, con los que los profesores suelen trabajar en clase.
La bandera de México, un cuento para niños
A Carlitos le habían dejado de tarea en el colegio elaborar una investigación sobre la bandera de su país. A decir verdad sabía muy poco de ella ya que solo la había visto unas pocas veces en los homenajes de los lunes en el colegio, pero nunca la había tomado en serio.
No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apagó el ruido, de golpe.
Sucede con cierta frecuencia que los cuentos infantiles más celebres no fueron concebidos con la intención de que los leyeran los niños. Puede Pinocho, un cuento clásico como pocos, sea una de estos casos. Escrito por Carlo Collodi, el cuento fue por primera vez en el periódico italiano Giornali per i bambini entre 1882 y 1883. El cuento fue ilustrado por Enrico Mazzanti. Suyas son las ilustraciones que hemos elegido para acompañar al cuento, que ofrecemos a continuación.
Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.
Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.
Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.
Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas –tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho–, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.
La escritora y traductora Blanca Ballester, administradora de Comisión Parlamentaria en la Unión Europea, nos recomienda para esta sección el relato «El chiquitín», de Luigi Malerba (1917-2008), escritor y periodista italiano que formó parte del neo vanguardista Grupo 63.
La publicación de este relato viene enriquecida con los comentarios de la propia Blanca Ballester, que pueden leerse al final.
El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca de Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
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