Érase una vez un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte porque veía que, en su profundo dolor, jamás el Cielo cruel había querido concederle ni uno de sus deseos.
Un día que se quejaba en el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se le apareció; difícilmente podría pintar el miedo que sobrecogió al buen hombre.
Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”.
Cuando la atmósfera familiar se hizo irrespirable me escapé de casa y durante algunos años estuve recorriendo el mundo y olvidando mi verdadera identidad en insensatas aventuras.
Hace un año, agotado ya toda la pirotecnia juvenil, decidí regresar al hogar para postrarme a los pies de mi anciano padre. Fue un reencuentro emocionante. Reconocí su voz de bajo profundo y me pareció que conservaba toda su riqueza tímbrica, pero advertí que pronunciaba las erres de un modo distinto, al estilo francés, como si tuviese algún defecto congénito en las cuerdas vocales que yo, sin embargo, no podía recordar.
Cuento de Bruno Schulz: Las tiendas de color canela
En esa época del año en que los días son más cortos y somnolientos, apresados entre los ribetes abrigados del alba y del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales, de cuya torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas mañanas, mi padre estaba ya sometido, extraviado, entregado a otra esfera…
Su cara y su cabeza entera se erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.
Al despertarse mordieron la calidez del pan, así probaron la dulzura de abrir y cerrar esas cortinas que cubren la textura del beso, del soterrado beso, del absuelto beso que vaga por el matinal camino de la sábana.
Se levantaron y echaron a rodar una nueva jornada, así contaminaron los elevados pasos de este día. Con el olor de la tinta que imprimen las malas noticias perturbaron los pensamientos que parten el tiempo con el silábico ritmo de los relojes, con la gracia exhumada del instante.
Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo, el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda hacer mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago tiene su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un hombre dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia ejercida por este órgano sobre mi economía mental.
Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de no ser por su charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.
Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían. Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro.
Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz.
A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez, por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús sin haberlo leído.
Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitarse a diario.
Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes.
Hace poco tuve una pesadilla terrible. Soñé que la madre Dolores me ponía unas cuentas larguísimas que nunca me salían. Sumaba una columna y me olvidaba cuánto llevaba, y tenía que empezar de nuevo y los ojos de la madre Dolores se ponían rojos como los de los monstruos de los dibujos
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