Ernesto Bustos Garrido nos recomienda este cuento del escritor galés Dylan Thomas (1914-1953), conocido sobre todo por su poesía. Al final del cuento podemos leer un comentario de Bustos Garrido.
Cuento de Dylan Thomas: Una visita a mi abuelo
En medio de la noche me desperté de un sueño colmado de látigos y de lazos largos como serpientes, con diligencias que huían por pasos montañosos y amplios galones borrascosos a través de campos sembrados de cactos, y oí que el viejo, en la habitación vecina, gritaba:
—¡Ea!… ¡Ea!… —haciendo trotar la lengua sobre el paladar.
Era la primera vez que me quedaba en casa de mi abuelo. Las tablas del suelo habían chillado como ratones cuando trepé a la cama, y los ratones que minaban las paredes habían crujido como maderas, como si otro visitante caminara sobre ellos. Era una templada noche de verano, pero las cortinas aleteaban y las ramas golpeaban contra la ventana; yo me había tapado la cabeza con las sábanas, y pronto galopaba, rugiente, por las páginas de un libro.
Y la muerte perderá su dominio. Los muertos desnudos serán un solo muerto. Con el hombre en el viento y la Luna de occidente; cuando se descarnen los huesos y desaparezcan los huesos. Donde hubo codos y pies aparecerán estrellas. Y aunque se sumerjan en profundas aguas tendrán que resurgir. Y aunque los amantes se extravíen perdurará el amor. Y la muerte perderá su dominio.
Y la muerte perderá su dominio. Bajo los remolinos del mar aquellos que yazgan largamente no morirán en la tempestad retorciéndose en el tormento, cuando cedan los tendones atados a una rueda no podrán destrozarse; entre sus manos la fe se romperá en dos y el Unicornio del mal los atravesará. Y hendidos por todaspartesno se desmembrarán. Y la muerte perderá su dominio.
Y la muerte perderá su dominio. Nunca más las gaviotas gritarán en sus oídos o se romperán las olas tumultuosamente en la ribera; allí donde se abrió una flor nunca más otra flor ofrecerá su cabeza a losgolpesde la lluvia. Y aún locas o muertas como clavos atravesarán la margaritas con sus cabezas de señoras; irrumpiendo sobre el Sol hasta que el Sol se desprenda. Y la muerte perderá su dominio.
(Versión de Waldo Rojas)
***
“Lo que importa con respecto a la poesía es el placer que proporciona por trágico que sea. Lo que importa es el movimiento eterno que está detrás de ella, la vasta corriente subterránea de dolor, locura, pretensión, exaltación o ignorancia por modesta que sea la intención del poema. Puede despedazarse un poema para ver qué lo hace técnicamente rico y al tener uno ante sí la estructura de las vocales, las consonantes, las rimas y ritmos decirse a sí mismo: «Sí, es esto. Por esto me conmueve el poema. Por la artesanía». Pero usted está de vuelta en donde empezó y de nuevo se encuentra con el misterio de haber sido conmovido por las palabras. La mejor artesanía siempre deja agujeros y grietas en la estructura del poema de manera que algo que no está en el poema pueda arrastrarse, deslizarse, relampaguear o tronar.”
Las sombras descendieron suavemente por las escaleras hasta llegar al vestíbulo. Vio el perfil oscurecido de la balaustrada reflejarse en el espejo, el arco del candelabro que proyectaba la luz. Pero eso era todo. Las sombras se alargaban más hacia la puerta. Luego se perdían en la oscuridad del suelo y del techo. Rebuscó en los bolsillos por ver si encontraba un fósforo y por fin encendió la candela que llevaba en la mano. Sujetando la llama diminuta en alto, por encima de la cabeza, giró el picaporte y entró en la habitación. Olía a polvo y a madera vieja. Le resultó curioso ser tan sensible a ese olor, y cómo desató su imaginación. Las viejas damas bordando sus encajes a la luz de la luna, sus dedos pálidos y flacos, veloces sobre los brocados, sus mejillas sin edad, pero con el tinte de las mejillas de una niña. A eso le recordaba la habitación desde los tiempos en que por primera vez entró en ella de puntillas y contempló aterrado las ventanas que se abrían a la extensión de césped grisáceo, a los árboles que se alzaban detrás. Si no, le recordaba a cuando, de niño, se sentaba ante el clavicordio y tocaba las teclas polvorientas con tal levedad que nadie alcanzaba a oír las notas emitidas, temeroso y sin embargo embelesado al oír que la música ascendía tenue en el aire. Siempre era triste. Detectaba la tristeza desolada bajo la fuga más liviana; a medida que sus manos pulsaban las notas, las lágrimas le asomaban a los ojos, un gran anhelo de algo que había conocido y había olvidado, algo que había amado y había perdido.
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