Rudy corrió hasta el baño apenas terminamos. Me empezó a molestar esa costumbre suya, deliberadamente bestial, de enjuagarse mientras la última gota de semen le chorreaba entre los testículos. Me dejó tirada en la cama sin siquiera tiempo para advertir la calidad de su orgasmo. En el mejor de los casos, él debió haber supuesto que yo ya había tenido lo mío, esa chance de grititos entrecortados y efímera felicidad. Sorete, murmuré esa vez, las cosas no van a quedar así. Fue un pensamiento imbécil. Me sentía incapaz de hacer nada. Por supuesto, yo había acabado. Pero esa no era la cuestión –me pasaba con frecuencia ante ciertos estímulos–: que saliera eyectado de la cama de ese modo era algo imperdonable, poco sutil y falto de glamour. No esperaba una escena romántica. Sólo un gesto convencional e hipócrita, la cortesía moderna del postcoito. Su fobia era como la de un manual escolar muy básico, pero sobre todo me daba fastidió su falta de sinceridad.