Corrección de estilo, historias cortas, cuentos, poemas, entrevistas literarias…
Historias cortas
En Historias cortas reunimos aquellos textos narrativos de la literatura universal, sean cuentos breves, microrrelatos, llámalo como quieras, que nos ofrecen una historia que cualquier persona podría considerar corta, tanto que puede leerse sin demasiado esfuerzo en la pantalla del ordenador o del móvil.
Historias corrientes, de miedo, historias para no dormir, con moraleja, historias de España, relatos para amar la vida que podrás leen completas.
¿Y por qué publicamos historias cortas? Entre otros motivos, porque es lo que demandan muchos lectores: textos narrativos cortos. Hoy día en que la vida pasa acelerada ante nuestros ojos y apenas tenemos tiempos de embarcarnos en grandes proyectos (y leer un libro de 400 o 500 páginas lo es), tendemos a primar textos narrativos (relatos breves, microrrelatos, aforismos, cuentos breves, relatos cortos) que permitan ser leídos en pocos minutos.
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¿A quién no le gusta leer una historia corta de amor, de miedo o incluso erótica cuando viaja en el metro o espera en la consulta del médico? Una de esas historias que nos arrancan una sonrisa o nos estremecen en apenas un par de páginas? ¿No es acaso este el motivo del éxito de las historias de las redes sociales (Instagram, por ejemplo): historias cortas y directas…
En el siglo XIX lo que predominaban eran las grandes novelas, publicadas por capítulos en la prensa. Pero los tiempos han cambiado, que diría Bob Dylan. En pleno siglo XX las ofertas de ocio son mayores, y nos gusta picar de aquí y allá. De ahí que las historias breves encajen perfectamente en la dinámica de nuestros días.
Lo que muchísimas personas demandan son historias como estas que puedes leer a continuación, que son, creemos, un buen ejemplo de este género de narrativa breve.
Nos lo explica el escritor Eloy M. Cebrián en su manual Cómo se cuenta una historia. Todas las herramientas que necesita un escritor para poder narrar (cuentos, relatos, microrrelatos, novelas) está en este manual.
Historia corta de Ambrose Bierce: El perro y el médico
Un perro que vio a un médico asistir al entierro de un adinerado paciente dijo:
—¿Cuándo espera desenterrarlo?
—¿Por qué habría de desenterrarlo? —preguntó el médico.
—Cuando entierro un hueso —dijo el perro—, es con la intención de destaparlo más tarde y roerlo.
—Los huesos que yo entierro —dijo el médico— son los que ya no puedo roer.
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Historia muy corta de Tony de Mello: Come tú mismo la fruta
En cierta ocasión se quejaba un discípulo a su Maestro: «Siempre nos cuentas historias, pero nunca nos revelas su significado» El Maestro le replicó: «¿Te gustaría que alguien te ofreciera fruta y la masticara antes de dártela?».
Era un renombrado maestro; uno de esos maestros que corren tras la fama y gustan de acumular más y más discípulos. En una descomunal carpa, reunió a varios cientos de discípulos y seguidores. Se irguió sobre sí mismo, impostó la voz y dijo:
–Amados míos, escuchen la voz del que sabe.
Se hizo un gran silencio. Hubiera podido escucharse el vuelo precipitado de un mosquito.
–Nunca deben relacionarse con la mujer de otro; nunca. Tampoco deben jamás beber alcohol, ni alimentarse con carne.
Uno de los asistentes se atrevió a preguntar:
–El otro día, ¿no eras tú el que estabas abrazado a la esposa de Jai?
–Sí, yo era –repuso el maestro.
Entonces, otro oyente preguntó:
–¿No te vi a ti el otro anochecer bebiendo en la taberna?
–Ése era yo –contestó el maestro.
Un tercer hombre interrogó al maestro:
–¿No eras tú el que el otro día comías carne en el mercado?
–Efectivamente –afirmó el maestro. En ese momento todos los asistentes se sintieron indignados y comenzaron a protestar.
–Entonces, ¿por qué nos pides a nosotros que no hagamos lo que tú haces?
Y el falso maestro repuso:
–Porque yo enseño, pero no practico.
