Microrrelato de Enrique Anderson Imbert: La foto

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Enrique Anderson Imbert. Fuente de la imagen

LA FOTO

Enrique Anderson Imbert

(microrrelato)

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y…

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La casquivana muerte

 

la casquivana muerte
Fallen Tree, de Benjamin Graindorge. Fuente de la imagen

LA CASQUIVANA MUERTE

Sobre la muerte se pueden decir muchas cosas y todas ellas negativas. Es cicatera, casquivana e injusta, y ataca cuando menos se la espera.  Tratar de sortear su abrazo envenenado es tan legítimo como –en ocasiones– inútil, porque es ella, y sola ella, quien elige el momento, el lugar y la víctima. Hay personas (y personajes, como el del microrrelato “El suicida”, de Enrique Anderson Imbert), que hacen todo lo posible por acabar con sus vidas… sin éxito.  Otros, sin embargo, ven cercenado el calendario de sus días de la manera más inesperada. Que se lo cuenten al buen hombre que falleció el pasado sábado en El Retiro mientras jugaba con sus dos hijos pequeños. Dicen que fue la rama de un árbol podrido la que causó su muerte, pero si vamos más allá de los hechos periodísticos el causante de este drama no fue la podredumbre de un árbol sino la de nuestras propias vidas, que echan raíces en arenas movedizas.

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Microrrelato de Enrique Anderson Imbert: La montaña

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.

Cuento de Enrique Anderson Imbert: El leve Pedro

Hombre levitando. Fuente de la imagen

EL LEVE PEDRO

(cuento)

Enrique Anderson Imbert

Durante dos meses se asomó a la muerte.
El médico murmuraba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarla y que él no sabía qué hacer… Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varios días de convalecencia se sintió sin peso.
–Oye –le dijo a su mujer–, me siento bien, pero no te puedes imaginar cuán ausente me parece el cuerpo. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.
–Languideces –le respondió su mujer.

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Los mejores 1001 cuentos literarios de la Historia (1): «Enoch Soames», de Max Beerbohm

Max Beerbohm

En una entrevista que le hizo Mempo Giardinelli a Enrique Anderson Imbert para Así se escribe un cuento (Suma de Letras, 2003, página 159), este último afirmó que «Enoch Soames», de Max Beerbohm, era el mejor cuento que había leído jamás.

Reproduzco el pasaje en cuestión y os invito a la lectura del cuento, que, aunque extenso -más de lo que suele ser habitual en este blog-, merece mucho la pena.

Nota: si no quieres enterarte de qué va el cuento hasta haberlo leído, omite por ahora este pasaje de la entrevista y regresa luego a él. 

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Cuento breve recomendado (6): «La montaña», de Enrique Anderson Imbert

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.

Cuento breve recomendado (1): «El suicida», de Enrique Anderson Imbert

«Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno».