Las miserias ocultas de la guerra en ‘El Informe Brodeck’

El informe de Brodeck

Por Ernesto Bustos Garrido

La guerra muestra y oculta. Muestra su barbarie con campos sembrados de cuerpos sin vida; viudas, huérfanos, madres despojadas de sus hijos, padres devastados por las pérdidas humanas y materiales. Estas son postales de las tinieblas. Pero también oculta lo no sabido y lo impublicable, lo que se ignora y lo que está tan bien enterrado que sólo el tiempo o una feroz retroexcavadora podrían sacar a la luz. El informe Brodeck es el tipo de novela que desentierra barbaridades, pero sobre todo devela las secuelas que dejan las guerras. En un pueblo, posiblemente austriaco, cercano a la frontera con Alemania, se comete un crimen inexplicable, absurdo, brutal, y a Brodeck le ordenan reportar el hecho y narrar cómo sucedió todo. Absurdo porque es de dominio público que el alcalde, el almacenero, el herrero y hasta el cura están involucrados. Entre todos asesinan a un extranjero, al que llaman “El Otro”, y que llega un día a ese pueblo con deseos de rehacer su vida, o huir, o esconderse. Son esas las dudas que atormentan a Brodeck; las tiene que aclarar, aunque le advierten que no debe llegar al fondo, porque él también corre peligro. El escritor francés Philippe Claudel ha construido esta historia dramática y estremecedora. Su libro aún no toca techo. Es superventas en varios continentes. Debe continuar saliendo de librerías y escaparates. Es al mismo tiempo un ensayo sobre las atrocidades que se pueden seguir cometiendo en algunos rincones de la Tierra, aun habiéndose firmado la paz. Es que los hombres pierden su humanidad entre los bombardeos y las matanzas, entre las violaciones de mujeres y niñas y el exterminio de comarcas completas. La guerra ha envilecido a múltiples generaciones y también a la nuestra.

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Cuento breve recomendado: «La última noche», de James Salter

A James Salter, que era uno de los más grandes escritores americanos de la segunda mitad del siglo XX, el reconocimiento le llegó muy tarde. Una vez me contó que había dado una lectura en una librería de Denver a la que sólo habían asistido dos señoras mayores con pinta de haberse equivocado de sitio, y un viejo vagabundo que no dejaba de toquetear la bolsita marrón donde llevaba la preceptiva botella de licor. Mientras Salter leía fragmentos de sus cuentos y novelas ante aquellas dos señoras -el vagabundo ya se había quedado dormido-, le llegaban los aullidos del público que veía un partido de los Broncos en la televisión. «Así es la gloria literaria», sentenció al final del e-mail donde me contaba aquello.

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