Toribio hacía años que ya no iba haciendo el pardillo. Había aprendido, a base de golpes de cayado. Pero la envidia continuaba devorándolo. Lo encontró paseando por la Alameda. Con el fin de celebrarlo, se instalaron en la terraza del Zúrich. Un té con limón muy frío, ¿y tú? —A mí, tráeme un agua con … Sigue leyendo
RESUMEN: Primer relato corto ficticio, basado en la presente situación laboral española. Se focaliza en dos generaciones: un padre nacido en los sesenta/sesenta y su hija, nacida alrededor de los noventa. Ambas generaciones afrontan diferentes dificultades, también representadas en otros personajes que aparecen en segundo plano. El relato se narra en tercera persona y cuenta con una estructura con un final abierto para favorecer la reflexión del lector.
RELATO: Camino al aeropuerto, un espejismo: el asfalto encharcado de reflejos azul cielo. ¿Quién no fantasea con cuarenta grados de puro bochorno?
Los niños golpeaban a las desventuradas palomas riéndose en voz alta, con el índice estirado hacia el suelo, de donde la sangre surgía hacía los cielos como una fuente sin fondo.
La sofocante placeta se disminuía aún más bajo las grises nubes que predicaban tormenta. Para ser las cinco de la tarde, era poco habitual el aire agobiante, en esa calle oprimida por las macetas de colores, con gruesas flores como lágrimas de una madre sin hijos.
John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía… al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente –tras alguna que otra lectura imaginativa– el futuro.
Fue Malcolm Cowley quien subrayó el gusto de Hemingway por una geografía especial, sacralizada por el uso de bebidas especiales, armas especiales, formas especiales de hablar y de vivir. Los asuntos de sus historias dan casi todos para un reportaje, enfocados hacia situaciones de peligro o habilidad física o tensión moral: la guerra, el toreo, el boxeo, la caza, la pesca, la vida en familia. Una anodina anécdota de pescar truchas se justifica por la excitación del pescador, la tensión que lo consuela momentáneamente con «la sensación de haberlo dejado todo atrás, la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades». El lector, de pronto, siguiendo lo que le están contando, se siente identificado con el pescador, a quien, por un rato, se le ha quitado de encima el peso de la propia existencia. Hemingway diluía en sus cuentos los límites entre experiencia y fábula.
Un león que vagaba por el bosque se clavó una espina en la pata, y al encontrar un pastor, le pidió que se la extranjera. El pastor lo hizo, y el león, que estaba saciado porque acababa de devorar a otro pastor, siguió su camino sin hacerle daño. Algún tiempo después, el pastor fue condenado, a causa de una falsa acusación, a ser arrojado a los leones en el anfiteatro. Cuando las fieras estaban por devorarlo, una de ellas dijo:
Buenos Aires era la última ciudad que ella visitaba antes de volver a casa. En el barrio Versalles, en un bar, frente la Biblioteca Belisario Roldán, yo, apoyado en la barra, tomaba una cerveza. Ella, en una mesilla al fondo, estaba esperando a alguien. Nos vimos mientras yo pasaba la mirada por los recovecos del lugar. En los parlantes sonaba Djavan, melancólico.
Hay pueblos que están vacíos. La presencia de sus calles, casas y árboles no significan nada más que otro misterio. ¿Acaso no vivimos rodeados de fantasmas, hechos inciertos y realidades que no son visibles? Eso es lo que sentí la mañana de enero del 2017, cuando llegué a Adrogué.
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