Estaba mirando fijamente las agujas del reloj de la pared, pensando que hubiera sido divertido si pudiera volver atrás en el tiempo, para evitar la bronca. Había suspendido varias asignaturas, y no sabía cómo arreglarlo. Las notas estaban puestas, y no le quedaba otra cosa que hacer que aceptar la discusión en casa. Encima, ¡era Navidad! Mientras le daba vueltas a todo eso, llamaron a la puerta. Entre el jaleo en el recibidor, escuchó la voz de su tío, y suspiró de alivio. “Menos mal”, pensó que con su visita la bronca se iba a aplazar. Por si acaso, escondió las notas. Ya había inventado la excusa para que no insistieran en que se sentara en la mesa festiva: calentó el termómetro en la llama de una vela, se comió una patata cruda y se quedó sin parpadear un rato largo, para que le lloraran los ojos. Después de haber preparado la falsa fiebre, se metió en la cama tapándose del todo. Cuando su madre le llamó, ya estaba tiritando. Ella miró el termómetro, sacudió la cabeza y le dio una pastilla. Daba vueltas por la habitación sacando jarabes, mientras que su bata se arrastraba por el suelo. Siguieron sus consejos de siempre y cuando se acabó el refunfuño y ella salió, el chico abrió indeciso los ojos: primero uno, y luego el otro. Tenía que ser prudente, por si alguien entraba a visitar “al moribundo”, oyó fuera la broma de su padre, y contuvo la respiración. “La batalla del siglo se atrasa”, se dijo a sí mismo. Poco a poco, sin darse cuenta, se dormía bajo el efecto de la patata cruda…
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