Fábula de Samaniego: La cigarra y la hormiga
La cigarra era feliz disfrutando del verano. El sol brillaba, las flores desprendían su aroma…y la cigarra cantaba y cantaba. Mientras tanto su amiga y vecina, una pequeña hormiga, pasaba el día entero trabajando, recogiendo alimentos.
–¡Amiga hormiga! ¿No te cansas de tanto trabajar? Descansa un rato conmigo mientras canto algo para ti –le dijo la cigarra a la hormiga.
–Mejor harías en recoger provisiones para el invierno y dejarte de tanta holgazanería –le respondió la hormiga, mientras transportaba el grano, atareada.
La cigarra se reía y seguía cantando sin hacer caso a su amiga.
Hasta que un día, al despertarse, sintió el frío intenso del invierno. Los árboles se habían quedado sin hojas y del cielo caían copos de nieve, mientras la cigarra vagaba por campo, helada y hambrienta. Vio a lo lejos la casa de su vecina la hormiga, y se acercó a pedirle ayuda.
–Amiga hormiga, tengo frío y hambre, ¿no me darías algo de comer? Tú tienes mucha comida y una casa caliente, mientras que yo no tengo nada.
La hormiga entreabrió la puerta de su casa y le dijo a la cigarra.
–Dime, amiga cigarra, ¿qué hacías tú mientras yo madrugaba para trabajar? ¿Qué hacías mientras yo cargaba con granos de trigo de acá para allá?
–Cantaba y cantaba bajo el sol –contestó la cigarra.
–¿Eso hacías? Pues si cantabas en el verano, ahora baila durante el invierno.
Y le cerró la puerta, dejando fuera a la cigarra, que había aprendido la lección.
Historia corta de terror de Hans Christian Andersen: Historia de una madre
Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.
–¿Crees que vivirá? –preguntó la madre–. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.
–¿Qué es esto? –gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.
La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
–La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. ¡Jamás devuelve lo que se lleva!
–¡Dime por dónde se fue! –suplicó la madre–. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
–Conozco el camino –respondió la mujer vestida de negro pero antes de decírtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras cantabas.
–¡Te las cantaré todas, todas! –dijo la madre–, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo.
Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas.
Entonces dijo la Noche:
–Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte con el niño.
Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Se levantaba allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo.
–¿No has visto pasar a la Muerte con mi hijito?
–Sí –respondió el zarzal–, pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas apretándome contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas.
Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Se echó entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un milagro.
–¡No, no lo conseguirás! –dijo el lago–. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto. Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de ellos es una vida humana.
–¡Ay, qué no diera yo por llegar a donde está mi hijo! –exclamó la pobre madre–, y se echó a llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de largo. No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas, o si era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que había perdido los ojos a fuerza de llorar.
–¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? –preguntó.
–No ha llegado todavía –dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte–. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
–El buen Dios me ha ayudado –dijo la madre–. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde puedo encontrar a mi hijo?
–Lo ignoro –replicó la mujer–, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía?
–Nada me queda para darte –dijo la afligida madre, pero iré por ti hasta el fin del mundo.
–Nada hay allí que me interese –respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que es blanca, pero también te servirá.
–¿Nada más? –dijo la madre–. Tómala enhorabuena. -Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor tenía su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar; en cambio, se veían míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose sobre las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.
–¡Es éste! –exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba de un lado, gravemente enferma.
–¡No toques la flor! –dijo la vieja–. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna. De pronto se sintió en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte.
–¿Cómo encontraste el camino hasta aquí? –preguntó–. ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?
–¡Soy madre! –respondió ella.
La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes.
–¡Nada podrás contra mí! –dijo la Muerte.
–¡Pero sí lo puede el buen Dios! –respondió la mujer.
–¡Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.
–¡Devuélveme mi hijo! –rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
–¡Las arrancaré todas, pues estoy desesperada!
–¡No las toques! –exclamó la Muerte–. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tú.
–¡Otra madre! –dijo la pobre mujer, soltando las flores–. ¿Quién es esa madre?
-Ahí tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.
Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor. La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.
–Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
–¿Cuál es la flor de la desgracia y cuál la de la ventura? –preguntó la madre.
–Esto no te lo diré –contestó la Muerte–. Sólo sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un grito de horror:
–¿Cuál de las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo de la miseria, llévatelo antes. ¡Llévatelo al reino de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije e hice!
