
Las tierras de la Patagonia, tanto chilena como argentina, están repletas de hazañas e historias desgarradoras. Son pagos regados con sangre. Allí fue donde la ambición de algunos, con la complicidad del Estado, mostró cuan cruel es el hombre cuando el afán de poder y riqueza lo enceguecen. He recorrido en fecha reciente estos parajes en un viaje de 8.575 kilómetros por tierra, en auto, y a veces en barco. En todas partes quedan huellas de esos años fundacionales, cuando gran parte de esos sitios aún estaba por conocer. Todavía quedaban como fantasmas vivientes algunos de los descendientes de los pueblos originarios que habitaron estos mares, esas cordilleras y esas pampas. Son los espíritus de tehuelches, onas, yaganes y alacalufes. En Puerto Edén subsiste hasta hoy una comunidad de kaweskar, también llamados como alacalufes, el pueblo primigenio que navegó en sus frágiles canoas cuanto canal y fiordo existían entre el golfo de Penas y la boca occidental del Estrecho de Magallanes. A muchos los mataron a pólvora y cuchillo; otros murieron contagiados por la sífilis. A los últimos los confinaron en galpones para que terminaran sus existencias tejiendo mantas y cestas y donde perdieron gran parte de sus palabras.