La imprevista salida de su novia cogió a Alfonso Caballero de sorpresa, dejándole atónico por unos instantes. Sería difícil describir el estupor y la emoción que se adueñaron de su ánimo cuando su novia, Clara Figueredo, le declaró con voz entera: «Voy a irme a Buenos Aires para trabajar de modista. Lo tengo ya resuelto». Allí estaba Clara, toda llorosa, vestida de humilde traje negro, retorciendo entre sus manos un pañolito humedecido por las lágrimas, sentada en el mezquino comedor de la casa, donde tres días antes había velado el cadáver de su madre. Sola al cabo de varios minutos de embarazoso silencio, durante los cuales Alfonso iba colmándose de irritación, se le ocurrió a éste contestarle una simpleza, porque la cólera no le permitía pensar con serenidad:
–Pero aquí también podés trabajar de modista.