–No te comprendo –dijo la Muerte–. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor:
–¡No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me escuches! ¡No me escuches!
Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido.
Historia ultra breve de Gabriel Jiménez Imán: El hombre invisible
Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.
Historia corta de Juan José Arreola: Cuento de horror
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
Historia corta de terror de Francisco Rodríguez Criado: Concurso de epitafios
Concurso de epitafio. Solo para muertos.
Historia corta infantil de Esopo: El cuento del adivino
Instalado en la plaza pública, un adivino se entregaba a su oficio. De repente se le acercó un vecino, anunciándole que las puertas de su casa estaban abiertas y que habían robado todo lo que había en su interior.
El adivino levantose de un salto y salió corriendo hacia su casa, desencajado y suspirando, para ver lo que había sucedido.
Uno de los que allí se encontraban, viéndole correr le dijo:
–Oye, amigo, tú que te vanaglorias de prever lo que ocurrirá a los otros, ¿por qué no has previsto lo que te sucedería a ti?
El adivino no supo qué responder.
Historia corta para niños: El honrado leñador
Había una vez un pobre leñador que regresaba a su casa después de una jornada de duro trabajo. Al cruzar un puentecillo sobre el río, se le cayó el hacha al agua.
Entonces empezó a lamentarse tristemente: ¿Cómo me ganaré el sustento ahora que no tengo hacha?
Al instante ¡oh, maravilla!, una bella ninfa aparecía sobre las aguas y le dijo al leñador:
–Espera, buen hombre: traeré tu hacha.
Se hundió en la corriente y poco después reaparecía con un hacha de oro entre las manos. El leñador dijo que aquella no era la suya. Por segunda vez se sumergió la ninfa, para reaparecer después con otra hacha de plata.
–Tampoco es la mía –dijo el afligido leñador.
Por tercera vez la ninfa buscó bajo el agua. Al reaparecer llevaba un hacha de hierro.
–¡Oh gracias, gracias! ¡Esa es la mía!
–Pero, por tu honradez, yo te regalo las otras dos. Has preferido la pobreza a la mentira y te mereces un premio.
Una historia corta de Francisco Navarro: Secreto
Nadie sabe que después de medianoche baja de su trono y en Plaza Italia se divierte con los santos. Nadie sabe que antes de que amanezca vuelve al cerro corriendo y llega jadeando a su posición original. Nadie se ha fijado que con tanto subir y bajar, la Virgen cada día se pone más flaca y la ropa le va quedando grande.
Dos historias cortas de Francisco Tario
El zorro y el tigre, una historia corta sobre la astucia
Había una vez un enorme tigre que cazaba en los bosques de China. El poderoso animal se topó y empezó a atacar a un pequeño zorro, el cual ante el peligro únicamente tuvo como opción recurrir a la astucia. Así, el zorro le increpó y le indicó que no sabía hacerle daño puesto que él era el rey de los animales por designio del emperador del cielo.
Asimismo le indicó que si no le creía le acompañara: así vería como todos los animales huían atemorizados al verle llegar. El tigre así lo hizo, observando en efecto cómo a su paso los animales escapaban. Lo que no sabía era que esto no era debido a que estuvieran confirmando las palabras del zorro (algo que el tigre acabó por creer), sino que de hecho huían de la presencia del felino
Microrrelato de José de la Colina: Una mecenas
La hermosa y sensual señora se acostaba con los jóvenes escritores nacionales para mejorar la calidad de la nueva literatura erótica mexicana.
Lauro Zavala, La minificción en México, p. 62
Una historia corta popular: La gallina de los huevos de oro
Érase una vez una pareja de granjeros que, un día, descubrieron en uno de los nidos en los que criaban gallinas un huevo de oro macizo. La pareja fue observando que el ave producía tal prodigio día tras día, obteniendo cada día un huevo de oro.
Reflexionando sobre qué era lo que hacía que la gallina en cuestión tuviese esa habilidad, sospecharon que ésta poseía oro en su interior. Para comprobarlo y obtener todo el oro de una vez, mataron a la gallina y la abrieron, descubriendo para su sorpresa que por dentro la prodigiosa ave era igual a las demás. Y también se dieron cuenta que, en su ambición, habían acabado con aquello que les había estado enriqueciendo.
