Os dejo hoy dos cuentos populares rusos, recopilados por Afanásiev. El primero es un cuento sobre la astucia y el segundo un relato sobre la indecisión.
Aleksandr Nikoláyevich Afanásiev fue un gran folclorista ruso del siglo XIX. Ha pasado a la historia de la literatura por ser el primero en editar estos cuentos rusos que hasta entonces solo se conocían por la tradición oral.
Y si estás especialmente interesado en la literatura rusa, no dejes de leer nuestra sección de Cuentos Rusos.
En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
A casa de Eupator, cestero y ciudadano de Tebas, que sentado en el patio tejía sus cestos, se dirigía su vecino Filágoros, el cual le gritó ya desde lejos: —¡Eupator, Eupator! Deja tus cestos y escúchame, porque ocurren cosas terribles. —¿Dónde hay fuego? —preguntó Eupator, e hizo un movimiento como si quisiera levantarse. —Esto es peor que si hubiera fuego —dijo Filágoros—. ¿Sabes qué ha ocurrido? Quieren acusar a nuestro estratega Nicomas. Algunos dicen que es culpable de un complot tramado con los de Tesalia y otros aseguran que se le acusa de ciertas relaciones con el Partido de los Descontentos. ¡Ven en seguida! ¡Vamos a la Plaza! — ¿Y qué voy a hacer allí? —preguntó Eupator indeciso. —Es terriblemente importante — habló Filágoros—. La Plaza está llena de oradores; unos aseguran que es inocente, mientras los otros dicen que es culpable. ¡Ven a oírlos! —Espera —dijo Eupator—, en cuanto acabe este cesto que tengo empezado. Y dime: ¿de qué es culpable, en realidad, ese Nicomas? —Eso es, precisamente, lo que no se sabe —refirió el vecino—. Se dice esto y lo otro, pero las autoridades callan, porque parece ser que todavía no se ha terminado de hacer las investigaciones. Mas en la Plaza hay un alboroto… Tenías que verlo. Algunos gritan que Nicomas es inocente… —¡Espera un momento! ¿Cómo pueden gritar que es inocente, si no saben claramente de qué se le acusa? —Eso no importa. Cada uno ha oído algo y habla sobre lo que sabe. Todos tenemos derecho a hablar de lo que oímos ¿no es eso? Yo creo que Nicomas nos quería traicionar con los de Tesalia; uno de allí lo decía, y contaba que un conocido suyo había visto no sé qué carta. Pero otro hombre decía que es un complot contra Nicomas y que él sabe muchas cosas… Se dice que hasta está complicado en el asunto el gobierno de la localidad. ¿Me oyes, Eupator? Ahora la cuestión es… —Espera —le interrumpió el cestero—. Ahora la cuestión es: ¿Son nuestras leyes, que nos hemos dado nosotros mismos, buenas o malas? ¿Ha hablado alguien sobre esto en la Plaza? —No; pero ahora no se trata de eso, sino de Nicomas. —¿Y dice alguien en la Plaza, si los funcionarios que están investigando el asunto de Nicomas, son justos o injustos? —No; de eso no ha hablado nadie. —Entonces, ¿de qué se ha hablado? —¡Si ya te lo he dicho! Sobre si Nicomas es culpable o inocente. —Oye, Filágoros, si tu mujer discutiera con el carnicero sobre si le había dado o no una buena libra de carne, ¿qué harías? —Le daría la razón a mi mujer. —¡No lo creas! Verías si el carnicero usa buenas pesas. —Eso lo sé sin necesidad que me lo digas, hombre… —¿Lo ves? Y después mirarías si estaba la balanza en orden. —Tampoco eso necesitabas decírmelo… —Me alegro mucho. Y si las pesas y la balanza estuvieran en orden, verías lo que pesaba el pedazo de carne y en seguida te darías cuenta de si tenía razón tu mujer o el carnicero. Es extraordinario, Filágoros, que la gente sea más lista cuando se trata de un pedazo de carne, que tratándose de asuntos públicos. ¿Es culpable o inocente Nicomas? Eso se verá en la balanza si ésta está en orden. Pero si se quiere pesar bien, no se debe soplar en los platillos de la balanza para que se inclinen a uno u otro lado. ¿Por qué afirmáis que los funcionarios que han de juzgar el caso de Nicomas son tramposos o qué sé yo qué? —¡Eso no lo ha dicho nadie, Eupator!
