
LOS AÑOS DEL WOLFRAMIO
José Luis Ibáñez Salas
A Raúl Guerra Garrido
El coche que me esperaba junto al portal de mi casa se acerca ya a las inmediaciones del palacio. Nos suben la barrera sin preguntar. El chófer y el militar que nos franquea el paso se saludan sin casi mirarse. Cada vez tengo más frío, pese a que una y otra vez compruebo que sí, que llevo los guantes, la bufanda y el abrigo nuevo. Hasta me he levantado ligeramente la camisa para ver que debajo está la camiseta gruesa que me compró ayer mi esposa. Empieza a llover, justo cuando el vehículo se detiene y por las escaleras baja otro militar con las manos blancas (serán sus guantes, espero) para abrir mi puerta. ¿Qué demonios pinto yo aquí? Demasiado tarde para preguntas. Desciendo del coche, cojo mi sombrero y, antes de calarlo en mi cabeza desasosegada, me despido del conductor agradeciéndole el trayecto. Camino firme, como si estuviera decidido a hacer lo que vengo a hacer. Es que lo estoy. Creo.
No impresiona el lugar, a mí al menos. O sí, porque me resulta lúgubre y desabrido, inadecuado y de una solemnidad ni antigua ni convincente, más bien aburrida, sin estilo. Igual que su principal inquilino, ahora que lo pienso. A quien, por cierto, caigo en la cuenta que no he visto en persona jamás. Aunque sí he podido escuchar su voz en varias ocasiones. Y él la mía, menos, eso sí, porque no me dejó hablar casi, pero la escuchó. Por lo menos la oyó.