
La princesa manca, de Gustavo Martín Garzo (Fragmento: El corro de las muchachas)
Se quedó dormido. Oía el rumor de las hojas, y sentía moverse a los pájaros entre las ramas buscando también ellos acomodo para pasar la noche. Al despertarse, había vuelto a amanecer. Oyó un remoto sonido, que enseguida identificó como de lejanas campanas. Ese sonido hacía temblar el aire, que era transparente y fresco, como recién lavado. Se levantó. Seguía en el bosque, pero no en el pequeño soto en que se había dormido. Se trataba ahora de un verdadero bosque, lleno de árboles majestuosos, cuyas ramas se entremezclaban sobre su cabeza formando una cúpula infinita, llena de esplendor y de vida. No sabía dónde se hallaba, ni cómo había llegado hasta allí, y lleno de confusión empezó a caminar bajo los árboles, como si avanzara por el fondo de un sueño. De pronto, oyó voces. Eran voces de muchachas, que se mezclaban con el sonido de sus risas y con el rumor del agua. Se acercó silencioso, procurando que no notaran su presencia. Vio el río y, un poco más allá, un pequeño arrollo, que corría a su lado lleno de reflejos. Las aguas transparentes del arroyo lavaban las grandes piedras, redondas y blancas, como huevos de aves enormes, y su corriente movía los juncos y las florecillas, que temblaban afectadas por súbitos estremecimientos. El espectáculo que contempló unos metros más allá, en un pequeño remanso, le hizo detenerse maravillado. Un grupo de muchachas se bañaba en el arroyo, en medio de alocadas risas y de una inagotable conversación. Chillaban, se perseguían, no dejaban de reír ni de salpicarse con el agua. Era un lugar recogido, bajo los grandes árboles, y las manchas de sol se movían con el viento eligiendo ya segmentos vivísimos de sus cuerpos –los hombros, los pequeños y delicados pechos, las piernas elásticas-, ya zonas de la orilla o de la misma superficie del río sobre los que formaban islas vertiginosas que Esteban reencontraba y perdía a cada momento. Pero no fue el espectáculo de los hermosos cuerpos, de la alocada y radiante muda de sol, lo que más le sorprendió, sino el que todas las muchachas carecieran de mano izquierda. La habían perdido a la altura misma de la muñeca, y aquella pérdida terrible, que por otra parte no parecía empañar para nada su felicidad, daba a la escena un aire de irrealidad y pesadilla.