(Fábula de tradición oral reescrita por autores como Samaniego o La Fontaine).
Una historia de Paulo Coelho: La sospecha que transforma al ser humano
El folclore alemán cuenta la historia de un hombre que, al despertar, se dio cuenta de que su hacha había desaparecido. Furioso, pensando que su vecino se la había robado, se pasó el resto del día observándolo.
Vio que tenía maneras de ladrón, andaba furtivamente como un ladrón y susurraba como un ladrón que pretende esconder su robo. Estaba tan convencido de su sospecha, que decidió entrar en casa, cambiarse de ropa, e ir a la comisaría a poner una denuncia.
Nada más entrar, sin embargo, encontró el hacha -que su mujer había colocado en otro lugar. El hombre volvió a salir, examinó nuevamente a su vecino, y comprobó que andaba, hablaba y se comportaba como cualquier persona honesta.
La manzana, microrrelato de Ana María Shua
La flecha disparada por la ballesta precisa de Guillermo Tell parte en dos la manzana que está a punto de caer sobre la cabeza de Newton. Eva toma una mitad y le ofrece la otra a su consorte para regocijo de la serpiente. Es así como nunca llega a formularse la ley de gravedad.
Historia corta de Dalton Trevisan: Amputaciones
Por haber jugado con el ventilador, la niña tiene la punta amputada del meñique.
Desde entonces las tres muñecas, de castigo, tienen el mismo dedo cortado con tijeras.
Historia corta de Jorge Luis Borges: Un sueño
En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma de círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe, en caracteres que no comprendo, un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
Un pobre cronopio va en su automóvil y al llegar a una esquina le fallan los frenos y choca contra otro auto. Un vigilante se acerca terriblemente y saca una libreta con tapas azules.
—¿No sabe manejar, usted? —grita el vigilante.
El cronopio lo mira un momento, y luego pregunta:
—¿Usted quién es?
El vigilante se queda duro, echa una ojeada a su uniforme como para convencerse de que no hay error.
—¿Cómo que quién soy? ¿No ve quién soy?
—Yo veo un uniforme de vigilante —explica el cronopio muy afligido—. Usted está dentro del uniforme, pero el uniforme no me dice quién es usted.
El vigilante levanta la mano para pegarle, pero en la mano tiene la libreta y en la otra mano el lápiz, de manera que no le pega y se va adelante a copiar el número de la chapa. El cronopio está muy afligido y quisiera no haber chocado, porque ahora le seguirán haciendo preguntas y él no podrá contestarlas, ya que no sabe quién se las hace y entre desconocidos uno no puede entenderse.
Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse, y sólo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos.
Pronto sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la muchachilla, ahora sentada frente a mí.
Se trataba de una típica provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana color amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los artículos se esfumó de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea Yokosuka.
Un recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos —pasé una revista maquinal de todas esas columnas desérticas mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachilla que se sentaba al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachilla provinciana y el periódico vespertino, repleto de noticias ordinarias —esta triple alianza no era sino un símbolo para mí: símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé al lado el periódico que iba a leer, y cerré los ojos como un muerto para tratar de conciliar el sueño con la cabeza recargada de nuevo contra el marco de la ventana.
Así pasaron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí con la mirada al rededor y me di cuenta de que la muchachilla, que se había pasado con celeridad al asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas cuarteadas, aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz, haciendo sonar la nariz de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por qué a la muchachilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por las matas marchitas que reverberaban bajo la luz crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo al túnel. Convencido de que la muchachilla lo hacía sólo por capricho, guardé sentimientos sañudos en mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto deseo de frustrar su intento, observando esas manos con sabañones que se desesperaban por bajar la ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza de la muchachilla. Del marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín, que no tardó en invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la garganta desde antes, tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa que me acometió en el rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la cabeza de la ventana y dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin piedad para forzarla a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué bajo la lámpara ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue porque se filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje exterior, el aire fresco con olor a tierra, matas y agua.
