
A mi padre
Uno de los pequeños, el de once años, mira a su padre tras la indicación: apenas un vago movimiento de cabeza, el mentón ejerciendo de dedo índice. También mira un instante hacia los demás rostros curtidos. Duda un momento. A unos diez metros, contra la luz declinante del atardecer, se recorta la figura de El Tuerto, el capataz de la hacienda. El pequeño, con paso receloso, avanza atenazado por su timidez, y observa el parche que cubre el ojo ciego del capataz, el ojo blanco pavoroso que un día les mostró a él y su hermano ante las carcajadas del resto de jornaleros, ante la sonrisa cómplice de su padre. De repente, se siente atravesado por la intensidad acuosa del ojo sano, que parece querer compensar el déficit de su mirada mutilada. La boca del capataz esboza una mueca ambigua: otra asimetría en el gesto. El pequeño llega a su altura. Y El Tuerto le extiende un papel y una plumilla: «Firma ahí abajo, Andresín». El pequeño Andrés titubea: nunca le han hecho firmar nada. Con pulso indeciso, escribe sus iniciales y las emborrona con un garabato, como ha visto hacer alguna vez a su padre. El Tuerto sonríe y le revuelve el pelo con su mano callosa: «Muy bien, chaval».