2 cuentos de la escritora argentina Laura Nicastro

Cuentos de Laura Nicastro

Las revistas literarias de Abelardo Luis Castillo (San Pedro, 1935 – Buenos Aires, 2017) marcaron un época en la vida intelectual de la Argentina entre fines de los 50 y pasados los 80. Hubo tres expresiones de este tipo: El Grillo de Papel, que salió en octubre de 1959 y que fue clausurada por el presidente Arturo Frondizi, al año siguiente de su aparición. Junto a un par más, El Grillo cayó bajo la censura inquisidora del Estado, quien le reprochó ser una publicación subversiva.

Después, casi a renglón seguido, Castillo sacó El Escarabajo de Oro, donde dio cabida a tres o cuatro jóvenes escritoras. El primer manifiesto se hizo con el mismo material del último número de El Grillo de Papel, aquel que fue confiscado cuando éste aún no entraba a prensa.

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Cuento de terror de Abelardo Castillo: Mis vecinos golpean

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente, e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

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Cuento de Abelardo Castillo: Conejo

Abelardo Castillo falleció ayer, 2 de mayo de 2017. Era uno de los grandes narradores argentinos. Maestro de escritores, escribió cuentos, memorias, novelas, diarios, obras de teatro… y dirigió revistas literarias icónicas como El Grillo de Papel, El Escarabajo de Oro y El Ornotorrinco.

Ya habíamos publicado varios cuentos de Abelardo Castillo, entre ellos La madre de Ernesto, elegido como el noveno mejor cuento en una encuesta realizada por la editorial Alfaguara en 1999. Y ahora, con la triste noticia de su fallecimiento, no podemos abstenernos de publicar otra de sus narraciones breves, “Conejo”.

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Cuento de Abelardo Castillo: El marica

Cuento de Abelardo Castillo: El marica

 

Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

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Abelardo Castillo opina sobre la poesía y la prosa

«Desconfío de los escritores que no empezaron haciendo versos. Leopoldo Marechal solía recordar que, para Aristóteles, todos los géneros de la literatura son géneros de la poesía, y Ray Bradbury aconseja leer todos los días un poema antes de ponerse a escribir un cuento o una novela. Todo escritor verdadero es esencialmente un poeta. Ser poeta no significa escribir en verso, ni el puro acto mecánico de versificar garantiza la poesía.

Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia: «La madre de Ernesto», de Abelardo Castillo

cuento de Abelardo Castillo
“El Salón de la Rue de Moulins”, de Henri de Toulouse-Lautrec.

En 1999 la editorial Alfaguara hizo una encuesta entre escritores y críticos para que eligieran cuál era, en su opinión, el mejor cuento argentino del siglo XX. “La madre de Ernesto”, de Abelardo Castillo, quedó en la novena posición.

Cuento de Abelardo Castillo: La madre de Ernesto 

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza —porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia— nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.

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Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia: «La mujer de otro», de Abelardo Castillo

Elyse Reina, teatrista y minificcionista de Mar del Plata (Argentina), nos recomienda para la sección Los Mejores 1001 Cuentos Literarios de la Historia «La mujer de otro», del escritor argentino Abelardo Castillo, de quien ya leímos «La madre de Alberto».

-¿Toma mate? -me preguntó con precaución. Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de permanecer callado, de darse tiempo.

-Carolina, con toda su suavidad y sus maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica. Chupaba la bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la protagonista de una letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar.

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Cuento breve recomendado: «Las panteras y el templo», de Abelardo Castillo

Abelardo Castillo, cuento, panteras
Escritor Abelardo Castillo. 

LAS PANTERAS Y EL TEMPLO

Abelardo Castillo

 
Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.

Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.

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Cuento breve recomendado: «Sin mañana», de Bernardo Kordon

Bernardo Kordon
Bernardo Kordon. Fuente de la imagen
El cuento «Sin mañana» se publicó en Crónicas fantásticas, Buenos Aires, edit. Jorge Álvarez, 1966, una magnífica antología en la que, además del cuento de Kordón, se seleccionan relatos de Abelardo Castillo, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, E. Anderson Imbert, Felisberto Hernández y el norteamericano Truman Capote.
M.D.R.

Cuento de Bernardo Kordon: Sin mañana

Lo molesto ocurre al comienzo. Los familiares alborotan todo en el preciso momento que uno ansía y alcanza la tranquilidad. Felizmente en ese mismo instante nos separa de la vida un velo de apretada trama y un cristal más duro que el acero. Desde el otro lado contemplamos las últimas imágenes de, la vida, que se desvanecen como sombras y humo. Un fogonazo gris se traga a los que lloran y rezan. Ya estoy muerto y mi última imagen del mundo de los vivos es la de ese joven desconocido que vi asomado en la puerta de mi dormitorio. Simplemente un intruso que miró con ansiedad y conmiseración al moribundo. Ese gesto se instala en mí, se identifica conmigo. Comprendo que ese desconocido que me observa detrás de toda mi familia soy yo mismo. Es él quien siempre me siguió paso a paso, y me espió día y noche. Ahora se instala en mí. En el momento de morir soy como un guante vacío, que se inmoviliza y enfría. Entonces una mano se introduce para darle nueva vida. Ya no somos dos, sino uno solo. Ahora soy ese otro que nunca conocí. Y ya es tarde para encontrarle cualquier semejanza. Lo tengo dentro de mí. No tiene rostro. Yo tampoco lo tengo. Estamos uno dentro del otro. Tensos y reposados, esperamos la partida. Igual que en un avión. A través del duro cristal y del tupido velo observamos las sombras del mundo de los vivos. Siguen acumulando flores, llantos, palabras y más palabra. Yo veo a través de los ojos del otro, y el otro mira a través de mis ojos. A ambos nos sorprende esa desesperada e inútil dispersión de gestos y más gestos. Me domina el orgullo de estar muerto y creo que la expresión de mi máscara no lo disimula.

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