Ahora, el tren, que ya había dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de arrabal, situado entre una colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se apretujaban en desorden casas miserables con techos de tejas y pajas, y una bandera flameaba lánguida con reflejo del atardecer, quizá siguiendo el movimiento acompasado del guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber sobrepasado el túnel, distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños con mejillas sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de estatura, como si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas alzadas para observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al unísono y gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus campanillas inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos para sacudirlos con brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de mandarinas, que resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como para levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños alborotados. Me quedé sin respiración y comprendí todo de inmediato; la muchachilla, que iba a trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana, agradeció la despedida ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas mandarinas que había guardado en su seno.
El crucero de arrabal, teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas —esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la muchachilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo al frente, la niña seguía asiendo el billete de su pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con las mismas mejillas raspadas, sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo…
En ese momento, logré olvidarme, aunque fuera de manera efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa, por primera vez en muchos años.
Ryûnosuke Akutagawa
Historia breve de Chuang Tzu: Sueño de la mariposa
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
“Una jaula fue en busca de un pájaro.” Franz Kafka
Reflexiones sobre el pecado, el dolor, la esperanza y el verdadero camino (1919)
Historia corta de Augusto Monterroso: El grillo maestro
Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.
Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.
Hoy damos un cuento del escritor sueco Stig Dagerman, «el anarquista melancólico«. Dagerman tuvo una vida corta: se suicidó en 1954, cuando solo tenía 31 años.
La Sociedad Stig Dagerman entrega todos los años un premio literario, que ya han recibido escritores como J.M.G. Le Clézio o Eduardo Galeano entre otros muchos.
Augusto Monterroso, uno de nuestros cuentistas preferidos, consigue escribir grandes historias con muy pocas palabras, algo de agradecer en un blog como este, que prima textos breves que pueden leerse en pantalla (sea en el ordenador, el móvil o la tableta). Hoy os ofrezco cuatro historias cortas de Monterroso, tres de ellas especialmente breves, y una, la que publico al final, más extensa. Podríamos decir que son tres microrrelatos y un cuento. Creo que estas cuatro narraciones serán un regalo para quienes ya conocemos a Monterroso y una puerta abierta para quienes aún no han leído nada suyo.
Tario suele darle voz a objetos y animales, y en ocasiones trabaja la fantasía. Os dejo un par de historias cortas de Francisco Tario, que espero sean de vuestro agrado. Ambas están escritas en primera persona: en la primera narración es un perro quien haces las veces de narrador y en la segunda es un ataúd quien lleva la voz cantante.
Tal día como hoy, 29 de enero, nació Antón Chéjov (1860-1904), uno de los mejores cuentistas de todos los tiempos, junto a Poe y de Maupassant, entre otros. Miguel Bravo Vadillo conmemora el aniversario del nacimiento del maestro ruso con un microrrelato y me envía estas palabras introductorias que nos sirven para su mejor comprensión.
Te envío un microrrelato que puede servir como un pequeño homenaje a Chéjov. Estaría bien que lo publicases el día 29 de enero (fecha de su nacimiento). Ya sabes lo que escribió Ricardio Piglia en su conocida Tesis sobre el cuento. En el primer punto escribió lo siguiente: «En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias». Bien, con este pequeño microrrelato yo me planteé eliminar esa paradoja, y que la historia del juego y la del suicidio no estuviesen desvinculadas. Me dije: ¿Por qué no puede haber una sola historia y una sucesión consecuente entre las distintas escenas y el desenlace final? Y escribí este pequeño microrrelato para justificar el comportamiento del protagonista de una manera consecuente.
Émile Zola tuvo genio no sólo para construir obras cumbres de la literatura mundial como Nana y Germinal, sino también para incursionar brevemente en el mundo de la narrativa infantil-juvenil. Usando la fábula como método y género de trabajo, escribió algunos relatos magníficos. Si hubiera persistido en ello, hoy estaría junto a Johan Christian Andersen y los Hermanos Grimm.
Le dejo este cuento titulado “Una jaula de fieras”, donde Zola pone en ridículo la conducta soberbia y feroz de los hombres, al punto que en ciertas ocasiones se muestran más sanguinarios que un león y una hiena.
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo enla España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Los crímenes fueron erradicados completamente de la faz de la tierra en el año X de nuestra era mediante una vacuna.
En el año Y se dejó de sufrir; se descubrieron algunos compuestos sintéticos que daban felicidad total en cada uno de los sentimientos desarrollados en la mente.
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