La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era «inteligente», y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental.
Cuento de Giovanni Boccaccio: Alibech, o la nueva conversa
En otro tiempo, vivía en un pueblo de Berbería un hombre riquísimo que tenía, además de otros hijos, una niña linda, agraciada y dócil como un cordero. Se llamaba Alibech y era la delicia de su familia. No siendo cristiana y oyendo de continuo a los cristianos establecidos en su patria hacer el elogio de nuestra religión, resolvió abrazarla, y se hizo bautizar secretamente por uno de sus más celosos defensores, preguntando después al que la había bautizado cuál era el mejor modo de servir a Dios y alcanzar su santa gracia. Aquel hombre honrado le contestó que cuantos querían con más seguridad ir al cielo renunciaban a las vanidades y a las grandezas de este mundo, y vivían en el retiro y soledad, como los cristianos que se habían retirado a los desiertos de la Tebaida. Y ved a aquella niña, que apenas contaba catorce años, formar el proyecto de dirigirse a la Tebaida. Su imaginación exaltada por el amor divino y por deseo de servir únicamente a Dios, le allanó todas las dificultades, y sin manifestar a nadie su designio, abandona un día la casa de sus padres y se pone en marcha, enteramente sola, hacia los desiertos de la Tebaida. Corre como el viento, sólo se detiene para cobrar nuevas fuerzas y, al cabo de pocos días, llega a aquellos lugares solitarios, habitados por la devoción y la penitencia. Divisando desde lejos una casita, encamina sus pasos a aquel sitio: era la morada de un santo anacoreta, quien, sorprendido al verla, le pregunta qué busca. Ella le contesta que, guiada por inspiración divina, había venido a aquel desierto para buscar a alguno que la enseñase a servir a Dios y a merecer el cielo. El santo solitario admiró y elogió en gran manera su celo; pero viéndola joven, muy linda y temiendo que el diablo le tentara si tomaba a su cuidado instruirla en las obras de santidad, no creyó prudente tenerla a su lado.
Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima. Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó… El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer…
Cuando se le preguntó cuál era el animal que más le gustaba, el señor K respondió que el elefante. Y dio las siguientes razones: el elefante reúne la astucia y la fuerza. La suya no es la penosa astucia que basta para eludir una persecución o para obtener comida, sino la astucia que dispone la fuerza para las grandes empresas.
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba: Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizás alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.
Fotograma de la película El nombre de la rosa (1986). Fuente de la imagen.
Cuento de Hermann Hesse: La fábula de los ciegos
Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.
Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
NARRATIVA BREVE usa cookies para darle al visitante la mejor experiencia al recordar sus preferencias en las próximas visitas. Al hacer clic en "Aceptar", usted está dando su consentimiento para el uso de todas las cookies.
Si desea más información, puede visitar nuestra página de Política de Cookies.
Privacidad y política de cookies
Privacy Overview
This website uses cookies to improve your experience while you navigate through the website. Out of these, the cookies that are categorized as necessary are stored on your browser as they are essential for the working of basic functionalities of the website. We also use third-party cookies that help us analyze and understand how you use this website. These cookies will be stored in your browser only with your consent. You also have the option to opt-out of these cookies. But opting out of some of these cookies may affect your browsing experience.
Necessary cookies are absolutely essential for the website to function properly. This category only includes cookies that ensures basic functionalities and security features of the website. These cookies do not store any personal information.
Any cookies that may not be particularly necessary for the website to function and is used specifically to collect user personal data via analytics, ads, other embedded contents are termed as non-necessary cookies. It is mandatory to procure user consent prior to running these cookies on your website.